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El espía No. 13

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  Salió de un «TU-104» en el aeropuerto de Moscú. Era Ivan Kokoschka, un hombre con dos intereses en la vida: un trabajo de investigación para su nueva novela y una reunión con Sonya, la esbelta bailarina del Bolshoi. Pero…, no era realmente Ivan…; era Tom Slade, un apreciado agente de la AXE, el cuerpo del servicio super-secreto de EE.UU.… Y no era realmente Tom Slade, sino Nick Cárter, el primer hombre de la AXE, al cual los del círculo interior daban el nombre de «Killmaster»… Y no era sólo a Sonya a quien «Killmaster» tenía que engañar. Estaba también la camarada Ludmilla, la espía de ojos violáceos, que odiaba a todos los americanos.
  
  Sobre estos agentes brama la lucha de los super-agentes: Hawk, misterioso jefe de la AXE, y Smirnov, quijotesco decano del Servicio de Inteligencia ruso.
  
  Su misión: averiguar quién está entregando secretamente información clasificada a los chinos rojos.
  
  Su fin: evitar el estallido de la Tercera Guerra Mundial.
  
  Ésta es la tan esperada novela «rusa» de Nick Cárter, el primer agente de espionaje de Norteamérica.
  
  
  
  
  
  Nick Carter
  
  
  
  
  
  El espía No. 13
  
  
  
  
  ePub r1.0
  
  elagarde 24.06.14
  
  
  
  
  
  Título original: The 13th spy
  
  Nick Carter, 1965
  
  Traducción: Leoncio Sureda
  
  Diseño de cubierta: Antonio Bernal
  
  Editor digital: elagarde
  
  ePub base r1.1
  
  
  
  
  
  1 - Un enigma de la U.R.S.S.
  
  
  TODO LO QUE SABÍA era que sus manos estaban asiendo débilmente un volante que se rehusaba a girar y que el pedal del freno no funcionaba bien. De algún modo, sin embargo, no parecía importarle. Había algo terrible en ello, pero no era nada qué tuviera que ver con él. Algún otro lo estaba imaginando. Aparecían luces al frente y se desviaban a un lado con chirriantes sonidos que, pensaba vagamente, las luces por lo regular no hacen. Y había voces, además; gritos que se apagaban a su espalda para ser arrastrados con el estruendo de su propio coche en ese aturdido viaje de pesadilla.
  
  Los neumáticos rechinaban mientras el vehículo, de construcción rusa, avanzaba torpemente a lo largo de la ancha avenida llamada Spasskaya Ulitsa y hacia una calle todavía más ancha que estaba atestada de tráfico aun en aquella hora. La mayor parte de la población de Moscú se retira temprano, y hacía mucho que el crepúsculo se había asentado sobre el cabo del caluroso día de verano. Pero siempre hay movimiento en las cercanías de la Plaza Roja. Y a veces hay muerte.
  
  El coche cogió velocidad y dobló una esquina bajo el agudo chirriar de sus ruedas. Un grupo de peatones en el cruce se dispersó como una bandada de palomas. Pero el hombre que iba al volante no parecía hacer caso. Su grueso y musculoso cuerpo se reclinaba indolentemente y sus flácidos dedos sólo hacían él más escaso esfuerzo para guiar. Los fríos ojos pardos y el vigoroso rostro reflejaban indiferencia; toda su postura era perezosa y Suelta, como si el hombre estuviera conduciendo a lo largo de una senda campestre en un domingo tranquilo.
  
  Pero los ojos no veían nada… sólo neblina y sombras y luces fantásticamente girantes. Y la mente detrás de los ojos se preguntaba por qué parecía tan extraño, como si el mundo estuviera cubierto con una capa de aceite o se hubiera, de algún modo, hundido bajo un rielante mar; y trataba oscuramente de explicarse esta estimulante pero ligeramente repugnante sensación de velocidad; pero el problema era demasiado difícil y la fatigada mente desistía. El macizo cuerpo permanecía quietó. Sólo los dedos accionaban con desidia el volante y los ojos parpadeaban frente a las acechantes luces.
  
  No oía las sirenas y seguía adelante plácidamente. Ignorante de que el coche era una destructiva arma en sus manos. Y se preguntaba, vagamente, adónde podía estar yendo.
  
  La muralla de brillante luz apareció como una sorpresa. Luego la densa extensión de resplandor se desmenuzó en figuras mientras el vehículo se acercaba más; figuras de muros con torres y donairosas cúpulas que brillaban mágicamente con el fulgor de los reflectores que siempre la enmarcaban después del Ocaso.
  
  ¿Siempre…?
  
  El hombre situado ante el volante empezó a sentir cierta agitación en su ánimo: Ello bastó para que se diera cuenta, al fin, de que estaba conduciendo a una bárbara velocidad por las calles de más tráfico de Moscú. De que su pie parecía estar soldado al acelerador y ejercía una presión que él no podía controlar.
  
  Y que su mente era inhábil para transmitir al cuerpo las señales que pararan la mortal velocidad.
  
  Su aturdido ánimo se enfureció.
  
  «¡Oh, Dios mío! ¡Frena! ¡Frena!» —trató de ordenarse a sí mismo.
  
  Pero no podía ordenarse nada. Su pie derecho permanecía afianzado contra el pedal como una prolongación del pedal mismo. Creyó gemir. No hubo ningún sonido salido de su garganta. Sólo un grito de terror procedente de alguna parte por delante de él, y entonces la neblina ante sus ojos se alzó y disipó lo suficiente para que viera la agrupación de gente en la Plaza Roja. En ese solo y terrible instante percibió que él estaba a punto de estallar y rajarse igual que una granada madura y el sonido que emitió finalmente, fue el lamento de un alma en pena.
  
  Había una mujer con una criatura en los brazos; un niño que tenía a su hermanita de la mano; un joven y un anciano; una mujer con un chal, y un policía con la boca abierta de par en par en una exclamación. Se hicieron a un lado, ¡pero tan lentamente!, y sus caras se destacaban grandotas como los globos de Macy en el día de acción de gracias. ¡Y él iba a matarlos en un escaso segundo más de horrendo tiempo…! Forzó el volante, todavía, gimiendo, dándose órdenes a sí mismo, maldiciéndose y obligando a sus manos, sus odiadas y enemigas manos; compeliéndolas a hacer girar el volante y dar vuelta al coche con un brusco desvío que lo hizo saltar. Y el coche se alejó de aquellas personas, dejándolas vivas y a salvo. El conductor observó eso antes de que percibiera que el coche subía a la acera y se metía entre las altas columnas que sostenían la arcada de los grandes almacenes. Hasta oyó un vivo sollozo antes de que se quebrase el cristal de la ventanilla y el tremendo choque del coche dando contra una pared interior; y el sollozo y el golpazo fueron los únicos ruidos que oyó antes de que muriese, su musculoso pero desobediente cuerpo empalado sobre el eje del volante y su fino y ensangrentado rostro mirando ciegamente por encima de un anilló de roto cristal.
  
  Quedó empotrado dentro de una sala de exposición de los Almacenes GUM, frente a las torres de cuento de hadas del Kremlin. El chafado coche «Volga» aparecía rodeado de las tristes y horribles figuras de quebrantados y desnudos cuerpos. Un brazo yacía sobre la cubierta del motor, separado del torso, a varios metros de distancia de las piernas; y los dedos penetraban por el parabrisas como si quisieran acariciar el mutilado rostro detrás de la quebrada rueda del volante.
  
  El joven policía se estremeció. Ninguna de las figuras humanas tenía vida en sí, y sólo una de ellas la había tenido alguna vez; pero por alguna ignorada razón los destrozados maniquíes eran más horrendos en su muerte que el hombre cuyo maltratado cuerpo estaba al fin volviéndose flácido.
  
  Las sirenas canturrearon para una interrupción del tráfico. Hombres de uniforme pulularon por los arcos y se agruparon bajo la gran bóveda de vidrio que cubría los mayores almacenes de Rusia. Después que hubieron examinado el cuerpo, sus semblantes se volvieron muy serios y graves y al poco rato enviaron a buscar a otros hombres. Al principio, los hombres —éstos no iban de uniforme— tenían un aire de dureza y rostros sin expresión, pero mientras investigaban casi se animaron. Se interesaron especialmente en la carpeta que colgaba de la muñeca del hombre por la atada tira de seguridad; y en la posición y estado del cuerpo. Había algo en el coche que les interesaba, también. Uno de ellos salió de prisa para hacer una llamada telefónica y recibir instrucciones. Varias horas más tarde, mucho después de que el coche hubiera sido llevado a remolque y la quebrada ventana de los almacenes quedase entablada, estaban aún trabajando. Cuerpo, ropa, coche, carpeta y testigos, todo fue sujeto al más completo escrutinio.
  
  A una hora avanzada de la tarde del día siguiente Dmitri Borisovich Smirnov apoyó sus regordetes codos en la grande y raída mesa escritorio y se estiró de un modo pensativo las puntas del bigote. Cuatro hombres de severo semblante le miraban. Cada uno de ellos sostenía un fajo de notas entre sus manos. El propio Smirnov tenía una ordenada pila de papeles junto a su codo derecho. Miró de soslayo a la plana de encima antes de empezar. Luego soltó el bigote momentáneamente y pinchó con un largo y grueso dedo al hombre de la izquierda.
  
  —Ostrovsky.
  
  Un joven de cuidado cabello oscuro y una tenue rendija por boca inclinó la cabeza ligeramente y echó un vistazo a sus notas. Leyó:
  
  —Cuerpo identificado fuera de duda como John Henry Anderson, agente americano de la C.I.A., antes y quizá sólo aparentemente, situado en Cambodia. Se dice que desapareció hace treinta y cinco días, pero eso fue probablemente cuando dejó su anterior puesto para pasar clandestinamente a la Unión Soviética —los delgados labios se contrajeron brevemente con el más leve de los gestos desdeñosos—. Por supuesto no podemos esperar la verdad acerca de él de los americanos, los cuales insisten, no sólo en que no nos estaba espiando aquí en modo alguno, sino también en que ni siquiera era un espía. ¡Ja! ¡Me rio!
  
  Y lo hizo. Fue un ladrido triste, que no era contagioso. Smirnov le miró con dureza.
  
  —Continúe, camarada —dijo en una voz falta de tono.
  
  —Pero ciertamente, camarada Smirnov —dijo Ostrovsky de prisa—, es sólo que conocemos a este Anderson por lo que es. Ha estado en nuestras listas durante… —dio un vistazo a sus notas—, durante cinco años, seis meses, y siete días. Hasta sabemos algo de sus actividades en Cambodia. Pero debido a la natural duplicidad de los americanos, no podemos, determinar cuándo y cómo llegó a este país. Insisten en que él era un hombre de negocios que desapareció…
  
  —Sí, camarada. —Smirnov suspiró—. Usted está tratando de decirme que no sabe nada acerca de este Anderson excepto que es un conocido agente americano. ¿Y qué más ha descubierto usted, suponiendo que haya hallado algo?
  
  El claro cutis de Ostrovsky lentamente se volvió púrpura.
  
  —El papel. Los documentos de la carpeta. Hemos hecho un completo examen y no hay duda que los informes están, escritos en papel americano. Las hojas llevan el membrete de la Embajada norteamericana, con la dirección y las insignias mutiladas. Pero los corondeles[1] y otras peculiaridades del papel demuestran concluyentemente que fue fabricado en Estados Unidos para uso exclusivo del Gobierno americano. La máquina de escribir empleada es también americana, y el lenguaje es lo que pudiera llamarse ruso fonético. Estamos tratando de seguir la pista de la máquina entre los residentes americanos de Moscú, pero hasta ahora no hemos tenido éxito. Supusimos que pudiera ser encontrada entre los efectos de Anderson en su lugar de residencia, pero… —Ostrovsky meneó la cabeza irremediablemente.
  
  —Pero ¿qué, camarada? El hombre no tenía un lugar de residencia, ¿no es eso?
  
  —Eso es, camarada —la pulcra y oscura cabeza se movió reconociéndolo—. No hemos encontrado señales de él en ninguna parte, a nadie que confiese haberle visto y nada en su persona que indique dónde pudiera haber estado alojado. Es casi como si no exístiese antes de que apareciera muerto.
  
  Las espesas cejas de Smirnov se arquearon.
  
  —Ésa es una observación muy interesante, camarada Ostrovsky —susurró despacio—. Cabalmente su mejor aportación del día —su fija mirada se posó sobre el hombre siguiente—. Camarada Vershinin.
  
  Un hombre de maciza constitución, con un descuidado aspecto, tosió ligeramente antes de hablar.
  
  —Resumiré —rugió aprisa—. Los detalles completos están en el expediente. Por ahora, sabemos que el coche fue robado de su lugar de aparcamiento en Ulitsa Gorkogo durante las primeras horas de la noche anteriores al choque. Su dueño, Vassily Simonov, no está implicado en modo alguno. La investigación mecánica indica que el cilindro del vehículo había quedado sin aceite, haciendo los frenos inoperables. El acelerador está apretado muy justamente. Quizás ambas circunstancias se dieron durante el golpe. Quizá no. El examen médico del cuerpo muestra que un veneno similar, aun cuando no exactamente el mismo que nuestra propia variedad «L-4», había sido inyectado en la sangre. Como usted sabe, esto produce el efecto de paralizar virtualmente la mente y el cuerpo.
  
  Smirnov inclinó la cabeza lentamente y examinó sus bien manicuradas uñas.
  
  —Usted recordará —continuó Vershinin— que este veneno es ordinariamente muy difícil de descubrir a menos que se haya tenido… previa experiencia con él. También parece que este hombre, a pesar de su vigor y bienestar aparentes, estaba en un estado lindante con una alimentación insuficiente. Además, había una cantidad de señales de pinchazos de aguja en el cuerpo que no se explican por la única inyección requerida para el veneno. Supondría que el hombre era casi inconsciente de sus acciones.
  
  —¿Y qué le sugiere esto, camarada? —preguntó Smirnov, estrechándose sus ojos bajo las espesas cejas.
  
  Vershinin calló por un momento, escogiendo las palabras y tratando de descifrar el semblante del hombre situado detrás de la mesa escritorio.
  
  —Que estaba intentando ir a alguna parte con sus documentos ilegales —dijo cuidadosamente—. Que quizá sólo acababa de conseguir escapar de… alguien.
  
  —Pero no de nosotros —dijo sosegadamente Smirnov—. Sabemos eso de seguro. No había estado en manos de nuestra Policía Secreta o alguna de nuestras Agencias de Información. ¿De quiénes, pues, me pregunto?
  
  —¡De los americanos! —soltó abruptamente Ostrovsky—. De la Embajada, o de los espías que ellos infiltraron en nuestro país. El hombre es un señuelo, una trampa que han armado para nosotros.
  
  —Humm… Si ése es el caso, es un plan endiabladamente sutil —comentó Smirnov—. Su objeto está, por el momento, enteramente fuera de mis alcances. Komarov.
  
  Komarov se agitó y pasó unos largos dedos por su mechón de pelo de un gris de hierro.
  
  —Todo lo que sé es lo que hemos ya discutido Juntos. Pero en obsequio a los otros, lo volveré a decir. Supuesto que sea una trampa, es en verdad Endiabladamente sutil; porque la información que ha Vuelto a nuestras manos de ésta extraña manera, es verídica en todos los puntos. Y el hecho de haber estado fuera de nuestras manos por el tiempo que haya sido, es indeciblemente aterrador. Todos los planes de alto nivel soviéticos de alguna trascendencia que han llegado a ser discutidos en las jefaturas o en nuestras Embajadas de ultramar durante los últimos meses, han aparecido en estos informes. ¡Lo más secreto de nuestros proyectos y manejos ha sido detallado en este papel americano y paseado por Moscú, para finalizar en los Almacenes GUM! Sólo Dios sabe —perdonen ustedes, camaradas, eso no es más que una expresión—, que es imposible imaginar dónde estas hojas de papel pudieran ya haber estado y quién podría haberlas leído antes de que volvieran a nosotros. ¡Es desastroso! De algún modo lo más reservado de los planes de nuestra nación nos ha sido hurtado y después echado de nuevo en nuestros regazos como simple papel de desecho. ¡Es inconcebible!
  
  —Cálmese, camarada —dijo reprobadoramente Smirnov—. Debe reprimir su tendencia a ser dramático.
  
  Komarov se apaciguó con una susurrada disculpa. Smirnov le sonrió benignamente.
  
  —Naturalmente, usted está trastornado. Copiosa y esencial información nos ha sido arrebatada de nuestros mismísimos labios. Pero en todo desastre hay una oportunidad. Medite: ¿cómo podemos servimos de esto? Podemos encontrar una ocasión favorable en esto todavía. ¡Vamos, Stepanovich! ¿Cuáles son sus conclusiones?
  
  Él más joven de los subordinados de Smirnov meneó la cabeza como si estuviera completamente desconcertado.
  
  —Es ciertamente imposible, y no veo qué conexión podría haber. Pero he revisado una y otra vez la transcripción de lo que el camarada Alexei Fedorenko dijo antes de que muriese. Usted recordará que después de muchos meses de trabajo en Pekín se las arregló para tener acceso a ciertos microfilmes de los archivos de la Oficina de Información china. El lenguaje usado en ellos era lo que Fedorenko llamaba… «ruso fonético». No pudo procurarse ninguno de estos filmes, y fue únicamente por esfuerzos casi sobrehumanos que escapó para revelamos algo. Una cosa que llevaba consigo era su memoria. Y su memoria era buena.
  
  Los ojos de Smirnov chispeaban de interés. El hombre tiró suavemente de su bigote y ordenó en su mente las piezas del rompecabezas. Stepanovich hizo una pausa para tomar aliento y le obsequió con la nueva pieza que el otro estaba esperando.
  
  —Repitió un texto —dijo Stepanovich—. Repitió lo que había descifrado antes de que oyera los pasos del guardián. ¡Y el texto que citó es igual, palabra por palabra, a los párrafos dos y tres del «Documento G» encontrado en la carpeta del americano! ¡Lo que Fedorenko había visto era una exacta copia fotografiada!
  
  Smirnov sonrió.
  
  —¿No es interesante —dijo familiarmente—, que los americanos y los chinos tengan acceso exactamente a la misma información? ¿No sugiere ello que tenemos un traidor entre nosotros, que vende a ambos países sus secretos robados? O, más bien, ¿indica que los chinos o los americanos nos están espiando muy eficazmente y —digamos— negociando hábilmente los unos con los otros?
  
  —¡Imposible! —gruñó Komarov—. ¡Ambos, imposible! ¡Puedo imaginar alguna especie de demente traidor! ¡Pero que alguno que esté tan alto en los círculos internos que tenga acceso a lo más secreto de nuestros proyectos nos vendiera a los chinos y los americanos, y los chinos cooperen en alguna cosa, y mucho menos en un plan semejante, es totalmente inconcebible!
  
  —¿De veras? —dijo en un susurro Smirnov—. Si usted lo cree así, he de pedirle que se discipline y encauce de nuevo sus pensamientos de modo que pueda concebirlo. Porque ésa es la suposición sobre la cual vamos a trabajar. Recuerde estas dos cosas. Primera: de repente estamos encarados con un problema extremadamente serio, el cual vamos a tener que resolver. Y no creo que los métodos convencionales nos lleven a ninguna parte. Segunda: es nuestro deber hacer mucho más que salvar una situación difícil. Hemos de buscar todos los posibles medios para sacar partido de ella del modo que podamos, aun cuando sólo sea para un transitorio provecho. Estamos trabajando, al fin y al cabo, para superar en habilidad a nuestros adversarios, quienesquiera que sean y dondequiera que estén —esta vez su sonrisa fue tan genial que un cocodrilo la habría envidiado.
  
  »Si podemos servimos de ello y ponerlos en aprietos al mismo tiempo, quizá podamos resarcimos en alguna medida —la sonrisa se disipó de repente y el afable semblante se endureció, hasta transformarse en una firme masa de granito—. Y no se engañen sobre ello, camaradas. El resarcimiento es de la mayor necesidad.
  
  Sus severos y brillantes ojos escudriñaron al grupo. Por un momento hubo silencio. Por la mente de cada uno pasó, como en un relámpago, un vivido cuadro de las consecuencias del descuido. Era un horrible cuadro.
  
  —Veo que ustedes aceptan mi punto de vista —dijo sosegadamente Smirnov—. Y ahora que nuestras obligaciones son mutuamente comprendidas, tengo adicional información para ustedes. Y creo que la encontrarán aún más alarmante que lo que ya han oído —uno de los cuatro suspiró pesadamente—. Pero muy revelador —agregó Smirnov—. Yo mismo he examinado cada uno de los documentos de la carpeta con escrupuloso cuidado. Y se me ha hecho evidente qué son fieles registros, palabra por palabra, de conversaciones mantenidas en las Embajadas y Misiones diplomáticas soviéticas en diversos lugares del mundo. Peor. Varias de estas conversaciones son tan detalladas y describen información tan altamente clasificada, ¡que sólo podrían haberse originado en nuestras oficinas principales de información aquí mismo en Moscú!
  
  Su gruesa mano, con sus dedos pasmosamente delicados, cayó sobre la mesa de golpe. Todo el cuerpo de Smirnov era una concentración de explosiva energía y su rostro estaba moteado de reprimida ira.
  
  —¡Hasta he reconocido oraciones, párrafos, enteras relaciones que yo mismo he proferido! ¿Saben ustedes lo que esto significa, camaradas? ¿Saben lo que esto significa?
  
  —Micrófonos ocultos —respondió Stepanovich, pálido—. De algún modo, alguien ha logrado implantar aparatos para escuchar a escondidas en nuestras Misiones diplomáticas y Embajadas, ¡y hasta en la sala secreta de las oficinas principales! ¿Qué diabólico plan es éste?
  
  Se levantó precipitadamente de su asiento.
  
  —¡En las oficinas principales! ¡Hemos de averiguar esta circunstancia en seguida!
  
  Smirnov le hizo señas con la mano para que se sentara de nuevo.
  
  —Quédese un momento. Tengo órdenes para usted. ¿Comprenden ahora, camaradas, por qué he escogido la oficina de este almacén para nuestras reuniones?
  
  Cada hombre miró alrededor suspicazmente, como si esperara que de repente se hiciese visible un micrófono en las negruzcas paredes o en los raídos equipos.
  
  —No, estamos seguros aquí, camaradas. —Smirnov rio ásperamente—. Es imposible hasta para el más ingenioso de nuestros ocultos enemigos escuchar por medio de adecuados aparatos en todos los edificios de Moscú. Sin embargo, han sido endiabladamente hábiles. Durante muchas horas he tenido a peritos buscando detrás de cada centímetro de artesonado y en todos los accesorios de las oficinas principales, y hasta ahora no se ha encontrado nada. Bien, Stepanovich. Las órdenes para usted. Saldrá ahora y se encargará de que todos en nuestros departamentos de negocios extranjeros y… Misiones Comerciales sean informados de esto. Haga arreglos con el camarada Yevgeni para que tan pronto como sea posible salgan técnicos electrónicos para registrar la totalidad de tales oficinas. Yo mismo me aseguraré de que sean hechos los apropiados arreglos diplomáticos. Y usted, además, mientras son llevadas a cabo estas instrucciones, se mantendrá en comunicación con la Jefatura para ver qué progresos se están haciendo en la búsqueda de los micrófonos. Váyase ahora, e informe de nuevo cuando tenga algo que referir.
  
  Stepanovich inclinó la cabeza vivamente y salió de la oscura sala.
  
  —Pero ¿qué tiene que ver esto con el americano del coche? —prorrumpió Vershinin—. Hace sumamente extraña toda la cuestión de la carpeta atada a la muñeca, el veneno, el apretado acelerador, el escape del freno, el papel americano, el… ¡el todo! Uno empezaría a creer que teníamos como deber encontrar a este hombre, y, ¿cómo puede eso tener sentido?
  
  —Haremos que tenga el sentido que nos sea conveniente. —Smirnov sonrió, con una sonrisa canina—. Primero, sin embargo, consideremos todas las posibilidades. Y creo que discurriremos mejor si tenemos algo para estimular nuestras fatigadas mentes.
  
  Alargó el brazo y alcanzó una cuadrada caja para viaje que había sido muy usada. De ella sacó una botella y cuatro vasos de metal. Silenciosamente, los llenó. Brindaron con quietud. Bebieron. Smirnov rellenó los vasos.
  
  —Ahora, camaradas, empecemos con el extraño asunto del misterioso cuerpo. Y no nos engañemos suponiendo que el hombre estaba intentando escapar. Fue deliberadamente puesto en ese coche. Su muerte no fue una casualidad; lo hicieron morir. Pero ¿qué sugiere eso…?
  
  Siguieron hablando hasta que toda la luz se hubo ido, y la totalidad del vodka con ella. Cuando Stepanovich volvió, habían manipulado todas las piezas: del juego hasta que obtuvieron algo parecido a una solución.
  
  —Nada —afirmó Stepanovich—. Han salido todos los mensajes; todas las oficinas de ultramar están sobre aviso y pronto serán registradas. Pero en la Jefatura no hay señales de un aparato en ninguna parte —se sentó con un suspiro de fatiga y tristemente miró a la vacía botella.
  
  —Sin embargo sabemos que hay uno —le recordó Smirnov—. Muy bien, pues. Tenemos un recurso. Primero abordaremos a los americanos por conductos diplomáticos. Después probaremos la abierta acusación. Finalmente, exigiremos que quiten esta prueba de su traición.
  
  —No puedo creer que sea su traición —dijo lisa y llanamente Komarov—. Es una cosa demasiado incómoda para haberlo hecho ellos. Todo este asunto del coche y Anderson, es lo que llamarían un obvio proyecto previamente forjado. En cuanto al microfilme de China y lo que ello tenga que ver con los americanos, esto no lo comprendo. Pero el supuesto accidente, hasta yo lo llamaría una conspiración.
  
  —Y yo también. —Smirnov sonrió—. Yo también. Lo que es más, ellos sabrán que nosotros lo sabemos. Pero dejaremos que eso nos sea indiferente. En su propio interés, tendrán que cooperar con nosotros. No pueden permitirse no hacerlo. En sus propias palabras, camaradas, los tenemos con la cuerda al cuello. —Su sonrisa era tan benigna como lo había sido la de Stalin antes de una ejecución.
  
  
  
  
  
  2 - El segundo Mr. Slade
  
  
  EL BIEN ACONDICIONADO coche deportivo rojo rugía triunfalmente a lo largo de la calzada, de vuelta a la ciudad de Nueva York. Había muy poco tránsito en esta hora del día. En todo caso, las personas de profesión igual a la del dueño del coche no están obligadas a observar las regulares horas de ocupación como hace la mayoría de la gente. El conductor, y su pasajera, habían iniciado temprano el viaje, de propósito, de suerte que pudieran tener una larga tarde para ellos solos.
  
  Nick quitó una mano del volante y acarició la bien formada rodilla al lado del él.
  
  —Creo que hemos dado con ello, Robyn, querida —dijo agradablemente—. Una cabaña para dos, y un par de semanas para pasarlas en ella. ¿Podría un individuo pedir más?
  
  La joven le devolvió la sonrisa y puso su mano, delgada e irritada por el sol, sobre la de su compañero.
  
  —Parece demasiado bueno para ser cierto —susurró—. Apuesto tres a uno que Hawk está ahora mismo buscando alguna manera de tenerte activo. Por tanto, aprovechemos el tiempo mientras que podemos hacerlo ventajosamente. Firma el contrato para la cabaña tan pronto como puedas y no hagas caso de todos los teléfonos, timbres de llamada, telegramas y furtivos hombrezuelos con mensajes hasta que estemos fuera, en la isla, con la arena y los peces. ¿Me lo prometes?
  
  —Nick apretó la rodilla de la joven y sonrió.
  
  —Quizás —dijo.
  
  Y Dios sabía que quería hacerlo. Pero era penoso para un hombre al cual sus colegas espías llamaban Killmaster, prometer algo, hasta a una de las muchachas más hermosas del mundo. La miraba mientras guiaba el volante, y esperaba que esta vez sus planes fueran más que vanas ilusiones. Durante un apacible día habían pescado lejos del ruido y haraganeado dentro de la lancha, sacando tiempo para inspeccionar la casucha que ostentaba el letrero «para alquiler», y parecía, al fin, como si pudieran convertir el sueño en realidad. Dos semanas en la isla, pescando con Robyn contemplando su rostro que parecía nata, viéndolo ponerse pecoso y pelarse y tostarse lentamente… catorce días y quizá más, si tuviese suerte, cogiendo los peces con anzuelo y friéndolos sobre un preparado fuego, haraganeando y amando y acumulando nueva energía después de los desapacibles meses de trabajo en Surabaja…
  
  —Quizá —repitió.
  
  Y se sentía tan seguro en el momento en que lo dijo que empezó a cantar mientras hacía girar el volante y lanzaba al resistente cochecito hacia el interior del atajo que conducía al túnel, a la carretera, y enseguida a casa. La morada de él, y la de la muchacha siempre que ella quisiera estar con Nick; y ahora tenían tiempo para compartirla, la cabaña de pesca, y cualquier otra cosa que desearan compartir.
  
  La letra de la canción que estaba cantando Nick hizo reír a la muchacha. Su risa, y la manera en que el viento jugueteaba con su cabello y lo hacía aún más precioso, y el modo en que ella le miraba, hicieron a Nick quererla más. Poco después olvidó que ellos no eran las únicas dos personas del mundo con días y semanas de paraíso de que gozar anticipadamente. Hasta olvidó, y rara vez lo hacía, que era el agente número 3 de la AXE, y que su vida no era suya. Si alguna vez fue un hombre libre y feliz, era ahora.
  
  Habían llegado a la calzada cuando funcionó la señal del tablero de instrumentos. Nick miró a Robyn por el rabillo del ojo y vio helarse la felicidad de la muchacha. La risa se extinguió en sus labios y la luz se oscureció en sus ojos.
  
  Nick vacilaba. La señal del tablero de instrumentos funcionó otra vez.
  
  —Tendré que llamar —dijo.
  
  —Lo sé —respondió simplemente la muchacha. Pero suspiró.
  
  Nick apretó un botón debajo del disco graduado de la radio y siguió conduciendo en silencio, hacia el teléfono público más cercano.
  
  Le contestaron prontamente en el número que marcó, y el mensaje fue breve. Cuando regresó al coche, Robyn estaba empolvando su nariz brillante del sol y procurando parecer no tener interés por lo que podía significar la llamada.
  
  El coche deportivo se puso en movimiento rugiendo y bajó por una calle transversal, metiéndose en la West End Avenue. Robyn miró de soslayo a Nick, Él le devolvió la mirada.
  
  —Bien, ¿qué es? —demandó Robyn, de repente—. ¿Es algo tan secreto que ni siquiera a mí me lo puedes decir?
  
  —Creía que no preguntarías. —Nick le sonrió—. Pero no sé lo que es. Tengo que volver al despacho y llamar a Washington, eso es todo lo que sé. No debe ser nada terriblemente importante.
  
  —Hum… —hizo Robyn—. Me parece que he conocido algo de esto antes, aunque no recuerdo dónde o cuándo…
  
  Y emitió un breve sonido de resignación, o de contrariedad —era difícil determinarlo— y se acercó más a Nick en el asiento.
  
  —Eso no es verdad. Ciertamente que lo recuerdo. Era en tu apartamento. Hace unos dieciocho meses. Kruschev venía a Nueva York, y pasamos una tarde juntos por vez primera durante meses. Estuvimos proyectando toda clase de cosas maravillosas para los próximos días. ¿Te acuerdas?
  
  Nick miró a los ojos azul oscuro de Robyn y rememoró una docena de asignadas tareas y por lo menos otras tantas lindas muchachas. Pocas de ellas, sin embargo, podían competir con su Robyn, la cual conocía el peligro tan bien como él y era igualmente probable que, como a él, la llamaran de repente para una nueva asignación. Estaban en el mismo arriesgado trabajo.
  
  —Sí, me acuerdo —dijo—. Sonó el teléfono. Y la inmediata cosa que supe fue que yo estaba dentro de una casa de baños japonesa con un gigante y una muñeca… Pero esto no debe de ser más que una llamada rutinaria. No estoy en línea para nada ahora mismo.
  
  —¡Ah! —dijo Robyn, sin elegancia—. Veremos.
  
  Lo vieron, demasiado pronto.
  
  —¡Pero eso es fantástico! —Nick miró otra vez a la imagen de Hawk en el cuadro visual del teléfono y rio con incredulidad—. No pueden honestamente creer que hubiésemos revelado secretos rusos a los rojos chinos. ¿Después de todos los sinsabores que tuvimos para hurtarlos para nosotros mismos? ¡Hasta un ruso tendría que haber perdido el juicio para creer una historia como ésa! Y todo este extraño asunto del coche, es una conspiración tan obvia como jamás se haya visto.
  
  Levantó sus largas piernas, extendiéndolas sobre la silla que tenía delante, en la sala de audiovisión de la oficina de Nueva York, y esperó a que el jefe de la AXE le contradijera.
  
  Hawk estaba sentado detrás de su mesa escritorio en la oficina principal de Washington y miró con ceño a la transmitida imagen de la figura de Carter.
  
  —Claro que es una conspiración —dijo con irritabilidad—. Lo sabemos, ellos lo saben, y saben que nosotros lo sabernos. Y un poquito menos de ese «hurtar para nosotros mismos», si no te acuerdas —añadió más bien fríamente, desviando sus nudosos pero delicados dedos inconscientemente hacia la pila de documentos de la mesa escritorio. No había necesidad de que recurriera a ellos; se sabía todas las palabras de su extraño contenido de memoria—. Ésta es información que por casualidad no recogimos por nuestros propios esfuerzos. En verdad, la única razón por la cual se dejó que la obtuviésemos fue porque los soviets querían mostrarnos lo que ellos llamaban… prueba de nuestra perfidia. Sólo desearía que pudiéramos haber tenido acceso a ella mientras todavía era de valor. Pero, por supuesto, ahora es inservible para nosotros.
  
  Una tenue sonrisa tembló en una comisura de su boca.
  
  —Yo diría que ha habido algún considerable trastorno en los planes rusos desde que la carpeta llegó a sus manos. De cualquier modo, lo cierto es que ellos lo están presentando como prueba de que nosotros tenemos micrófonos secretos en sus edificios, y hasta en su propia oficina de Información, e insisten en que hagamos algo sobre ello.
  
  Nick arqueó una ceja y miró de un modo pensativo, a través de la distancia, al terco viejo sentado en su despacho de Washington.
  
  —Parece —dijo de un modo meditativo— como si ellos nos pusieran en situación de tener que negociar unas condiciones, y quisieran servirse de nosotros para que les saquemos las castañas del fuego. —La imagen del áspero rostro de Hawk en la pantalla mostró algo parecido a un gesto de aprobación, pero el hombre no ofreció otra indicación de que estuviese de acuerdo—. Exactamente —preguntó Nick—, ¿cuál es esta información por la que están tan excitados? ¿Merece realmente el alboroto que están haciendo?
  
  Hawk inclinó la cabeza decisivamente y desgajó de un mordisco la punta de un nuevo cigarro.
  
  —Yo lo afirmaría. Nuestro Gobierno ciertamente lo creería, suponiendo que fuese nuestra información la que hubiera estado filtrándose. Por supuesto, es difícil determinar lo que les preocupa más: si el hecho de que un material clasificado esté cayendo en manos chinas, o el conocimiento de que sus edificios oficiales hayan sido tan eficazmente contaminados por una potencia extranjera. En todo caso, tienen perfecto derecho a estar inquietos. Hasta diría, exasperados —prendió fuego al cigarro y escogió las palabras—. He visto los documentos. Hay, en junto, unas treinta páginas, cada una de ellas en papel de la Embajada americana, y cada una conteniendo un mensaje diferente. Incidentalmente, no hay duda que es nuestro papel. Los documentos y la redacción han pasado por exámenes minuciosos.
  
  Soltó una nube de picante humo azulado en la densa atmósfera de su despacho de Washington. Nick podía casi percibir el familiar acre olor mi Nueva York.
  
  —Cada mensaje —continuó Hawk— es un detallado informe de la actividad rusa, de tal clase, que nosotros mismos habríamos dado nuestros colmillos por haber tenido conocimiento de ello con anticipación. Pero hubiera sido —y probablemente lo ha sido— aún de mayor interés para los chinos rojos.
  
  Nick puso sus largas piernas en una más cómoda postura y pensó fugazmente en Robyn. Ésto, estaba resultando serlo todo, menos una llamada rutinaria.
  
  —¿Por qué —preguntó razonablemente— no llevan sus problemas a sus asociados rojos?
  
  El jefe de la agencia de información súper-secreta de EE.UU. sonrió siniestramente.
  
  —Tú conoces la respuesta tan bien como yo, y es algo compleja. Por ahora, digamos solamente que pueden conseguir mucho más acercándose a nosotros en su característica manera hostil, más bien que contendiendo con sus… aliados. De cualquier modo, y para continuar, cada una de esas hojas de papel lleva una fecha, así como un informe. Y juntas forman un fascinante cuadro. Poniendo los papeles en orden cronológico encontramos que los mensajes contienen anticipada noticia de todos los movimientos de las tropas y flotas rusas en los últimos meses y hasta en los inmediatos siguientes, así como información de alto nivel sobre los recién lanzados vehículos espaciales rusos y sobre vehículos que todavía han de ser lanzados. Y otra cosa muy interesante, es que las evoluciones militares que fueron referidas con la mayor amplitud y con muchos detalles, eran las que muy bien podían ser interpretadas como hostiles a los chinos. Ahora bien, antes de ir más lejos, quiero saber tu opinión. ¿Qué te sugiere todo esto?
  
  —Demasiado —dijo Nick—. Demasiadas cosas en conflicto. Pero primero de todo, Anderson. El improbable territorio de Cambodia para un americano. ¿Estuvo realmente Anderson allá? ¿Podría haber usado el lugar como una base y descubierto algo en la China roja que no tenía cómo saberlo? No sé cabalmente qué quiero averiguar con esto, pero supongamos que Anderson se las hubiese arreglado para descubrir algo sobre una conspiración china… —Se detuvo por un momento y trató de entresacar algún sentido de todas las teorías que se arremolinaban en su cabeza—… y se hubiesen sorprendido en ello. Quizá no lograsen descubrir cuánto o cuán poco nos había entregado Anderson. Y acaso debido a eso fueron obligados a dejar que la conspiración apareciera a la superficie de repente, con Anderson como el bueno y el Gobierno de Estados Unidos como el malo… para no incorporar una metáfora demasiado sutil.
  
  Hawk mascó la húmeda punta del cigarro y miró a su primer agente otra vez.
  
  —Para decirte la verdad —dijo—, ésa es la última cosa en que pensé. Bien, Carter. Ahora mismo, revisemos todos los hechos a la mano y consideremos todas las posibilidades. Vamos a creer, primero de todo, que hay un traidor trabajando, entre los rusos o entre nosotros mismos…
  
  Humo azul de un hediondo cigarro y humo blanco de un cigarrillo «Players» parecían mezclarse en las pantallas audiovisuales que enlazaban a Washington y Nueva York. Y, cosa bastante extraña, las palabras que pasaron entre los dos hombres eran muy parecidas a las que habían cruzado un grupo de rusos unos días antes, y las posibilidades sugeridas eran casi las mismas. La principal diferencia era que la conversación fue ahora mucho más libre. Hablaron del papel con corondeles de fabricación americana y del modo que podía haber sido robado. Ponderaron las probabilidades de un traidor, americano o ruso, y las descartaron como incompatibles con la evidencia. Discutieron las circunstancias que rodeaban la muerte de Anderson, y convinieron en que la tosquedad del accidente era desconcertante y revelador. Se espaciaron en las posibilidades de una conspiración china y una trampa rusa; y finalmente llegaron a algo parecido a una comprensión del cuadro general. Pero había aún algunas cosas que se resistían a la explicación lógica.
  
  —¿Hemos de preocuparnos tanto —preguntó Nick— por lo que claramente es un problema puramente ruso?
  
  Hawk hizo una seña afirmativa.
  
  —Temo que sí. Un momento; quiero que escuches algo que puede hacértelo comprender —empujó un conmutador de la caja plana encima de su mesa escritorio—. Éste es el delegado ruso Grabov, ensayando el discurso que pronto hará en el Consejo de Seguridad a menos que tomemos medidas inmediatas para…
  
  —«¡Quiten las narices y las orejas de nuestros locales privados!» —rugió una desaforada voz, con fuerte acento extranjero. La cinta de la mesa de Hawk continuó girando mientras la voz rusa hacía pausa para tomar aliento.
  
  —Una repugnante idea, ¿no es verdad? —susurró Hawk—. Como quiera que sea, escucha a Yuri Grabov, dirigiendo la palabra al Departamento de Estado y a mí mismo, con antelación a adicionales ataques públicos, con frases como «los corrientes perros del Imperialismo», y otras por el estilo.
  
  Nick sonrió y bajó el volumen del audífono. Grabov se estaba haciendo oír con voz fuerte y clara.
  
  —«¡El hongo del capitalismo!» —rugía enérgicamente Grabov, animándose para su tarea—. «Una maligna excrecencia que se ha pegado a nosotros, ¡agotando nuestra sangre y envenenando el mismo aire que respiramos! ¿Es ésta la recompensa por nuestra confianza? ¿Es ésta la manera en que Wall Street compensa a la honradez y la generosidad? Puedo recordarles…».
  
  La estridente voz decayó, quedando reducida a tul bajo y maravillosamente melodramático siseo.
  
  … «Puedo recordarles que la Unión Soviética ha adoptado a modo de ensayo una política de pacífica coexistencia con Estados Unidos; una política de prueba, amigos míos, si he de llamarles amigos, que puede ser alterada en el corto plazo de apenas un momento. ¡En el corto plazo de apenas un momento!» —la voz se elevó de nuevo a su gutural rugido, parecido más bien al mugido de un toro—. «¿Y cómo, les pregunto, pueden ustedes esperar que continuemos con esta generosa, demasiado generosa, política nuestra, si ustedes nos espían? No sólo nos espían, sino que revelan nuestras actividades estratégicas a… a… a nuestros amigables rivales de la República Popular China. ¿Pueden explicarme eso? ¡Ah…! ¡Conozco su pregunta antes de que lleguen a hacerla! ¡Hay una respuesta, falsos amigos míos!».
  
  Nick tenía ganas de aplaudir. Este Grabov tenía algo. Una buena voz para hablar, una especial manera de manejar una frase, y un envidiable talento histriónico.
  
  —«Ustedes preguntarán» —inquirió ferozmente Grabov—, «cuáles podrían ser sus motivos tratando de este modo con sus enemigos jurados, nuestros camaradas los chinos. Les respondo. ¡Les respondo de esta manera!».
  
  Hizo una nueva pausa para tomar aliento.
  
  Hawk sonrió ásperamente y soltó un anillo de purpúreo humo.
  
  —Te gustará esto —dijo—. Escucha cuidadosamente.
  
  Nick estaba escuchando, fascinado.
  
  —«¡Es que ustedes están haciendo un doble juego!» —rugió Grabov—. «Por un lado fingiendo abierta amistad con la U.R.R.S., pues eso, efectivamente, es lo que ustedes han estado haciendo, y por el otro, practicando una secreta pero igualmente fingida amistad con los chinos. En su astuta manera, ustedes están sacando partido de las pequeñas áreas de desavenencia que existen entre nosotros y nuestros camaradas chinos. De este modo ustedes tratan de que las grandes potencias comunistas de este mundo se enfrenten unas a otras para sus propios fines tortuosos y sanguinarios. ¡Para sus propios fines tortuosos y sanguinarios!».
  
  Hawk empujó un conmutador y la voz de Grabov se extinguió gradualmente con una airada queja de deformado sonido.
  
  —¡Para nuestros propios fines tortuosos y sanguinarios! ¿Qué me dice usted a esto? —comentó admirativamente Nick—. La mente rusa obra de extrañas maneras, para efectuar sus maravillas. ¿Y a qué atribuye Grabov nuestra notable falta de buen éxito en alcanzar estos alarmantes fines?
  
  —A la honradez y la buena camaradería innatas de las naciones comunistas —dijo Hawk—, y por supuesto a nuestra propia desmaña, estupidez, codicia, y otros defectos demasiado numerosos para mencionarlos. Como quiera que sea, dejemos a Grabov. Eso fue simplemente una muestra. Que te baste saber que el hombre terminó con una retumbante acusación contra nosotros y la amenaza de romper las relaciones diplomáticas a menos que pusiéramos fin sin más demora a nuestra acción de escuchar a escondidas y de revelar secretos.
  
  —Bien, bien, bien —dijo Nick de un modo pensativo, aunque no muy positivamente. Escarbó en el bolsillo buscando un nuevo «Players» y lo dejó bambolear, no encendido, entre los dedos—. He visto al amigo Yuri una o dos veces, aun cuando él no caería, en ello si me viera. Y creo que lo puse bastante bien.
  
  Hawk observaba a su primer agente en la pantalla del audiovisual y estuvo esperando pacientemente.
  
  —En esa cinta —dijo Nick—. Estaba actuando como un loco, Grabov. Haciendo una gran tarea. Pero estaba desempeñando un papel.
  
  —¡Ah! —exclamó Hawk, y soltó el cigarro de la red de los dientes. El suave tono de su usualmente áspera voz reflejaba una pizca de satisfacción—. Tú lo crees así, ¿no es verdad? Ésa es mi impresión, exactamente.
  
  Y eso puede afectar a nuestros planes considerablemente. Sin embargo, tenemos que proceder de un modo que los satisfaga. Vamos a tener que poner fin a esta tarea, ya sea que la empezásemos o no. Lo cual, por supuesto, no hicimos.
  
  Nick se permitió una sonrisa más bien cínica.
  
  —Esperaría que no, porque no parece que esté resultando demasiado bien. Confío en que han descubierto nuestra fuente de fresca información en su Embajada de Washington.
  
  —Ciertamente, no —dijo Hawk, agraviado por la indicación—. Tan pronto como empezamos a recibir sus quejas sobre supuestos micrófonos escondidos, tomamos inmediatas medidas para protegernos. Pero no nos las arreglamos para encontrar alguna prueba de que algunos otros estuvieran escuchando.
  
  —Quizá nadie lo esté haciendo. —Nick retrocedió a un orden de ideas que había estado considerando horas antes—. Grabov estaba representando; quizá toda la cosa sea una representación. ¿Qué motivo real tenemos para creer que en modo alguno haya secretos aparatos acechantes? ¡Y en sus propias oficinas principales, de todos los lugares! A mi parecer, creo que están mintiendo solapadamente.
  
  —No es imposible. Convengo en que hemos de tenerlo bien presente. Pero por diplomacia —o cualquier cosa que quede de ella— hemos de proceder partiendo de la suposición de que están diciendo la verdad —una expresión ligeramente apenada se extendió par el semblante de Hawk—. Sé que es una idea poco agradable, pero nos conviene. Hasta puede ser quizás una oportunidad, ¿quién sabe? Si lo manejamos bien, tal vez podamos servirnos de este incidente con considerable provecho.
  
  Nick emitió un sonido de escepticismo.
  
  —Apuesto a que eso exactamente es lo que ellos están diciendo, si suponemos que no urdieron todo el asunto desde el principio. Pero aun cuando sean sinceros, aun cuando realmente crean que esto es alguna conspiración extraña que nosotros hemos tramado, ¿no se les ha ocurrido que si tuviéramos acceso a esta misma información esencial, la guardaríamos para nosotros mismos y no la pasaríamos a nadie? Quiero decir, ni siquiera a nuestro amigos más queridos, los comunistas chinos, por muy apacibles que sean. Ciertamente han de darse cuenta de que esta información sobre los asuntos rusos valdría mucho más para nosotros que ninguna especie de disensión que pudiésemos ocasionar entregándola, por muy tortuosos y sanguinarios que seamos.
  
  —Parece habérseles ocurrido. —Hawk miró al apagado cigarro con ligera sorpresa—. Y ésa puede quizá ser la razón, o una de las razones, por la cual han accedido a dejamos enviar un hombre a Moscú para hacer investigaciones allí mismo. Un hombre de la AXE, por supuesto. Les gusta ver que tenemos bastante cuidado de enviar a los mejores.
  
  —Yo —dijo modestamente Nick.
  
  —No. —Hawk sonrió tenuemente y observó a Carter, que trataba, casi con buen éxito, de mantener la expresión de sorpresa fuera de su rostro—. Enviará a Sam Harris.
  
  «¡Qué diablos!». —Nick sintió la ola de enfado ascender y casi cruzar el cuello de su camisa—. «No importaba quién fuera allá, pero después de dejar a Robyn esperando y escuchar toda esta palabrería… ¡por Dios!».
  
  —¿Sam Harris? —dijo llanamente—; Un hombre experto. No los hay mejores. Pero ¿por qué llamarme a mí, si él es el que va?
  
  —Un hombre muy experto —repitió Hawk, mascando el cigarro—. Un poquito ostentoso, pero eso es lo que ellos estarán suponiendo y hemos de darles lo que están esperando. Van a permitirle residir en nuestra Embajada y dirigir investigaciones entre nuestra propia gente allí y hasta entre los suyos, con el entendimiento de que uno de sus propios agentes será destinado a trabajar con él. Hemos acordado que su agente acompañará a Harris todas las veces que él salga de la Embajada para hacer indagaciones o seguir cualquier indicio.
  
  Si el jefe de la AXE vio el gesto de disgusto de Carter, prefirió no hacer caso de él.
  
  —Naturalmente, no quieren tener un hombre de la AXE suelto por Moscú, por tanto está entendido que su agente lo recogerá en el momento en que salga de la Embajada y permanecerá con él adondequiera que vaya. Si no hay estricta adhesión a esto, el convenio quedará deshecho. Y eso será el fin de todo —se detuvo para avivar el apagado cigarro.
  
  —¡Bien, mucha suerte para Sam Harris! —dijo Nick—. El hombre es experto, pero ninguno vale tanto. Si descubre algo bajo esas condiciones, es doblemente lo listó que yo podría jamás esperar ser. Y no sólo eso; con un agente de la SIN siguiendo sus pasos en cada centímetro del camino, va a ser casi tan discreto como una bailarina de Can-Can en el mausoleo de Lenin. ¡Harris no tiene una oportunidad en absoluto!
  
  —Así es —dijo Hawk, echando bocanadas diligentemente—. Pero ése es el acuerdo y nos atendremos a él. «Atenernos a él…, no apegarnos a él». Por tanto, enviaremos dos hombres. Tú, por supuesto, serás el segundo hombre. Y las condiciones no se aplicarán a ti.
  
  —Comprendo —dijo Nick, sosegándose—. Los rusos ni siquiera sabrán que estoy allí, ¿no es eso?
  
  —Más o menos… —Hawk miró el flojo cigarro, como si éste le estuviese revelando algo de la más seria importancia—. Lo sabrán al principio, pero no después. Nos las hemos arreglado para sacarles una concesión. Podemos meterte a ti en el país por unos cuantos días como un técnico en electrónica…, en tanto que te portes bien mientras estés allí y salgas quietamente cuando se espera que lo hagas. Con la reclamación de que a nosotros también se nos está escuchando secretamente con adecuados aparatos, hemos logrado que accedan a dejar que examines nuestra Embajada en Moscú en busca de señales de aparatos registradores. No fue muy difícil; nosotros hemos consentido en que un técnico electrónico ruso examine su Embajada en Washington, por tanto el protocolo prácticamente persiste para que procuremos que un hombre registre nuestra Embajada en Moscú. Por lo cual, tú acompañarás a Harris. Más tarde, cuando hayas «salido» de Moscú, serás completamente independiente, por supuesto. Harris no te conocerá. Nadie te conocerá. Tú no tendrás protección, ni certeza de seguridad, y sí… todas las probabilidades de encontrarte con dificultades. Y bajo esas condiciones espero que descubras tan pronto como sea posible cuál es la solución de nuestro problema. ¿Entendido?
  
  —Por completo —dijo alegremente Nick—. Se parece a todas las tareas que he hecho siempre para la AXE.
  
  Hawk le escudriñaba con estrechados ojos, y negligentemente tiró de un pellejudo lóbulo de la oreja.
  
  —Eso debiera hacerte sentir en tu elemento —dijo secamente—. Ahora bien. Cuando hayas arreglado tus asuntos en Nueva York —y Hawk tenía una idea bastante clara de lo que usualmente eran—, quiero que vengas aquí tan aprisa como sea posible y examinaremos cuidadosamente todos los datos. La redacción te proveerá del necesario expediente de la personalidad y el medio de cambiar rápidamente de aspecto. Harás tu posterior y no oficial tarea en Moscú bajo el disfraz de Ivan Alexandrovitch Kokoschka. Pero llegarás allí como Tom Slade, técnico en electrónica.
  
  Las cejas de Nick se elevaron rápidamente hacia la línea de su cabello. No era con frecuencia que se le pedía que usase la identidad de otro agente de la AXE como una cubierta para una misión.
  
  —Pero Tom Slade está ya en Moscú —dijo lentamente.
  
  —En efecto —dijo Hawk, pareciendo estar satisfecho de sí mismo—. Pero los rusos no lo saben. Ahora bien. ¿Alguna observación antes de que nos reunamos con Harris?
  
  Había una docena de cosas que Nick quería decir y otras tantas preguntas que hacer. Casi la totalidad de ellas quedarían pendientes hasta que él hubiese revuelto toda la rara trama en la mente y colocado los puntos de discusión en orden lógico. Pero había una cosa que le fastidiaba más que ninguna otra. Se movió inquietamente y aplastó el cigarrillo.
  
  —Todavía creo que se nos está llevando en coche a dar un paseíto para asesinarnos luego. No me gusta ceder a los atractivos de una conspiración. Y «es una conspiración».
  
  —Hawk inclinó la cabeza vivamente y empezó a amontonar los papeles de encima de la mesa escritorio en pilas aún más ordenadas.
  
  —¡Claro qué lo es!, por supuesto —dijo—. Pero ¿una conspiración de quiénes?
  
  
  
  
  
  3 - Los cuatro camaradas
  
  
  —ÉSE DEBE SER el comité de recepción —dijo Sam Harris—. Ahí está Hubbard, de la Embajada, el tenaz compañero, hablando a… ¡a la famosa!
  
  Se detuvo en su descenso a lo largo de la escalerilla del «TU-104» y miró de un modo apreciativo al grupo situado en el borde del pavimento del cemento del aeropuerto.
  
  —¡Acérquese allí, amigo! —dijo Nick, en una voz que copiaba exactamente la del agente de la AXE, Tom Slade. En verdad, él era un duplicado de Tom Slade—… O eso, o apártese. No es cortés tenerles esperando… Yo cumplimentaré a la de la derecha, dicho sea de paso.
  
  —No —dijo enfáticamente Sam, dando un paso adelante—. Usted no se arrime, Tovarich; yo soy el que se queda aquí y tomo mis derechos de colono por adelantado. Y eso significa que yo cumplimento a la muchacha. Usted puede agasajar a la gordinflona.
  
  —¿Qué? ¿Y dejar que esa encantadora criatura caiga en manos de un zafio como usted? Nunca me perdonaría a mí mismo. —El hombre que se parecía tanto a Tom Slade que hasta la propia madre de Tom le habría recibido con lágrimas de alegría, aceleró el paso y alcanzó a Harris.
  
  Hasta el modo de andar era un duplicado de la pisada firme de Slade.
  
  —… Además —añadió Nick—, usted siempre ha dicho que le gustan las mujeres llenitas. Ahora tiene su ocasión.
  
  —Humm… —Sam alargó el paso hacia el grupo que estaba esperando—. La hipopótamo ya ha puesto los ojos en usted, y yo que usted no la contrariaría. Oiga, realmente han salido en tropa para recibirnos, ¿no es cierto?
  
  —En efecto.
  
  La penetrante mirada de Nick escudriñó el área de recepción del Aeropuerto de Moscú, separando a los que les daban la bienvenida de los que les vigilaban. Indudablemente algunos de los de la recepción formaban el equipo normal para estas obligaciones, pero era igualmente seguro que había varios que habían sido destacados para vigilar a los recién llegados. En primer lugar aparecía Elwyn Hubbard, dela Embajada americana, conocido como un hombre sumamente instruido y concienzudo, en buena disposición para con los rusos pero todavía no totalmente seguro en sus relaciones con ellos. A su lado, la muchacha a la cual Hubbard estaba hablando, una morena alta con cuerpo de diosa y un rostro tan pasmosamente bello que todos los hombres del aeropuerto empezaron a respirar un poco más aprisa y a farfullar entre dientes para sí… La segunda mujer los hacía musitar también, pero en términos del todo diferentes.
  
  Era imponente: un metro ochenta de estatura, o más, con anchos y temibles hombros y un busto tan grande y disforme que era imposible determinar dónde empezaba la cintura. El conjunto de estameña azul semejante a un saco, y unos zapatos de tacón bajo del tamaño de una barca, completaban la impresión que ella daba de una gigantesca y sádica guardiana empuñando el látigo en una cárcel de mujeres. En su abrumadora presencia, los dos hombres de severo aspecto y delgados labios que estaban uno a cada lado de ella quedaban empequeñecidos, reducidos a la insignificancia. Además de este extrañamente variado grupo había cuatro hombres que procuraban, sin lograrlo, parecer como si no tuviesen nada que ver con él. Nick reconoció a la ralea que estaba a la vista. No era la primera vez que veía a hombres de la MVD procurando parecer indiscernibles.
  
  —Realmente nos están dando el trato de «carpeta roja», ¿no es cierto? —susurró Nick, observando al hombre de la Embajada, mientras éste se separaba del grupo y se dirigía apresuradamente hacia ellos.
  
  Sam le lanzó una mirada de disgusto.
  
  —Si usted no sabe decir algo talentoso, por favor, no diga nada en absoluto Y si tiene deseos de hacer comentarios sobre los arenques ahumados, le ruego… ¡Ah, señor Hubbard! Qué amable es usted viniendo a recibirnos. Y qué solícita la encantadora señorita al venir aquí para hacemos sentir verdaderamente bienvenidos. ¿Cómo está usted…?
  
  —Todo en su momento —atajó firmemente Hubbard—. Ha de mantenerse un cierto protocolo en estas cosas. Harris… Slade… —Su mano salió rápidamente y estrechó la de los otros—. Me alegro de que estén aquí. Pero permítanme presentarles a los… los funcionarios con los cuales ustedes trabajarán. Primero de todo, los camaradas Ostrovsky y Stepanovich…
  
  —¡Basta de cumplidos! —soltó Ostrovsky con displicencia—. No hay necesidad de afectación entre nosotros. Todos sabemos que ustedes están aquí para salvar el amor propio de América. Vámonos a los coches. Ya hemos perdido bastante tiempo.
  
  Se desvió de repente y penetró en un paso que conducía a un solar de aparcamiento para personas muy importantes.
  
  —Sí, realmente, hay mucho trabajo —dijo seriamente Stepanovich—. Con el permiso de usted, señor Hubbard, todos iremos ahora a la Embajada. En adelante la camarada Petrova permanecerá en contacto con el señor Harris, y la camarada Sichikova servirá de guía al señor Slade todas las veces que él salga de la Embajada. Ahora vámonos…
  
  —¿Cómo es eso? —dijo Sam—. ¿Qué camarada me acompaña a mí?
  
  —La camarada Ludmilla Petrova —dijo pacientemente Stepanovich—. Ya he explicado que puesto que el señor Slade es nuevo en la Unión Soviética hemos escogido para él un a guía-intérprete que sea verdaderamente experto transmitiendo nuestras costumbres, nuestras necesidades, nuestra cultura, nuestra historia, etcétera, etcétera… Nada de esto es necesario para usted. La especialidad de la camarada Petrova es la tarea de enlace en materia de información, y por tanto ella trabajará con usted. ¿Está claro?
  
  —¡Oh, sí, sí!
  
  Sam resolló dichosamente, y miró a la muchacha de los ojos violáceos. A Nick le dio un salto el corazón. ¡Maldito sea! Al fin y al cabo, Sam se las había arreglado para quitarle el hacha de guerra. Después de repensarlo, comprendió que no era del todo justo; Sam no había tenido nada que ver con ello. Pero no obstante… Y mientras Nick lanzaba una viva mirada a la enorme Valentina Sichikova, Sam le miró y le guiñó un ojo. Nick le volvió la espalda.
  
  —Bien, pues, Ludmilla —dijo alegremente Sam—. Podríamos también no perder tiempo en nuestras relaciones. Al fin y al cabo, voy a estar en Moscú por algún tiempo…
  
  —Así lo entiendo —dijo la muchacha con esquivez—. Pero, con permiso de usted, no se dirija a mí tan libremente por mi primer nombre. Ello es contraproducente a unas formales relaciones de trabajo.
  
  Nick observó que la muchacha andaba como una hermosa gata, y sus bellos ojos eran semejantes a los de una siamesa, cautelosos, vigilantes y maldispuestos a ofrecer cordialidad a un extranjero.
  
  —Todo lo que usted diga —concedió Sam. Caminaba al lado de ella como un cortesano, siguiendo a Stepanovich a su paso por la puerta y seguido a su vez de Nick y la camarada Sichikova—. ¿Señorita Petrova? ¿Camarada Ludmilla? Lo que usted diga. Incidentalmente, usted es con mucho la muchacha rusa más encantadora que yo haya conocido jamás. La muchacha más hermosa, en verdad. Dígame, ¿qué está haciendo una muchacha como usted…?
  
  —… ¿En un lugar como éste? —concluyó la joven por él—. No es importante, camarada Harris. Tengo mi trabajo, como usted tiene el suyo. Y le recuerdo lo que Alexei Stepanovich le ha dicho hace unos momentos. Hemos de trabajar juntos, y no ocuparnos en ociosa y vana charla. Esto es improductivo. También ne kulturny.
  
  —¿No culto, señorita Ludmilla? No puedo creer que pueda llamarse inculta a esa conversación amigable…
  
  Sam continuó probando… Nick embebía cada palabra mientras Sam los seguía por el pasaje, con la pomposa y corpulenta camarada marchando a su lado…, y consideraba cuánto más lograría si él tuviese las oportunidades de Sam Harris con respecto a esa hermosísima, aplicada y fría muchacha. Los icebergs, lo sabía, —los icebergs femeninos— podían ser como lava candente cuando se derretían. Suspiró involuntariamente. Su guía le dirigió una turbia mirada, aunque él estaba demasiado absorto para advertirla.
  
  Salieron del pasaje y se encaminaron a una hilera de coches manejados por otro grupo de hombres de la MVD, ésta vez aparentando ser honrados conductores, y en el refrescante aire de la tarde de verano rusa Nick oyó a la muchacha decir sosegada pero firmemente:
  
  —Basta, Harris. Seamos afectuosos por supuesto cuando debamos estar juntos, pero no se engañe en lo tocante a que seamos amigos. Veo que es cierto lo que hemos oído decir acerca de los decadentes occidentales; ustedes hablan como los seres estúpidamente soñadores de una endeble historieta de revista, y no me gusta tal habla. No es varonil. Por tanto usted no es hombre, Harris…
  
  La muchacha dijo alguna otra cosa, pero Nick ya se había cansado de escucharla.
  
  —En eso ella es injusta —dijo en voz alta, a nadie en particular—. Sam Harris podrá ser muchas cosas, pero ciertamente no es ni decadente ni estúpidamente soñador y es un hombre. Por Dios, espero que Sam se las arregle para demostrárselo antes que haya acabado con su trabajo.
  
  Valentina Sichikova se paró en seco en su camino, igual que un tanque cogido en una trampa de arena.
  
  —¡Yo lo espero también! —rugió ferozmente—. ¿Debe una mujer ser tan poco amistosa para con un visitante de nuestro país? ¿Por qué esta frialdad, eh?
  
  —No sé —dijo Nick—. Todo lo que puedo decir es que me parece ser muy ne kulturny por su parte.
  
  —¡Eh, eh, Slade, me agrada usted! —la gruesa mano de la camarada Sichikova golpeó el pecho de Nick como un ariete—. ¡Usted incluye algo ahí, amigo mío! —bajó la voz hasta convertirse en el retumbar de un trueno cercano—. Usted cree que la pequeña Ludmilla podría ser más mujer, ¿no?
  
  —Bien, sí —confesó Nick, observando a los otros mientras entraban en los coches y preguntándose qué sería correcto decirle a esta enorme, abrumadora y de repente sorprendente criatura—. La muchacha es muy hermosa, pero no es muy… amigable.
  
  La estruendosa risa de la camarada Sichikova resonó como un cañonazo por el solar de aparcamiento.
  
  —Veo que estamos de acuerdo sobre un tema al menos —vociferó alegremente—. Esa hermosura debiera tener cordialidad para hacerla subsistir. ¡Pero deje que, el que se le haya asignado «la Bestia» en vez de «la Bella», sea un consuelo para usted, camarada!
  
  Aporreó amistosamente a Nick en la espalda con golpes que habrían sido mejor empleados para derribar un árbol a tajos. Nick se atiesó y conservó el equilibrio.
  
  —Hagamos un acuerdo ahora —prosiguió Sichikova—. No soy hermosa, pero soy buena compañera —su voz cayó a un nivel casi normal, aun cuando todavía sonaba como el distante retumbar del trueno, y sus enormes manos se posaron pesadamente sobre los hombros de Nick—. Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarle, la haré. Usted trabaja, y yo estaré presente, y no le estorbaré.
  
  Sus hombros se agitaron fuertemente, y el grande y disforme busto tembló como inmensa y coriácea gelatina.
  
  —… Aun cuando es muy difícil para alguien de mi corpulencia no servir de estorbo a veces, ¡ho, ho, ho! Pero podemos ser amigos, e investigar juntos, y algunas veces reír juntos, ¿no?
  
  Nick examinó el rostro que estaba tan cerca del nivel del suyo, y se preguntó por qué al principio se había dejado llevar por la creencia de que era antipático sólo porque su dueña era enorme, y gruesa, y rusa, e iba extrañamente vestida. Los pardos ojos estaban llenos de inteligencia y agudeza, y la dorada sonrisa era afectuosa y, de algún modo, suplicante.
  
  «¿Guardiana de cárcel? ¡Tonterías! Era una corpulenta y tosca campesina con un grande y buen corazón, y aun cuando se le hubieran dado instrucciones de que se mostrase amigable; había algo sincero y singularmente atrayente en ella».
  
  Ciertamente, le agradaba.
  
  —A Dios gracias —dijo—, la he sacado a usted en vez del iceberg —le sonrió y vio los brillantes ojos de la campesina chispear de gozo. Puso firmemente la mano izquierda sobre el hombro de la mujer—. Seamos amigos —dijo vivamente—. Investigar, sí. Y reír con tanta frecuencia como podamos —alargó el brazo para coger la gruesa mano derecha de la campesina, y la apretó afectuosamente—. Me alegro mucho de conocerla; camarada. ¿Puedo llamarla Valentina?
  
  Valentina Sichikova se estremeció de risa.
  
  —Todo lo que usted diga. Lo que usted diga. Cuándo era una niña, mi familia me llamaba Valya; pero eso es más bien un exiguo nombre para mí ahora, ¿eh? Usted llámeme lo que quiera, amigo mío, en tanto que no seamos rígidos y formalistas el uno con el otro…
  
  Uno de los coches lanzó un impaciente bocinazo.
  
  —¡Bah! ¡Interrupciones, interrupciones! —graznó irascible Nick—. Más vale que nos unamos a los otros, o pensarán que estamos estableciendo una tarea romántica.
  
  —¡Romántica! ¡Ho, ho, ho!
  
  Valentina Sichikova río entre dientes todo el camino hasta el coche y aún una o dos veces en el camino a la ciudad.
  
  Sam Harris y Ludmilla Petrova cambiaron pocas palabras durante el recorrido en coche. Sam probaba; Ludmilla lo excluía tratándole con frialdad. Pero Valentina Sichikova era una mina de fascinante información. Hablaba con conocimiento y entusiasmo sobre su país y sus habitantes, y con una riqueza de expresión que tenía a Nick escuchándola con interés y gozo verdaderos. De vez en cuando Sichikova hacía una pausa para tomar aliento y reflexionar; luego, hecha la reflexión, se estremecía de silenciosa risa, y rompía la quietud con una historia encantadoramente chispeante sobre algún zar de tiempos pasados y sus reprensibles lances.
  
  —¡Es una bomba! —gimió amargamente Sam—. Es Positivamente hermosísima y estoy loco por ella, pero para un ser humano ella es una bomba que no llega a explotar, un escurridizo buscapiés. Ya es bastante enojoso que me siga a todas partes mirando a su nariz, repitiendo todas las malditas reglas de seguridad de su gente y diciéndome cuán ne kulturny soy, pero lo que me está sacando de quicio es su cruel actitud. Actúa como si yo oliese a algo…
  
  —Quizás huela usted —dijo Nick—. Y tenga cuidado con su lenguaje. La muchacha tiene toda la razón, ciertamente es usted un inculto.
  
  —Sí pero no estoy llegando a ninguna parte —dijo desesperadamente Sam—. Ni con respecto al trabajo, ni con respecto a ella. Por supuesto, usted tiene razón: la muchacha parece humana, lo cual es más de lo que yo pueda decir en apoyo de su opinión.
  
  En cambio Nick estaba muy satisfecho con Valentina. Era perspicaz, alegre; además, estaba bien informada y era útil; y los dos se llevaban muy bien, como un par de viejos camaradas inclinados sobre una olla de té ruso.
  
  La única inconveniencia era que ello iba a hacer tanto más difícil para él salir. O no salir, lo cual se ajustaba más al caso.
  
  Todo su trabajo oficial había de ser hecho en el espacio de las paredes de la Embajada, por tanto no había ningún verdadero motivo para qué tuviese mucho contacto con Valentina. Por otra parte, lo que tenía que hacer se hacía pronto, de modo que tenía tiempo para pasarlo con ella, y agradecía enormemente la oportunidad que esto le ofrecía. En el corto espacio de tres días, Valentina le pintó un cuadro tan vivido de su querida Moscú y sus tesoros artísticos, que Nick casi compensó la prisa de su investigación. Sin saberlo Stepanovich y apenas ningún otro, Nick había estado en Moscú antes. Pero los tiempos cambian, la gente cambia, las misiones diplomáticas cambiaron; y esta vez tenía verdadera necesidad de lo que le revelaba Valentina. De vez en cuando la camarada rusa se metía en un comentario asaz perceptivo sobre la política americana o hacía una sutil e inteligente observación sobre cuestiones relacionadas con la electrónica, pero generalmente actuaba como una jovial guía de turismo, con un muy desarrollado instinto maternal.
  
  —No la cotleta pojarski, camarada Tom —le advertía en un enorme susurro que podía oírse desde su mesa hasta el mismo interior de la cocina del restaurante—. No en este sitio. Le recomiendo la koulebiaka ¡Ah, si usted tuviese más tiempo! ¡Le haría una comida como jamás haya tenido usted!
  
  Sonriendo abiertamente, los ojos resplandecientes de recuerdos, describía su vida en el campo, cuando niña, y los maravillosos platos que su madre y sus diversas tías le habían enseñado a preparar. Sus pintorescas expresiones evocaban un cuadro de festines tan del estilo de Los viajes de Gulliver, de Swift, que hasta a hombres más enérgicos que Nick se les hubiese hecho ceder. Valentina solía mirarle y rugir de risa.
  
  —Demasiado, ¿eh? No si una crece acostumbrada a ello, amigo mío. Pero no se preocupe; cuando algún día guise para usted, no será para una familia de diez; será sólo para usted. Un plato para usted, cuatro platos para mí, ¿eh? ¡Ho, ho, ho!
  
  Así, mientras que Sam Harris era acompañado constantemente por la alta, fría y callada Ludmilla, quién le estaba lentamente sacando de quicio de pura frustración, Nick se instruía sobre la comida y la bebida, las calles, museos y cafés del nuevo Moscú, posterior a Kruschev. Y Valentina estaba adquiriendo mucha información sobre los restaurantes de gastrónomos, los automáticos y los supermercados de Los Ángeles y Nueva York.
  
  Fue poco antes de que saliera, que Nick entregó sus hallazgos de la Embajada a Sam Harris.
  
  —No comprendo. —Sam palideció—. ¿Dónde encontró esto? ¿Por qué no lo hallé yo? ¿Significa esto que la tarea ha acabado?
  
  Nick meneó la cabeza tristemente.
  
  —Sam, muchacho, usted está en decadencia. Lo encontré en el despacho del embajador, escondido en el precinto de encima de la chimenea francesa. Todos los otros debieron haber sido quitados antes de que llegara, pero supongo que, por las prisas descuidaron éste. No se les puede culpar, realmente. ¡Había tantos de ellos! Y por supuesto no debía de hallarlos. Usted ha tenido demasiado en qué pensar. Me voy mañana, Sammy, pero usted se queda, ¿recuerda? Cuide, pues, de este pequeño artefacto hasta que haga su informe. Todo lo que quiero del chisme es esta diminuta parte como recuerdo. Puede ser útil algún día. ¿Convenido?
  
  —Ciertamente. —Sam hizo una seña afirmativa—. Pero escuche, si usted estuviese en mi lugar, ¿cómo manejaría a Ludmilla? ¡Le digo que la muchacha me está exasperando!
  
  Nick le explicó brevemente lo que creía que Sam podía hacer con Ludmilla mientras él desenroscaba su bolígrafo y metía el diminuto tubo transistor en el compartimiento hueco del cañón.
  
  —Por lo que toca a la tarea —concluyó—, no tiene que preocuparse por Petrova. Muévase tanto cómo pueda. Investigue como un loco. Que ella vea con qué ahínco está usted trabajando. No tiene que tratar de hacer nada a escondidas; eso es de mi incumbencia. Pero, ciertamente, procure persuadirles de que le otorguen el permiso para recorrer los compartimientos de la oficina principal, aunque tenga que prometerles un viaje de ida y vuelta por la C.I.A. Hágase oír. Insista. Sea tenaz. Dígales que si usted no logra entrar, no puede garantizar el buen éxito de su misión. Auxiliará si usted efectivamente logra entrar, pero aun cuando no lo consiga, su acción les tendrá con la atención puesta en usted.
  
  —Sí, tengo una media promesa de treinta minutos para el próximo martes —dijo pensativamente Sam—. Pero, por favor, resuelva este problema por todos los medios posibles, pero no lo haga con demasiada rapidez. Concédame tiempo para ablandar a Ludmilla.
  
  —Usted es un decadente cerdo capitalista —dijo austeramente Nick—, y es su deber anteponer la tarea asignada a todas las consideraciones personales. Sin embargo, creo que puedo prometerle suficiente tiempo para ablandar a la muchacha si es que ella va a ser ablandada de algún modo. En primer lugar, no olvide que el deber de Ludmilla es acompañarle adondequiera que usted vaya, y yo creo que con un poco de imaginación usted podría servirse de eso con ventaja. En segundo lugar, no voy a poder obrar demasiado aprisa. Tengo mucho trabajo controlado que terminar, antes de que empiece con el verdadero.
  
  La última parte del trabajo controlado se efectuó en el Aeropuerto de Moscú, al día siguiente. Su buena amiga Valentina estuvo haciéndolo tan difícil como él había temido que lo haría. El «ZIS» conducido por un hombre de la MVD los dejó en el solar de aparcamiento para personas muy importantes y los dos —el talludo espía americano y la formidable mujer de la Oficina de Información rusa— entraron juntos en el vestíbulo. Se conocían muy bien ya: el porte, el habla, el color de los ojos, la cordialidad del apretón de manos, los pequeños amaneramientos; y eso era lo que lo estaba haciendo tan difícil. Además, Valentina estaba triste por su marcha.
  
  —No esté aguardando —le dijo Nick, esperando contra toda esperanza que la mujer no lo haría—. Sé que no es divertido rondar por un aeropuerto despidiendo a una persona. ¿Por qué no vuelve a la ciudad y redacta su informe?
  
  Valentina le dio un manotazo en la espalda.
  
  —¡Ho, ho! ¡Porque las órdenes que tengo son de estar aquí para despedirle, amigo mío! Además, yo quiero hacerlo. Dígame, camarada Tom, ¿le ha gustado su estancia en Rusia? Por supuesto, Moscú no es toda Rusia, pero…
  
  El tiempo pasaba inexorablemente, y Nick no podía arreglárselas para escaparse por un momento o persuadir a Valentina a dejarlo por un segundo. Se alegraba y lo sentía. Necesitaba llenar el tiempo, pero no quería matarlo. Tomaron café muy malo en un mostrador y escogieron revistas. Nick compró pequeños recuerdos y obsequió a Valentina con un menudo regalo de despedida. Finalmente, se pararon en un sitio desde el que Nick podía observar el lavabo de los hombres y desde donde podría hacer una rápida carrera hacia él, como si fuera bajo una necesidad de último momento.
  
  Nick estaba observando la puerta, cuando las enormes manos de la camarada Valentina escarbaron en un bolso del tamaño de una cesta de mercado y salieron con una libreta y bolígrafo. La mujer escribió rápidamente por un momento, arrancó una rayada hoja, y la entregó a su compañero.
  
  —Tenga —dijo en su resonante voz—. Ahí está mi nombre: Valentina Sichikova. También mi dirección y el número del teléfono. Si alguna vez vuelve, camarada, y acuérdese que prometió que algún día comería en mi casa, conmigo, entonces, por favor, llámeme. No me olvide, ¿eh?
  
  —Jamás —dijo sinceramente Nick—. Eso sería imposible.
  
  El gran reloj del vestíbulo indicaba que faltaban quince minutos para la hora de partida. Nick empezó a experimentar una extraña sensación en el estómago, acarreada por la pequeña píldora que había tomado antes de salir de la ciudad. El sudor brotó de repente de su frente. Fue entonces que vio a una familiar figura entrar en el lavabo, no porque el hombre fuese alguien que él conociera, sino porque Nick había observado ese rostro y ese cuerpo durante muchas horas antes de salir de la oficina principal de la AXE, ¡y el propio Nick había sido cuidadosamente aleccionado por el Departamento de Redacción de Hawk para convertirse en ese hombre!
  
  Una estridente voz del altoparlante avisó que el avión de Nick estaba cargando en el Portillo 12.
  
  —Bien, camarada Tom —empezó vivamente Valentina, y se detuvo. Su grande y redonda cara de campesina tomó una expresión, de enorme ansiedad—. ¡Amigo mío! ¿Qué le pasa? ¿Está malo?
  
  —Es ridículo. —Nick forzó una débil sonrisa—. Lo siento. Pero… estuve una vez en un accidente un poco desagradable y los viajes aéreos me excitan los nervios. Mire, ¿tiene inconveniente…? Maldita sea. Llevo conmigo unas píldoras que puedo tomar. Dejaré la maleta aquí mismo, ¿está bien? —su cabeza giró alrededor ansiosamente, como si buscase el lugar apropiado—. Pero ¿dónde está ése…? ¡Oh, allí! Espéreme.
  
  Acarició el brazo de Valentina y se alejó.
  
  —¡Dese prisa, camarada! —dijo impaciente la mujer—. ¡Los aviones no esperan!
  
  —Me daré prisa —gritó Nick, por encima del hombro. Y fue hacia el lavabo corriendo, sintiéndose tan necio como si realmente tuviese miedo de volar.
  
  La camarada Valentina Sichikova le observaba mientras él se alejaba. Había una expresión extrañamente enigmática en sus perspicaces ojos de campesina.
  
  
  
  
  
  4 - Doble confusion
  
  
  ERA UNA NUEVA MEJORA en el Aeropuerto de Moscú.
  
  El recién estrenado aditamento a los servicios de los hombres, era un compartimiento que constaba de particulares cuartitos suficientemente espaciosos para afeitarse y mudarse uno la camisa y los calcetines antes de seguir viaje. El hombre al cual Nick estaba remedando, el verdadero Tom Slade, alias Ivan Kokoschka, había recibido, varios días antes, instrucciones por conductos muy secretos que sólo eran usados para asuntos de la mayor urgencia, y en este momento, él tenía que estar en el tercer cuartito de la izquierda, en ropa interior, después de haberlo inspeccionado a fondo en busca de ocultos micrófonos.
  
  Ahora el anexo parecía menos perfecto de lo que pareciera serlo antes de que la sala estuviese llena. Ciertamente, no había una compacta fila de hombres esperando para entrar en cualquiera de los cuartitos, pero había bastante movimiento de aquí para allá para hacer difícil que un hombre escogiese el cuartito que quisiera.
  
  Nick hizo una rápida inspección a lo largo de la hilera de puertas, como si estuviese buscando un letrero que dijera LIBRE. Cuando llegó a la tercera puerta de la izquierda se detuvo en frente de ella y miró a la cerradura con vacilación, como si no estuviese seguro de si el pequeño letrero decía OCUPADO o LIBRE. Una rápida mirada alrededor le mostró que los otros estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos para prestarle atención. Rápidamente, dio la señal llamando a la puerta —tum-ti-tum-ti-tum-ti-tum— y esperó a que el pasador se corriese.
  
  La voz que contestó no era ciertamente la de Tom Slade. Era una voz rusa, exasperada.
  
  Nick blasfemó para sí. Se había preocupado por aquella eventualidad y hubiera querido que Tom llegara allí temprano. Pero, —pensaba amargamente— mentes más juiciosas que la suya habían prevalecido, sustentando la teoría de que cualquiera que rondase demasiado por un lavabo ruso, forzosamente habría de llamar la atención. Ahora era él el que iba a llamar la atención. Difícilmente podía recorrer toda la hilera de puertas golpeando con esos golpes rítmicos mientras Valentina estaba esperando y extrañándose, y todos los hombres allí en el lavabo se volvían y miraban con curiosidad…
  
  Anduvo despacio hasta más allá de las puertas, silbando la canción no oficial de la AXE. «Lizzie Borden cogió un hacha», trinó impaciente, dando un vistazo al reloj, «…y dio a su madre cuarenta golpes…».
  
  Cada puerta que se abría con un golpe seco mientras Nick pasaba, soltaba un hombre. Ninguno de ellos era Tom.
  
  Nick era el segundo que había llegado a la última puerta cuando un ruido adentro les advirtió que iban a desocupar el cuartito. Un zapato cayó al suelo y un pasador sonó con golpe seco. Pero la puerta no se abrió. El hombre que estaba delante de Nick se volvió con esperanza y esperó a que saliera alguien. Nadie salió… Estuvo esperando. Nick también… Pasó un minuto entero… El hombre desistió y se fue…
  
  Nick aguardó unos segundos más para asegurarse de que no le estaban observando. Si éste resultase no ser Tom…
  
  Echó mano al pequeño tirador de metal, empujó la puerta, y se introdujo de prisa.
  
  Sí, era Tom; estaba desvestido, con sólo su ropa interior rusa, y parecía nervioso.
  
  —Lo siento —susurró—. El gabinete estaba tomado y yo no podía esperar más…
  
  —Faltan nueve minutos para la salida del avión —siseó ferozmente Nick, quitándose la chaqueta de un tirón y desabrochándose los pantalones.
  
  Observó que Tom había cubierto el espejo con su chaqueta y desenroscado la bombilla de la luz principal. Probablemente no era necesario, pero era bueno tener cuidado.
  
  —¿Dónde está el resto de sus cosas? —preguntó confusamente, alargando a Tom su camisa.
  
  Tom empezó a vestirse furiosamente.
  
  —Los chismes de maquillaje, en los bolsillos de la chaqueta. La cartera, ahí en el suelo. En ella están los apuntes para mi manuscrito —«el manuscrito de Ivan Kokoschka»— y toda la información de última hora en que pude pensar. También una llave de mi habitación —se puso los pantalones de Nick—. Encontrará otra ropa en el local, ropa interior y mis pobres pertenencias. También libros, que tendrá que leer —echó mano a la chaqueta de Nick y metió los brazos en ella—. Oh… y tengo una pequeña sorpresa para usted.
  
  —¿Sí? ¿Qué? —Nick se puso los holgados pantalones rusos de Ivan Kokoschka.
  
  —Conocí… a una muchacha —dijo Tom, jadeando—. No pude… evitar… comprometerme un poquito. Puede complicar algo las cosas. Toda la información sobre ella está en la cartera. No vaya al aposento hasta que la lea. Tiene que estar informado sobre la muchacha primero.
  
  —¡Dios! Bien, yo también tengo una pequeña sorpresa para usted, Tommy. —Nick metió la mano en los bolsillos de la chaqueta de Ivan para coger los chismes de maquillaje con que mudar su rostro y su pelo.
  
  —¿Qué? —Tom hojeó rápidamente los papeles para revisar el billete, el pasaporte, la cartera.
  
  —Viene a despedirle una pomposa, enorme y corpulenta mujer por la cual he llegado a sentir una especie de afecto aun cuando es la hembra de más bulto que haya visto jamás, y es una rueda bastante importante en el engranaje del Servicio de Información ruso. Se llama Valentina Sichikova y le está esperando junto al puesto de venta de recuerdos…
  
  Brevemente, en el muy escaso tiempo que tenía a su disposición, explicó a Tom lo que pudo acerca de la camarada Valentina e indicó de qué modo Tom podía despedirla.
  
  —Pero póngase en marcha ya —susurró urgentemente—. Tiene menos de cinco minutos antes de que salga el avión o la mujer estará aquí dentro para sacarlo a rastras, si usted no se da prisa. La conozco bien.
  
  —¡Bueno! —Tom pasó el peine por su nuevo corte de pelo y echó mano al pasador de la puerta.
  
  —¡Una pregunta! —siseó Nick de repente.
  
  Tom se volvió impacientemente.
  
  —¿Qué?
  
  —¿Es linda la muchacha?
  
  Tom le miró de hito en hito. Luego su rostro se animó con la atractiva sonrisa que la camarada Sichikova había encontrado tan contagiosa en el hombre al que tenía por el camarada Tom.
  
  —Mucho —dijo.
  
  Y abrió la puerta con un vivo movimiento de la muñeca. Nick captó la silueta de alguien que pasaba por allí fuera en ese momento.
  
  —¡Lo siento, lo siento, lo siento terriblemente! —profirió Tom con ira, mientras retrocedía hacia fuera nerviosamente—. ¡Oh… camarada, señor, pensé que esta casilla estaba desocupada…!
  
  —¡Bien, no lo está! —rugió Nick en ruso, y cerró la puerta de golpe frente a su compañero.
  
  El hombre que se dirigió a rápido galope hacia la camarada Valentina Sichikova se parecía, en su traza, su aspecto y su modo de andar, exactamente a Tom Slade, seguramente porque él era el original Tom Slade.
  
  Sonrió a la mujer y sopesó la maleta ligeramente con una mano mientras su otra mano se dirigía hacia la maciza garra de la camarada y la apretaba.
  
  —¡Ya estoy mejor, camarada! —anunció alegremente—. Siento haber tardado tanto, pero el local estaba lleno. Todavía lo cogeremos, ¿no es verdad?
  
  —¡Ahí Muy justo!, camarada Tom —dijo dichosamente Valentina—. Me alegro muchísimo de que se haya repuesto.
  
  Empezó a andar por delante de Tom y se abrió camino a través de los arremolinados grupos, guiándole expertamente hacia la salida a las pistas.
  
  —Me quedo aquí —dijo, después que el permiso de embarque de Tom hubo sido revisado y el campo estuvo casi libre de gente—. Pero espero que nos volveremos a ver algún día.
  
  —Yo también lo espero, camarada Valya —dijo afectuosamente Tom—. Y, por favor, perdóneme si hago algo que mucho deseo hacer —bajó la cabeza unos diez centímetros escasos y puso un afectuoso teso en la coriácea mejilla de la campesina rusa—. Gracias por todo, camarada —añadió. Cogió la mano de ella otra vez y la apretó fuertemente. Valentina devolvió el apretón y ofreció su dorada sonrisa.
  
  Luego Tom se volvió. Momentos después, estaba fuera del alcance de la vista.
  
  La camarada Valentina permaneció allí y miró con atención a la portezuela del avión de retropropulsión mientras se cerraba de golpe, después que hubo subido el último pasajero. Se tocó la mejilla, acarició el recuerdo de un beso juvenil, y sonrió de nuevo… esta vez un poco tristemente.
  
  Tom Slade ajustó el cinturón de su asiento y se preguntó cuán importante podía ser la abrumadora camarada Valentina.
  
  Nick terminó los preparativos relámpago en el cuarto de aseo, enroscó de nuevo la bombilla de la lámpara, quitó la chaqueta de Ivan Kokoschka del espejo, y salió del lavabo aún más de prisa de lo que había entrado en él.
  
  Mientras tanto, la sonrisa de la camarada Valentina se transformó en un gesto de preocupación, y la mujer retrocedió de propósito hacia el puesto de venta de recuerdos para ver quién podía aún estar saliendo del lavabo. No podía comprender que hubiera perdido a Tom en menos de treinta segundos, y estuvo esperando larga y pacientemente antes de desistir. Y entonces, por si acaso no había acertado a ver algún ardid, llamó a un hombre de la MVD allí en el aeropuerto para que averiguara si había ocurrido algo anormal en el lavabo.
  
  Le gustaba Tom Slade. Le había gustado desde el principio hasta el mismísimo fin, y había saboreado su amistoso beso. Podía comprender la repentina carrera hacia el interior del lavabo, aun cuando había sido un poquito rara; y pudo apreciar que el local estaba lleno. Ninguna de estas circunstancias la habría incomodado en modo alguno, especialmente porque el Tom que se había despedido de ella de una manera tan afectuosa era casi exacto al Tom que ella conocía y que le gustaba, si no hubiese sido por algo indefiniblemente diferente en el fuerte apretón de manos. Era quizás el modo en que él había mantenido su mano, o la de ella; o tal vez era algo en el tejido de su piel. No estaba cabalmente segura de lo que había sido. Pero ciertamente había sido algo.
  
  Era una mujer muy perspicaz, la camarada Sichikova. Y era por eso que era primer comisario auxiliar del Servicio de Información Ruso, sólo inferior en categoría al comisario Dmitri Borisovich Smirnov.
  
  Era tan perspicaz que, mientras estaba allí esperando las noticias del hombre de la MVD del aeropuerto, empezó a hacer retroceder su pensamiento para ver si podía recordar quién había entrado en el lavabo mientras ella estaba esperando al camarada Tom y aun antes de que hubiese entrado él. Debiera haber sido una desesperanzada tarea, pero la mujer estaba adiestrada para mirar con ojos escrutadores y registrar impresiones sin saberlo, hasta que eran llamadas a aparecer.
  
  Sin embargo, Tom había tenido toda la razón. Él local había estado muy lleno.
  
  Y quizá fue la agitación de la partida lo que había hecho que el fuerte apretón de manos de Tom pareciese Un poco diferente.
  
  O quizá no.
  
  Una hora después, Nicholas Carter, alias Ivan Kokoschka, estaba sentado en el parque Sokolniki bajo el sol estival y leía los apuntes de Tom Slade. Mucho de lo que Tom había de hacerle saber emparejaba con la información de Hawk, y sabía, sin necesidad de leerlo, que Tom había estado haciéndose pasar por Ivan Kokoschka, un escritor y supuesto intelectual, que residía actualmente en Moscú tomando apuntes y efectuando investigación para la novela que casi con seguridad nunca terminaría. Ivan era un estudiante de Leningrado que hablaba el inglés tan bien como el ruso y sabía escribir en ambas lenguas con facilidad. En su tiempo libre, Ivan andaba con el grupo «avanzado» ruso, y entre ellos, había conocido a Boris, a Sonya, a Yuri, a Feodor, y Antón, Galina e Igor… Pero Carter no había de preocuparse por ellos, porque sólo se ocupaban de discusiones filosóficas y poéticas y nunca recordaban de un día para otro lo que habían dicho la noche antes o dónde habían estado, excepto por… Sonya.
  
  Nick se enderezó y siguió leyendo con creciente interés, recordándose a sí mismo de vez en cuando que ahora era Ivan Kokoschka y que era su vida la que estaba leyendo:
  
  … Si yo hubiera sabido que iba a ser sustituido, nunca habría dejado que se produjera esta situación. Podría ser peor, pero es bastante mala. Parecía que era una buena idea. Cuanta más buena acogida pudiese obtener y cuanto más pudiera acercarme a cualquiera de ellos, mejor sería mi cobertura. Al principio se suponía que mi tarea era de largo plazo, si usted recuerda; por tanto parecía bueno animar a Sonya un poco. De cualquier modo, no tengo, es decir, Ivan no lo tenía, mucho dinero con que recrearme por ahí, por lo cual Sonya resultaba como una conveniencia.
  
  Su nombre completo es Sonya Marya Dubinsky y es una bailarina, pero lo que realmente quiere hacer es escribir. Ya ha escrito un libro de historietas y cree que puede encontrar un mercado en los países de habla inglesa si puede conseguir que se lo traduzcan. Fue por eso que nos conocimos. Feodor Zagoskin, uno de los miembros del grupo que cree que sabe componer, o hacer versos, nos juntó después de decirle a Sonya que yo podría hacer la traducción para ella. ¿Usted ve la instantánea que he marcado con el número tres? Sonya es la del medio. (Los nombres de todos ellos están al dorso). No es una fotografía muy clara y Sonya no ha salido muy bien, pero es bastante buena para que usted reconozca a la muchacha cuando la vea.
  
  
  
  Nick la miró. La gente al enseñarle a uno sus instantáneas, siempre dice que las fotografías no son claras y que ellos no han salido bien. Pero ésta realmente no era muy mala y Nick pensó que probablemente reconocería a la muchacha sin demasiada dificultad. Sonya tenía la vehemencia y viva presencia de todas las bailarinas, y su cuerpo parecía ser flexible y bien formado. Las piernas y la posición eran características de la genuina danzarina, si bien menos exagerada que muchas que no viven más que para el ballet, y parecía ser bastante alta. ¡Humm…! No estaba mal. Debiera ser fácil fingir interés por esta muchacha… Por supuesto, el exacto grado de intimidad entre ella y el primer Ivan Kokoschka iba a ser la parte intrincada…
  
  Carter continuó con la lectura. Tom debió de haber velado muchas noches haciendo el informe. Era extenso y detallado, y describía toda mirada que habían cruzado y literalmente todo fragmento de conversación.
  
  Le gusta la idea de que ella está ayudando a subvencionar mi novela, pagándome por las traducciones. Y le gusta estar conmigo mientras trabajo. Dice que siente que, de esa manera, podré estar más cerca del espíritu, o verdadero sentido, del original. Bien, he estado cerca, sí. En verdad…
  
  
  
  Nick terminó el párrafo y dio un suspiro de alivio mientras leía las palabras finales. Los dos realmente se habían hecho íntimos. Pero no habían sido amantes.
  
  Cuando el avión de retropropulsión de la Aeroflot aterrizó en Copenhague, Tom Slade tomó una rápida comida danesa, compró la edición parisiense del Tribune, y embarcó en su avión para Nueva York. El hombre de la MVD que había estado sentado a su lado en el «TU-104» salió de prisa hacia el puesto cablegráfico para enviar un rápido y reservado mensaje a cierta dirección de Moscú, escrita en clave. El contenido especificaba que no había quitado los ojos de Slade desde el momento en que había embarcado en el avión ruso hasta que había desaparecido en el interior del avión de retropropulsión americano. Slade, posteriormente, no había intentado salir del avión y ciertamente no podía hacerlo ahora, pues el aparato en aquel momento estaba ascendiendo rápida e invariablemente hacia el claro cielo sobre Copenhague. En cuanto a la cuestión de una posible sustitución en route, no había habido oportunidad para ello. En todo caso, el hombre de la MVD había estado siguiendo a Slade y a la camarada Sichikova durante días, de conformidad con las propias órdenes de la comisario auxiliar, y había podido averiguar por la observación de los amaneramientos del hombre, que el Thomas Slade que ahora estaba volando hacia Nueva York era realmente el Thomas Slade que había llegado con Harris a Moscú.
  
  Esto, sin él saberlo, era un tributo no sólo a la habilidad representativa del hombre conocido por sus colegas como Killmaster sino también a los sumamente desarrollados conocimientos prácticos y métodos de instrucción del Departamento de Redacción de la AXE. Afortunadamente, el hombre de la MVD nunca había oído hablar de la AXE, ni de un departamento especial, que no se ocupaba en preparar copias o filmes, sino en describir los aspectos y las peculiaridades de los hombres.
  
  Por otra parte, la AXE nunca había oído hablar de la camarada Valentina Sichikova. Posteriormente Tom Slade les informaría, pero no podría decirles gran cosa.
  
  Era un día largo, pero había mucho que averiguar. Nick Carter salió del parque y pasó unas horas en la Biblioteca Lenin. Seguro en un tranquilo rincón, releyó las notas de Tom Slade hasta que su contenido se combinó con la anterior instrucción recibida y llegó a ser una parte de él. Luego leyó el bosquejo del manuscrito de Ivan Kokoschka; y finalmente examinó las historietas de Sonya Dubinsky, versiones sin fecha de cuentos populares rusos. «Cañones para otra revolución», llamaba Sonya a su pequeña colección… Bien, algunas personas debieran persistir en la danza.
  
  Finalmente no pudo diferirlo más. Hizo otro viaje a un lavabo para inspeccionar su aspecto personal y enseguida se agregó a la muchedumbre que descendía hacia el interior del metro. Era hora de que Ivan se fuera a su casa, a la habitación llena de libros del viejo edificio de Pereulok Leo Tolstoy.
  
  Sabía exactamente a dónde iba y cómo llegar allí. Sabía cómo sería el aposento y con cuántas personas tendría que compartir el cuarto de baño. Conocía sus nombres, sus trazas, y sus costumbres. Estaba seguro que se parecía tanto a Ivan Kokoschka como Tom Slade hubiera sido jamás tan semejante. Él y Tom habían empezado con una superficial semejanza que los magníficos conocimientos prácticos del Departamento especial habían transformado en la traza de un único hombre, el estudiante-escritor Ivan Kokoschka, y estaba seguro que podría arrostrar el cambio bajo todo lo que fuesen circunstancias normales.
  
  «Su único problema inmediato era…: Sonya… ¡Maldito Slade…!».
  
  Pero él había dicho que la muchacha era linda. Y la fotografía, tal como era, no lo desmentía.
  
  Sonya tenía una llave de la habitación de él, le había dicho Tom, porque últimamente la muchacha se dedicaba a ponerle las cosas en orden mientras él estaba fuera y algunas veces a preparar una olla de té, esperando su regreso. Por tanto Sonya podía estar allí ahora mismo, o podía no estar. Cuanto más se acercaba a la desmoronada vieja casa que había sido transformada en apartamentos que fueron divididos en pequeñas habitaciones, más irresoluto se volvía.
  
  La cabal réplica, se dijo severamente, era ser frío, resuelto, y un poquito rudo. Ivan siempre fue de ese modo. No quería equivocarse. No podía equivocarse.
  
  Alegremente, balanceando la cartera, como Ivan siempre lo hacía, pasó por la puerta de entrada. Osadamente, subió aprisa la escalera, dos y tres peldaños a la vez, como Tom Slade decía que Ivan siempre lo hacía. Ruidosamente, voceó un saludo a un anciano que asomó la cabeza por una abierta puerta en el rellano del tercer piso. El anciano le contestó con un grito y chachareó alguna cosa favorable y un poco lasciva tocante a la muchacha que le esperaba arriba. Nick se animó y se apresuró.
  
  Asi que…, Sonya estaba allí.
  
  «Un momento. ¿Qué había dicho el viejo? Tom le había advertido que el viejo Golovin siempre tenía alguna especie de desdentado comentario que ofrecer, usualmente incomprensible. Pero… ¿No había dicho algo tocante a que la muchacha no estaba sola? ¿Qué alguien se había adelantado allí a Ivan, y a Sonya?».
  
  «Sí, eso era lo que había dicho».
  
  Nick aflojó el paso momentáneamente y se preguntó si debía trepar sin ruido y sorprender a Sonya y su visitante o si era mejor seguir subiendo la escalera estruendosamente como el vehemente Ivan. Resolvió permanecer en su papel, y llegó al quinto piso todavía galopando enérgicamente.
  
  Cruzó a grandes y rápidos trancos el estrecho rellano del quinto piso. Varios metros por delante de él, a su derecha, se abrió una puerta. Su propia puerta, según Tom Slade.
  
  Una muchacha salió y le miró. Su paso era ligero, su vivo meneo expectante, y sus ojos estaban dilatados, con una expresión de bienvenida. Era alta y sus piernas delicadamente musculosas, las pantorrillas sólidas y redondas y los pies casi conscientemente primorosos aunque no especialmente pequeños. Sus pómulos eran altos y sus ojos tan opacos como su oscuro cabello. Una cintura increíblemente pequeña se ensanchaba para formar bien redondeadas y donairosas caderas, y el espacio arriba de la cintura era tan suntuoso como cualquier hombre podría desear.
  
  Nick embebió esta vista en un relámpago de tiempo.
  
  «Tenía que ser Sonya, pero… de medio perfil su nariz era inesperadamente inclinada, la punta en declive repentino, y a medida que Nick se acercaba a ella podía ver que su particular aire era mucho más vivo de lo que lo había descrito Tom. Y en vez de las largas y tupidas trenzas de que le había hablado Tom, esta muchacha llevaba su cabello negro azulado parecido a felpa en un delicado borbollón que enmarcaba su rostro como la montura de una piedra preciosa».
  
  Otra fracción de segundo pasó como un relámpago. Nick pensó:
  
  «¡Oh, Dios mío! Ésa no es Sonya. ¿Quién es? ¡Pero ésa es mi habitación!» —dudó fugazmente.
  
  El momento acabó. Nick había llegado hasta la muchacha, y la sonrisa que había estado en sus labios mientras ella salía de la puerta se disipó de repente. Desaparecida la sonrisa y los atentos ojos examinando los suyos, Nick reconoció a la muchacha de la fotografía. Era Sonya. Nick esbozó la radiante sonrisa de Ivan y abrió la boca para hablar.
  
  La muchacha le ganó la mano.
  
  —¡Oh! —dijo—. Pensé que era Ivan. Soy Sonya Dubinsky. Ivan aún no ha vuelto a casa; ¿puedo, quizás, ayudarle en algo…?
  
  
  
  
  
  5 - Sorpresa en lo alto de la escalera
  
  
  NICK PERMANECIÓ CON LA BOCA ABIERTA. Estaba tan confuso como jamás lo hubiese estado en el curso de su vida de sorpresas.
  
  Estaba allí, parado como un tonto, su pensamiento dando vueltas a las implicaciones de la increíble reacción de esta muchacha. Sabía que su semejanza física con Ivan era idéntica…
  
  Sonya le estaba haciendo señas frenéticamente con los ojos.
  
  —Lo siento, camarada —dijo—. Pero el camarada Ivan no está —bajó la voz de repente, de tal manera que era casi inaudible—. ¡Vete! ¡Vete aprisa. No me preguntes nada ahora…! ¡Espérame en el café «Neva»! —Y de nuevo, en tono normal—: Muy bien, si usted no quiere dejar ningún recado…
  
  Retrocedió hacia el umbral. Mientras lo hacía, Nick oyó las pisadas en la habitación, detrás de Sonya y vio que sus labios formaban la palabra «¡Aprisa!». La puerta se cerró entre ellos.
  
  Estaba aún más confuso que antes por esta nueva sorpresa, pero distinguía la urgencia cuando la percibía y sabía obrar con presteza. Sin vacilar, corrió tan rápida y ligeramente como si nunca le hubiesen hablado del paso de Ivan Kokoschka, y subió arriba en vez de ir abajo. Sabía que era un ático sin ningún escape, excepto una ventana seis pisos por encima de la calle y ningún apoyo a lo largo de las paredes exteriores, pero la escapatoria era la última cosa que tenía en consideración. Aun cuando ello significase comprometer a Ivan, asimismo, iba a averiguar qué era lo que hacía proceder a la muchacha de esa rara manera. Además, no quería bajar ahora pasando por delante de aquel curioso y locuaz anciano.
  
  Estaba oscuro y había mucho polvo arriba, y se alegraba de la oscuridad. Ella le ofrecía al menos provisional escondite mientras estudiaba la situación.
  
  Nada ocurría. De alguna parte debajo de él llegaba el apagado ruido de voces, un hombre y una muchacha, pero el sonido era demasiado confuso para que Nick cogiera algunas palabras. Pisadas desde una alfombra a un raso pavimento. Las palabras del hombre eran más clamorosas ahora pero todavía indistinguibles. Nick se agachó en la oscuridad al otro lado de la escalera y cautamente estiró el cuello para atisbar abajo, al quinto piso.
  
  La puerta de su habitación se abrió. Un hombre salió al rellano y miró escaleras abajo. Vaciló. Pasó a la escalera con presteza. Miró otra vez, escuchó, y se volvió con un gesto de desagrado. Nick observó su rostro mientras el hombre se volvía. Tenía una boca y unos ojos en forma de ranura, una expresión severa pero algo fría, casi impasible a no ser por el gesto de desagrado. El rechoncho y musculoso cuerpo estaba cubierto con un traje pardusco que le habría hecho invisible en una multitud, si bien había una tosca protuberancia de la chaqueta que era más conspicua, al menos para la vista adiestrada.
  
  La MVD. ¿Ya?
  
  El hombre volvió atrás y entró de nuevo en la habitación, la habitación de Ivan.
  
  —Anda de prisa —gruñó, y cerró la puerta tras él.
  
  El confuso parloteo empezó otra vez.
  
  Nick dejó que se disminuyera y se fijase en un invariable susurro antes de deslizarse sin ruido por la escalera del ático y acercar la oreja al ojo de la cerradura.
  
  Pero las casas del viejo Moscú no son como las rápidamente edificadas monstruosidades de hoy en día con sus paredes y puertas conductoras del sonido. Esta puerta era maciza, y el ojo de la cerradura no estaba revelando mucho de nada.
  
  «¡Por todos los diablos! Esto no le llevaba a ninguna parte». —Nick apretó la oreja contra la madera y trató de absorber el sonido a través de ella. Pasaban los minutos. Oyó inflexiones que se elevaban y caían, pero eso fue todo lo que percibió—. «Al menos sabía que el hombre estaba interrogando a la muchacha, que ella estaba dando fáciles y, al parecer, no comprometedoras respuestas, y que la muchacha había estado tratando de evitar un encuentro entre Ivan y el visitante. Interesante. Así, Sonya probablemente estaba del lado de Ivan en este extraño asunto. Pero… si solamente pudiese oír lo suficiente para asegurarse…».
  
  Las pisadas en la escalera le galvanizaron, poniéndole rápidamente en movimiento. Ser cogido escuchando a hurtadillas a su propia puerta era posiblemente la última cosa que deseaba ocurriese en su primer día de Ivan. O muy cerca de la última cosa. La interrogación por la Policía secreta era probablemente peor, aunque no del todo tan ridícula e inexplicable a los ojos de los asustadizos moscovitas, temerosos de los polizontes. Nick retrocedió con ímpetu hacia su puesto de observación en la parte superior del tramo del ático y escuchó el ruido de una joven pareja que volvía a casa después del trabajo. Se detuvieron en la puerta de una habitación para buscar la llave a tientas y reprenderse el uno al otro suavemente por olvidarse de comprar pan. Mientras permanecían allí y Nick les atisbaba desde arriba, la puerta de la habitación de Ivan se abrió otra vez y salió el hombre de boca de ranura. Estuvo en el umbral por unos momentos, observando a la pareja y escribiendo algo de prisa en un pedazo de papel. La muchacha del cabello oscuro le miraba sosegadamente desde la habitación.
  
  —Usted no usará este número arbitrariamente —oyó Nick decir al hombre—, pero si ve u oye algo que considere sospechoso debe llamar e informar de ello.
  
  La muchacha hizo una señal de asentimiento y cogió el pedacito de papel.
  
  —¿Esto es su nombre y su número? —preguntó.
  
  El hombre negó con la cabeza con un vivo movimiento del mentón.
  
  —No los míos —dijo—. Es especial, solamente para uso en este caso.
  
  La joven pareja encontró la llave y él la metió en la cerradura.
  
  —¡Un momento! —profirió vivamente el hombre de rostro severo.
  
  Se dirigieron hacia él, asustados. Nick no podía ver sus rostros desde donde se agazapaba, pero el modo en que se habían movido y la tensión de sus cuerpos mientras estaban ahora enfrentándose con el desconocido mostraban que no habían olvidado los tiempos de rápida detención y repentino terror.
  
  —¿Su nombre? —gruñó el hombre.
  
  —Rogin… Mirón y Nadya…
  
  —¿Conocen ustedes a Ivan Alexandrovich Kokoschka?
  
  —Sí, es vecino nuestro —dijo el joven.
  
  —¿De dónde es y qué hace?
  
  —No hablamos mucho pero creo que es de Leningrado y es escritor, y está trabajando actualmente; en una novela sobre…:
  
  —El asunto no importa. ¿Cuánto hace que reside en esta casa?
  
  —Oh, quizás unos dos… no, creo que tres meses. Pero ¿por qué todas estas preguntas, camarada?
  
  El hombre severo metió la mano en su bolsillo y por un momento mostró una tarjeta.
  
  —¡Oh! —los pies del joven se arrastraron nerviosamente.
  
  —Eso es todo por ahora. Pueden entrar.
  
  Los otros se volvieron y entraron en su habitación con un poco de prisa.
  
  —Pero ya le he contado todo esto, camarada —dijo calmosamente Sonya, con una sombra de reproche en su suavemente modulada voz.
  
  La boca de ranura se alargó para dibujar una tenue sonrisa.
  
  —Lo sé. Y sin duda oiré el mismo relato de parte del superintendente de este edificio, con quién hablaré después. Es bueno estar seguro de los datos, ¿no?
  
  —Por supuesto, camarada —dijo Sonya, de una manera inteligente—. Así, ¿debo esperar que usted volverá para ver a Kokoschka?
  
  El hombre meneó la cabeza.
  
  —No, a menos que otros sucesos demuestren que es necesario.
  
  Nick dio un silencioso suspiro de alivio y escuchó los pasos del hombre que se apagaban escalera abajo. Luego recordó al viejo curioso del tercer piso y elevó un ferviente ruego para que el anciano Golovin no hiciese algún revelador comentario sobre haber visto que Kokoschka volvía a casa.
  
  Sonya retrocedió hacia el interior de la habitación y cerró la puerta.
  
  Nick esperó por unos minutos, escuchando. No había cháchara procedente de abajo. El hombre de la boca de ranura no reapareció.
  
  Por tanto Nick Carter, alias Tom Slade, alias Ivan Kokoschka, salió de su escondite y se preparó otra vez para hacer frente a la hermosa Sonya.
  
  Fue hacia la puerta sin hacer ruido y después de abrir con su llave se introdujo en la habitación.
  
  —¡Ivan! —Sonya se volvió desde la única ventana con un sofocado grito de sorpresa. A Nick le agradó Observar la expresión de sobresalto y gozo mezclados que dilataba sus oscuros ojos—. Pero… ¡pero te he dicho que me esperases en el café «Neva»!
  
  Nick soltó la cartera y fue hacia la muchacha con los brazos extendidos.
  
  —No podía. No podía dejarte aquí, no sabiendo lo que estaba pasando. Sonya, querida… —Nick la estrechó entre sus brazos con vehemencia, como había estado haciendo Ivan durante las últimas tardes, pero decidió sentidamente renunciar al beso. En la presente circunstancia, los besos tendrían que ceder a las preguntas y respuestas—. ¿Qué ocurre? ¿Sobre qué es todo esto?
  
  —La Guardia de Seguridad —susurró Sonya, asiéndose a Nick como si él fuese un alto roble en medio de una tempestad—: Estaba… asustada. Vino aquí buscándote, queriendo saber cuánto hace que estás en Moscú.
  
  Nick inclinó la cabeza, y sintió que el suave cabello de Sonya rozaba su mejilla.
  
  —He oído el final —dijo—. ¿Él no te ha injuriado en modo alguno?
  
  —No. —Sonya retrocedió ligeramente y posó las manos sobre el tosco paño de las mangas de Nick—. Ivan. ¿Has hecho algo?
  
  Sus ojos escudriñaron el rostro que ella había visto todos los días durante las últimas tres semanas, desde que Feodor les había presentado. El bigote y las cejas eran espesos y oscuros, la nariz un poco prominente, pero bien formada, el mentón firme e hirsuto, los ojos vivos, de un color pardo oscuro, y penetrantes. Nick la miró otra vez y examinó un rostro que no era del todo lo que él había esperado, porque era mucho más bello y vivaz de lo que había sugerido la fotografía, y de repente se alegró de que el propio Slade se hubiese «enredado».
  
  Sonrió.
  
  —Que yo sepa, no —dijo—. No tengo ninguna idea de por qué me ha estado buscando; ¿no te lo dijo?
  
  Sonya negó con la cabeza.
  
  —No me dijo nada. Únicamente hizo preguntas.
  
  —Comprendo. Pero yo tengo una pregunta para ti. Dime, Sonya… No hace mucho tiempo que me conoces. ¿Por qué no me dejaste entrar y encararme con las preguntas yo mismo? ¿Acaso temías que… fuese culpable de algo?
  
  El bello rostro se volvió rosado bajo el maquillaje.
  
  —Yo… no sabía lo que quería. Pero ciertamente sé cuán rudos pueden ser a veces, y… por lo que entendí, había venido a buscarte por algo trivial y necio, y… ¡Oh, Ivan! —Sus brazos rodearon el cuello de Nick con deliciosa y fuerte presión—. ¡No podía tolerarlo! ¡No podía tolerar que te ocurriese nada! —Él sintió que el cuerpo de la muchacha temblaba. Percibió que, esta vez, ciertamente le pedía un beso.
  
  Inclinó la cabeza de Sonya hacia atrás y acercó sus labios a los de ella. Sonya correspondió con tal vehemencia que Nick empezó a preguntarse si Tom le había realmente contado todo lo que había por saber. Finalmente, Sonya retrocedió con un suspiro ahogado y miró al fondo de los ojos de Nick. Pero mientras ella le miraba, una pequeña pizca de zozobra asomó entre sus ojos.
  
  —Había otra cosa que me preocupaba —dijo lentamente—. Por un momento, cuando te vi a la entrada, casi parecía como si… no me conocieras. Y tuve la sensación de que había algo anormal. Nunca has…
  
  —No te reconocí —dijo Nick, y tocó el cabello de la muchacha—. De repente apareciste tan diferente. Tu cabello, tus ojos.
  
  —¡Oh! —Sonya lanzó un pequeño grito sofocado y su mano se lanzó hacia su cabello—. ¡Me había olvidado!
  
  De nuevo el rubor cubrió sus mejillas.
  
  —Después de mi clase de prácticas, he ido al salón de Madame Sokolnichkova y… y me han hecho lo que ella llama un tratamiento de belleza americano. Con este hombre aquí, me había olvidado… ¡Oh, Ivan! Me siento muy tonta. ¡Por supuesto que estabas confundido!
  
  Después de eso la obvia y única cosa a hacer era requebrar a Sonya y besarla de nuevo, esta vez aún más ardientemente que antes.
  
  Sonya hizo té para Nick y le contó más acerca del hombre de la Guardia de Seguridad. Nick la admiraba secretamente mientras la muchacha hablaba, embebiendo la flexible belleza de danzarina de ella y silenciosamente felicitando —y compadeciendo— a Tom Slade.
  
  —Primero quiso saber dónde estabas, y enseguida quien era yo. —Sonya empezó su rápida descripción de la visita—. Luego registró tus cosas. Mientras él estaba en la alacena apareciste tú —su movedizo rostro mostraba vivo enfado—. ¡Cómo si pensara encontrarte escondido dentro de la cafetera! Lo examinó todo detenidamente: ropa, libros, papeles, todo. Cuando te oyó a la entrada, le dije que era un extraño que preguntaba por ti, y cuando miró afuera ya te habías ido.
  
  Se levantó de repente con un suave e impulsivo movimiento y depositó un beso sobre el falso bigote de Nick.
  
  —¡Fuiste rápido, Ivan Alexandrovich! ¡No sabía que podías ser tan rápido! —Se sentó de nuevo, de un modo igualmente repentino y donairoso—. Después, más preguntas. ¿Cuánto hacía que yo te conocía? ¿Cómo nos conocimos? ¿Qué estaba haciendo yo aquí? ¿Qué escribías? ¿Sabías el inglés? ¿Habías estado en América? ¿De dónde eres? ¿Cuánto hacía que estabas en Moscú? ¡Ah! —Sonya frunció el ceño—. ¿Sabes? Creo que se interesaba más en eso que en ninguna otra cosa. Fue cuando dije: que hacía usas semanas que te conocía y que habías estado en la ciudad por algún tiempo antes de eso, que finalmente pareció estar de algún modo satisfecho. ¿Crees, Ivan, que te confunde con otra persona?
  
  —Es posible —dijo Nick, de un modo pensativo—. Es cabalmente posible. No puedo imaginar qué otra cosa puede ser —lo cual no era estrictamente cierto… pero le interesó mucho saber que la fecha de la llegada de Ivan Kokoschka a Moscú era de repente de alguna importancia…
  
  Mientras la conversación se dirigía hacia otros y más placenteros temas, opinó para sí, que o él o Tom habían cometido algún funesto error y que tarde o temprano la MVD le estaría haciendo otra visita. Obviamente, debían de tener un motivo para interesarse por Kokoschka. A pesar de lo que había dicho el hombre, casi seguramente, volverían para acosarle no sólo a él, sino a Sonya también.
  
  Era una conclusión bastante razonable para un hombre que había pasado la mitad de su vida con un disfraz u otro, sabiendo todo el tiempo que era vulnerable y que alguien, en alguna parte, le estaría buscando; sabiendo, también, que algún día un velo tenía que fallarle forzosamente y el espía qué se ocultaba tras él sería finalmente desenmascarado.
  
  Pero como no estaba en plena posesión de los motivos, no tenía cabalmente razón de ellos.
  
  Pocos días después, Nick andaba a lo largo de Chaikovsky Ulitsa y musitaba oscuramente para sí.
  
  «Ésta era una tarea imposible y empezaba a odiarla con toda su alma. ¿Qué tenía que averiguar? ¿Cómo esperaban que él, un fingido estudiante ruso, hallase algo que los principales agentes del Servicio de Información de Rusia no habían descubierto con toda su libertad de acción y todas las facilidades a su disposición? Era un desautorizado. Eso era».
  
  «¡Si de algún modo Sam pudiera darle un indicio! Cualquier indicio. Pero no podía».
  
  Y el propio Nick tenía que ser tan extremadamente cauteloso, que estaba virtualmente desjarretado. Él y Sonya hablaban de poesía y cuentos populares y de su manuscrito, y muy frecuentemente se besaban. Pero, por varias razones, Nick no estaba muy dispuesto a hacer más que besarla, y cuando no estaban ocupados conjuntamente en los cuentos de ella, no hacían nada más íntimo que reunirse con melenudos amigos en los cafés y, después, besarse y darse las buenas noches.
  
  Dio la vuelta y bajó pensativamente por una calle lateral; se encaminó otra vez a la Chekhov Plochad y la ancha calle guarnecida de árboles más allá de ella. Estaba trabajando con mucho ahínco en su encubrimiento y su tarea. Durante el día iba a las bibliotecas y museos, haciendo labor de investigación para su libro, y algunas veces lograba concertar citas con editores. Un día, además, hizo una visita al Parque Gorki de Descanso y Cultura. Allí, otra vez en un particular cuartito del lavabo de los hombres, (porque era el único sitio donde Ludmilla no podía acompañar a Sam), Nick esperaba encontrar un mensaje indicándole que Sam Harris había descubierto algo.
  
  Pero no lo hubo, ni en días sucesivos. Todo lo que podía hacer era girar una diaria visita al edificio, tipo cuartel, que sabía era la oficina principal de la SIN, porque días antes les había sido mostrada a Sam Harris y Tom Slade. Nada más. Y estas frecuentes e inútiles inspecciones de un edificio de fachada sin adornos empezaban a hacerle sentirse frustrado e intranquilo. Si alguien alguna vez se preguntase por qué el escritor Ivan Kokoschka se estaba tomando tan excesivo interés por un edificio que alojaba la Oficina de Información soviética, se vería en dificultad para explicarlo, de ser interrogado. Donde sea que fuera sentía que estaba caminando a la sombra de la MVD. No se le paraba; no se le interrogaba; estaba casi seguro de que no se le estaba siguiendo. Al parecer, era tan libre de ir y venir en su ocupación como cualquier ciudadano de Moscú. Sin embargo no podía librarse de la sensación de que un día oiría una llamada a la puerta o lo agarrarían en la calle y lo empujarían hacia algún oscuro lugar de aquel sombrío y viejo edificio.
  
  Atravesó la plaza que llevaba el nombre de Chekhov y llegó a la calle al otro lado. Una manzana más, y estaría fuera del edificio de la SIN, con el letrero que permanentemente decía: CERRADO POR RESTAURACION. La mitad de los edificios de Moscú, te parecía, estaban siempre en restauración. Los moscovitas estaban acostumbrados a ver estos letreros.
  
  La calzada al otro lado de la plaza estaba tan atestada y con tanto tráfico como de ordinario. La mitad de ella estaba marcada como área de aparcamiento, y el tráfico estaba generalmente recargado de coches que reculaban y maniobraban buscando espacio. Nick pasó ligeramente entre un «Pobeda» y un «ZIL» que marchaban en dirección contraria y siguió su camino, sumido en la tristeza de saber que no iba a ver nada más que lo que había estado viendo durante los últimos días.
  
  Rodeó el edificio semejante a un cuartel, escudriñando las paredes y puertas y ventanas en busca de alguna cosa que pudiera quizá sor una antena o un hilo metálico camuflados y procurando dar la impresión de que le tenía sin cuidado la existencia de ese bloque de firmes losas.
  
  Naturalmente, no había nada que ver. Nada que los rusos no hubiesen ya visto o inspeccionado por sí mismos. Ni colgantes hilos metálicos, ni cables de los que no se pudiera dar fácilmente razón, ni hombres de mirada furtiva que anduviesen apresuradamente por allí con carteras de aspecto misterioso. No había nada de eso.
  
  Cabalmente disgustado, retrocedió hacia la Plaza Chekhov. De alguna u otra manera iba a tener que penetrar en ese edificio. Lo que estaba haciendo ahora era tan vano que resaltaba ridículo.
  
  «El “ZIL” que aparcó, no podía quedarse allí mucho», —se dijo con desidia Nick—. «Probablemente estaba esperando a alguien, porque los dos ocupantes permanecieron sentados dentro del coche con tranquilo aire de aburrimiento».
  
  Aburrido él mismo, se sentó en un banco del centro de la herbosa plaza y trató de discurrir alguna especie de plan de acción. Esto era casi tan vano como todo lo demás que había tratado de hacer. Después de unos minutos de inútil cavilación desistió y se encaminó a casa. Tenía una cita con un notable editor a una hora avanzada de la tarde y quería hacer que su aspecto fuese más o menos presentable.
  
  Mientras se alejaba, observó que los ocupantes del «ZIL» todavía estaban esperando. Bien, eso era normal. Los rusos no le dan importancia a tener a otras personas esperando. Probablemente el editor le tendría esperando a él, también.
  
  «¡Maldita sea esta tarea de Moscú!», —pensó furiosamente—. «Todo en ella era un fastidio, un desgaste, un necio lio».
  
  «Todo, excepto Sonya».
  
  El editor, ciertamente, le tuvo esperando. La entrevista no fue un éxito. El único traje bueno de Ivan parecía un estropeado saco de ropa lavada porque había sido metido apretadamente dentro del único y diminuto armario de su habitación. Además, no había podido entrar en el comunal cuarto de baño del quinto piso para un aseo general. Estas dos cosas le fastidiaban, y así lo dijo más tarde cuando llegó a su apretada vivienda por segunda vez ese día.
  
  Sonya le miró de un modo pensativo.
  
  —¿Sabes? —dijo, casi calculadamente—, es muy importante que uno tenga el mejor aspecto posible cuando se visita a esta gente de negocios. Y aun cuando seas un hombre y tengas estas absurdas ideas en cuanto a no abusar de mi amistad, tienes que comprender que es de sentido común que uses mi apartamento de vez en cuando. Deja tu traje allí. Báñate allí. Nadie pensará mal por ello. Somos camaradas, ¿no es verdad?
  
  Nick rozó ligeramente la mejilla de la muchacha con la mano.
  
  —Sí. Y eres muy amable, Sonya. Pero…
  
  —¡No hay peros que valgan, Ivan! —el movedizo rostro de Sonya estaba encendido de vehemencia, y la muchacha hizo uno de sus vivos y tensos gestos de determinación—. No sé cómo no pensamos en ello antes. Por supuesto, lo harás. ¡Los buenos amigos deben ayudarse mutuamente!
  
  Se apartó rápidamente hacia el brazo del raído sillón de Nick y se posó sobre él, pasando sus ágiles dedos por el pelo de su compañero. Era la primera vez que lo hacía, y eso fue suerte también, porque justamente esa mañana Nick había observado que su propio pelo era bastante largo para que él prescindiese del ingenioso artificio del postizo. En un día o dos el bigote estaría aparejado…
  
  —Es una idea maravillosa —susurró agradecido—. Y tú eres admirable por haber pensado en ello. Eso me ayudará mucho.
  
  Quizá sería así, de una manera u otra, Y era muy cierto que, como bailarina, Sonya gozaba del privilegio de un apartamento de regulares dimensiones para ella sola. Algo casi desconocido para el moscovita común.
  
  —Por supuesto —dijo Sonya con entusiasmo—. Tienes una cita mañana, ¿verdad? ¿Por qué no vienes antes de que me vaya al teatro para la clase de práctica, y te indicaré dónde poner tu traje y dónde encontrar el jabón y las toallas?
  
  Aquello era un poquito más de lo realmente conveniente. Si Sonya le sorprendía afeitándose, por ejemplo, podía tener una pequeña dificultad con respecto al bigote.
  
  —¿Qué te pasa, Ivan? —inquirió Sonya—. No tendrás miedo de mí, ¿verdad? Eso sería impropio en ti… y no es necesario.
  
  —¿Miedo? ¡Claro que no! —Nick puso el brazo en torno a la cintura de la muchacha y le dio un abrazo fuerte y apasionado—. Vendré esta noche, si tú lo deseas. —Nick siempre podría decir que se había afeitado el bigote…
  
  —¡Ivan! —Sonya le dirigió una mirada de reproche y suavemente quitó el brazo de Nick de alrededor de su cintura—. Sólo estoy sugiriendo una disposición práctica entre amigos.
  
  —¡Oh!
  
  Naturalmente, Nick acudió al apartamento de Sonya aquella noche, y otras…
  
  
  
  
  
  6 - La cuestión de los coches
  
  
  —LUDMILLA…
  
  —¡Camarada!, si me hace usted el favor —respondió fríamente Ludmilla—. Y, por favor, hemos venido aquí para comer, no para hacer un espectáculo público de nosotros.
  
  Sam suspiró.
  
  —No creía que el llamarla así fuese especialmente espectacular —se quejó—. Y puedo decir que cuando como, me gusta hacerlo con amigos. ¿Hay alguna razón por la cual no se pueda ser amigable?
  
  —Soy amigable, camarada —los hermosos ojos enmarcados por clásicas facciones le miraron fijamente otra vez—. A su petición le he traído a nuestro más famoso restaurante. Fue aquí que Antonov escribió su oda, «El hombre detrás del tractor», y Petrovich ideó su teoría de la mutua relación entre la estructura molecular del átomo y la composición del Universo, y el gran Josef Malinsky explicó a sus amigos los principios del radar…
  
  Sam se atiesó.
  
  —¡Un momento! El radar fue inventado por un par de americanos, Taylor y Young, en 1922. Usted no puede…
  
  Ludmilla sonrió ligeramente.
  
  —1919, camarada Harris, Josef Malinsky. Y, para su información, en un tiempo ya tan lejano como el 1703 un hombre llamado Gurovitch se sentaba aquí en este rincón y…
  
  —Sí, lo sé —interrumpió rudamente Sam—. Escribía la Enciclopedia Británica. Basta de esta hilaridad. Pidamos galones de vodka y champaña y pasemos a asuntos más serios.
  
  Hizo una seña con la mano en demanda de un camarero y, cosa no usual, acudió inmediatamente uno. Ludmilla frunció los labios y oyó a Sam pedir, en perfecto ruso, una larga lista de bebidas y muy poca comida.
  
  —Como estaba tratando de decir —empezó Sam un momento después—, usted es una muchacha muy linda con los ojos más extraordinariamente hermosos y un cuerpo realmente soberbio y… francamente, usted me hace sufrir. ¡Usted, magnífico y desperdiciado tipo de mujer!
  
  Tragó saliva. Observó que el rostro de Ludmilla se helaba de indignación, y esperó a que el confortante licor desatase el nudo de tensión y frustración que habla estado haciéndose dentro suyo.
  
  «Información: nada».
  
  «Ludmilla: no se habla llegado a ninguna parte».
  
  «Éxito de la misión: cero».
  
  —Es ne kulturny por su parte dejarme beber solo, camarada —dijo, y llenó el vaso de Ludmilla con vodka de la enorme garrafa—. ¡Para días mejores, y que los veamos pronto!
  
  Bebió otra vez
  
  «¡Maldita sea esta vana misión!».
  
  Mientras bebía y ponderaba su fracaso, se preguntó qué se habría hecho de Carter y hasta qué punto estaría teniendo buen éxito. ¿Qué estaría haciendo…?
  
  Carter atravesó la Plaza Chekhov. Su paso era ligero, su corazón más alegre… hasta que se dio cuenta que estaba en la manzana de aquel raso edificio y todavía lejos de la solución. Rodeó un aparcado «Volga» hurtando, el cuerpo y vio que había dos hombres sentados en su interior, esperando; al parecer, tan cansados de la vida que hasta la conversación era un esfuerzo.
  
  Reflexionó brevemente acerca de ello y lo desechó, guardándolo en el fondo de su mente. Esta vez, resolvió, iba a mirar al edificio con diferentes ojos; olvidándose de buscar hilos metálicos exteriores hábilmente encubiertos y concentrándose en encontrar una entrada.
  
  A pesar de ser un edificio supuestamente en restauración, mostraba escasas señales de vida. No parecía haber actividad de construcción en absoluto, y las grandes puertas principales estaban tan obstruidas por tablones que nadie entraba nunca por ellas. De vez en cuando, como había observado durante los últimos días, hombres indescriptibles solían penetrar por una puerta lateral y eran tragados por una serie de puertas interiores. Indudablemente dentro había guardianes; alguien abría y cerraba las puertas tras los visitantes.
  
  Consideró las posibilidades. No había muchas. Puertas macizas, ventanas de altas rejas, y guardianes armados. Quizá, el tejado, de noche… Un disfraz de alguna clase, como un guardián o un trabajador o hasta como un curioso transeúnte entrando casualmente en el edificio… Inútil. De algún modo tendría que entrar a hurtadillas de noche.
  
  Bien, volvería.
  
  Nick se desvió y cruzó de nuevo hacia la plaza.
  
  Casi inconscientemente, miró para ver si las personas de dentro del «Volga» estaban todavía esperando.
  
  Y así era, pero mientras Nick pasaba, a una distancia de unos cuantos coches, el motor ronroneó y el vehículo salió del lugar de aparcamiento, reculando. Aún había sólo dos hombres dentro del coche. No habían recogido a nadie, al fin y al cabo.
  
  Otro «Volga» ocupó el sitio del que acababa de arrancar. Nick siguió andando hacia la blanda hierba de la plaza y se detuvo bajo un umbroso árbol para encender un picante cigarrillo ruso. Algún impulso le hizo volverse ligeramente, de modo que pudiera ver la hilera de coches aparcados. El segundo «Volga» estaba todavía allí con sus pasajeros también inmóviles. Desde donde se hallaba, Nick pudo ver que el conductor se reclinaba, como si se preparase para una espera algo larga. Su acompañante estaba hurgándose las narices contemplativamente como si él, igualmente, no tuviera nada más que hacer.
  
  «Interesante», —pensó Nick—. «Igual que el “ZIL” de ayer. Y quizá otros antes. Los coches van y vienen, pero sus ocupantes no se mueven».
  
  Resolvió quedarse un rato para ver si esto era casualidad o regla. Le parecía, ahora que rememoraba, que había habido un coche aparcado con gente dentro de él todas las veces que había atravesado la pinza.
  
  Ivan Kokoschka se sentó sobre la hierba y se apoyó en el árbol. Desde donde estaba cómodamente recostado podía ver todos los coches aparcados. Sus ojos parecían únicamente examinar el manuscrito que había sacado de la cartera y su lápiz hacía ocasionales signos en las páginas, pero la novela de Ivan era la última cosa que tenía en consideración.
  
  Los coches pasaban y se amontonaban, buscando espacio para aparcar. Uno o dos arrancaron y otros ocuparon sus sitios. El «Volga» y sus ocupantes permanecieron donde estaban.
  
  Cuarenta minutos después, un luciente «ZIM» se metió en un sitio recién desocupado. El «Volga» arrancó.
  
  Los dos hombres que iban en el «ZIM» no salieron.
  
  «A una manzana de distancia del edificio de la Oficina de Información Rusa… Ciertamente era extraño».
  
  Pasaron otros cuarenta minutos. Se repitió la operación. El «ZIM» arrancó majestuosamente y un pequeño «Moskvitch» entró traqueteando. Iban dos hombres en él. No se apearon.
  
  Pensativamente, Nick encendió otro cigarrillo.
  
  «¡Esto era! Allí estaba la oportunidad que había estado buscando y esperando».
  
  Tenía un baladí y único instrumento para usar, y ése era el pequeño cartón escondido en su cinturón. Por primera vez en muchos años tenía que arreglárselas sin Wilhelmina, Hugo y Pierre. En vez de una «Luger», un puñal y una bolita de gas letal, tenía… un cartón. En vez de poder comprar un coche, alquilar uno para su propio uso particular, o hacer señas a un taxi para ir a donde quisiera, estaba en un país donde los coches sólo son entregados después de muchos meses de espera, donde alquilar uno es inaudito, y los taxistas están completamente inhabituados a indicaciones como: «¡Siga ese coche!»… «¡Veinte pavos adicionales para usted si no lo pierde!»…
  
  «Por supuesto, la Policía…».
  
  El cartón. Ese pedazo de cartulina plastificada, escondido en la fuerte correa de los pantalones de Ivan meses antes, cuando Tom Slade había empezado la impostura de Kokoschka. Era inservible para toda acción realmente importante, pero algún perspicaz muchacho de la sección de Documentos había juzgado que podía ser útil en una emergencia.
  
  Nick aplastó el cigarrillo y se levantó con presteza. Si el patrón de cuarenta minutos iba a ser estable tenía que encontrar un taxi libre antes de media hora, y ése no era un espacio de tiempo demasiado largo en Moscú.
  
  Su rápido paso le llevó a través de la plaza, lejos de la hilera de aparcados coches, hacia una ancha avenida donde la oportunidad era probable que fuese mejor.
  
  Veinticinco minutos después, en la puerta de uno de los grandes hoteles, Nick estaba todavía buscando. Iba a desistir y esperar una mejor ocasión, cuando un «Volga» de color canela, con una franja a cuadros en torno al cuerpo del vehículo paró en espera del cambio de luces de un semáforo, a una manzana de distancia. La luz del taxi era verde; estaba libre. Nick corrió hacia el coche como un atleta de los Juegos Olímpicos y abrió la portezuela en el momento en que la luz del tráfico cambiaba.
  
  El conductor se volvió y le miró enfurecido.
  
  —Estoy libre de servicio, camarada, y me voy a casa —dijo airadamente.
  
  —Usted está de servicio, camarada, e irá a donde yo le diga —respondió Nick con voz gruñona.
  
  Su mano se deslizó hacia el cinturón y con habilidad extrajo la cartulina. La metió bajo las narices del conductor y dijo:
  
  —Dese prisa. Al lado norte de la Plaza Chekhov, ¡inmediatamente!
  
  —¡Si, por supuesto, camarada!
  
  El conductor cambió de velocidad ruidosamente y dobló la siguiente esquina sobre dos ruedas. Las tarjetas de la MVD tienen una especial manera de producir tales efectos, aun cuando sean falseadas. Y ésta era una excelente imitación.
  
  El taxi corría aprisa hacia la Plaza Chekhov. Bien, estaría allí a tiempo.
  
  —Ahora vaya más despacio, camarada —profirió vivamente Nick, de un modo incisivo—. Por supuesto, no deseo ser visto. Bien. Pare. Deje el motor en marcha. Hay un «Moskvitch» de color verde oscuro en el aparcamiento. Cuando se vaya, usted lo seguirá. ¿Comprende?
  
  El conductor hizo una seña afirmativa.
  
  —Comprendo… Camarada, soy padre de familia…
  
  —Yo también —mintió Nick—. No hay cuidado —así lo esperaba—. Aguarde hasta que le diga, y entonces siga al coche a una discreta distancia.
  
  Un minuto después el «Moskvitch» arrancaba.
  
  —Póngase en marcha despacio —ordenó Nick—. Doble la esquina con suavidad y deje que él se aleje.
  
  El conductor te obedeció como hombre acostumbrado a obedecer.
  
  —Ahora.
  
  Él «Volga» se deslizó detrás del «Moskvitch».
  
  —No demasiado cerca —advirtió Nick, y atisbó rápidamente por la ventanilla trasera.
  
  El «Pobeda» que había estado esperando a que el «Moskvitch» arrancara, había ocupado su sitio. No salió nadie. Bien. El tiempo estaba definitivamente establecido. La única interrogación era: ¿qué podía significar?
  
  Nick se retrepó en el asiento y reflexionó.
  
  «Debía de haber un micrófono oculto en alguna parte dentro de aquel edificio, alguna clase de diminuto transmisor que estaba emitiendo una señal para ser captada en alguna otra parte. Y debía de ser un aparato muy especial y pequeño, para emitir una señal que no pudiera ser detectada por los técnicos rusos y sin embargo pudiese ser captada por los radioescuchas de la estación receptora… donde quiera que estuviese. Parecía muy improbable que la rol de coches tuviese algo que ver con la interceptación de la señal por derivación de parte de la corriente; pero por otro lado, tenía que haber alguna explicación. Y posiblemente una relación. Cara un poco de suerte, el pequeño “Moskvitch” que iba delante proporcionaría algún indicio».
  
  El conductor del coche de Nick blasfemó y cortó por entre otro taxi y un camión. Una manzana adelante, el «Moskvitch» repentinamente dobló a la derecha y subió como una flecha por una calle lateral.
  
  —No lo pierda, camarada —dijo Nick en tono amenazante—. De otro modo… —Nick dejó que sus palabras se extinguiesen con un siniestro siseo.
  
  El conductor percibió la intención. Siguió al otro coche como si su propia vida dependiese de ello, lo cual quizás había pensado que así era.
  
  El creciente tráfico hacía la persecución más difícil y sin embargo más operativa, porque había por allí muchos taxis y la totalidad de los chóferes estaban conduciendo como alegres locos. El conductor del «Moskvitch» no era probable que sospechase que le estaban siguiendo, aun cuando estaba tomando un camino tan tortuoso que las probabilidades eran de que lo considerase. Finalmente el «Moskvitch» rodó más despacio hasta detenerse en una calle con anticuadas tiendas y quebrantados edificios para despachos, en ambos lados.
  
  —Siga adelante —ordenó vivamente Nick—. Doble la esquina y entonces pare. Pero mantenga el motor en marcha.
  
  Observó que un hombre con una abultada cartera de diplomático salía del coche y atravesaba la calle hacia un edificio de tres pisos con un pequeño escaparate a nivel de la calle. Luego el segundo hombre salió del «Moskvitch», lo cerró con llave, se encaminó despacio a un «Pobeda» negro parado a varios metros de distancia y se metió en el asiento del conductor.
  
  Y estuvo esperando.
  
  Pasaron los minutos.
  
  El taxista se agitó inquieto en su asiento.
  
  —Camarada, es habitual ahorrar combustible…
  
  —Veo que ya se da cuenta de que estamos haciendo algo que no es habitual —soltó Nick—. Haga lo que le digo y mantenga el motor funcionando. Se le pagará por ello.
  
  —Ah. No había pensado…
  
  —Es mejor que no piense en absoluto. Y usted no hablará sobre esto después. A nadie. ¿Comprende?
  
  La cabeza del conductor se movió con vigorosas sacudidas.
  
  —Por supuesto, camarada. Mis labios están sellados.
  
  —Más vale que lo estén.
  
  Diez minutos después otro hombre con una abultada cartera de diplomático salió de la puerta contigua al escaparate del piso bajo y se metió en el «Pobeda» que estaba esperando. Inmediatamente, el coche partió.
  
  —¿Lo seguimos?
  
  —No. Conduzca despacio alrededor de la manzana y retroceda más allá de ese edificio. No pare mientras pasamos. Cuando haya hecho eso me llevará de vuelta por un camino directo y me dejará a una manzana al norte de la Plaza Chekhov.
  
  Mientras pasaban por delante del edificio en el cual había entrado el hombre con su cartera de diplomático, Nick lo examinó con considerable interés.
  
  El escaparate del piso bajo mostraba una mescolanza de objetos de latón y quimonos de seda de vivos colores. El letrero del escaparate, y la inscripción de encima de la puerta de entrada del edificio, decían: «Harbin y Chengtu, Compañía Mercantil. Artículos para Regalos Orientales».
  
  El hombre que estaba en la entrada de la tienda, observándoles mientras pasaban parecía ser más bien tártaro que chino. Y lo mismo podía decirse de todos los otros hombres que Nick había estado observando continuamente en los coches. Podían fácilmente pasar por rusos. Quizás era por eso que habían sido escogidos.
  
  
  
  
  
  7 - Sólo su peluquero debía saberlo
  
  
  —CREO, CAMARADA —dijo Nick, pagando al conductor del taxi con una prodigalidad que iba a hacer estragos en el presupuesto de Ivan—, que haría bien pidiendo a sus superiores unas breves vacaciones. He de advertirle que el número de su licencia ha sido, casi de seguro, anotado, y puede haber preguntas. Usted no ha de contestarlas bajo ninguna circunstancia.
  
  Los ojos del conductor se dilataron.
  
  —Pero usted me aseguró…
  
  —Le he dado órdenes, camarada.
  
  Nick cerró la portezuela de golpe y lo dejó allí parado, con los ojos dilatados y la boca abierta.
  
  Unos minutos después, Ivan Kokoschka estaba de vuelta en la plaza. Poco más tarde, el coche que estaba observando arrancó y llegó otro. Esta vez era el «Pobeda», Ahora sabía algo. Las abultadas carteras de diplomático… podían contener aparatos electrónicos para recoger y registrar conversaciones que tuvieran lugar en el edificio de la Oficina de Información, desde una manzana de distancia.
  
  Suponiendo que así fuese, el micrófono no podía ser el normal aparato escuchante, pues cogería indistintamente todas las conversaciones del edificio y no produciría más que una confusión de sonido. Tenía que ser además seleccionador; tenía que recoger conversaciones sólo en una sala. Entonces, ¿por qué no había sido encontrado?
  
  Cerca de él pasaban parejas riendo y hablando, dirigiéndose a sus casas bajo la débil luz del anochecer. Una o dos de ellas le miraron curiosamente mientras permanecía sentado en el banco, asiendo su vieja cartera.
  
  «Más vale que me largue de aquí», —pensó—, «antes de que me detengan por vagabundear».
  
  De cualquier modo, era casi hora de recoger a Sonya.
  
  «Pero si sólo pudiese lograr echar una mirada dentro del “Pobeda” y ver si esa cartera de diplomático estaba abierta, o si tenía una antena conectada…».
  
  Cruzó despacio el césped en dirección a la calzada al otro lado de la plaza, todavía pensando frenéticamente.
  
  «¿Por qué tendrían los aparatos registradores funcionando dentro de coches aparcados tan cerca del edificio? Tarde o temprano podían ser descubiertos. En la Oficina de Información Rusa no se habían dado mucha maña hasta el presente, pero finalmente tendrían que advertirlo».
  
  «Tenían que estar cerca debido a la naturaleza del mecanismo operante en el interior del edificio. La conversación sólo podía ser recogida en una extensión muy limitada; el mismo equipo debía de enviar sólo una señal muy débil. Y quizás era por eso que no labia sido encontrado el aparato emisor. Sería muy pequeño, así como su fuente de energía. Tenía que serlo, o la transmisión habría sido detectada».
  
  Lenta y contemplativamente, como si gozase de la creciente brisa y el olor de la hierba, Nick anduvo por la acera que ceñía la plaza y dirigió sus, al parecer, inciertos pasos, hacia la hilera de coches. Los hombres del «Pobeda» estaban inmóviles, las alas de sus sombreros abatidas por encima de los ojos y sus rostros eran poco más que sombras.
  
  «¡Maldita sea!», —pensó Nick—. «Debiera haber hecho esto más temprano o haberlo dejado para mañana, cuando hubiera más luz. De cualquier modo, no puedo, retroceder ahora».
  
  «Por tanto, el aparato escuchante» —continuó reflexionando— «habrá sido deliberadamente diseñado de modo que la transmisión sea débil. Eso significa que el equipo emisor es o muy pequeño, o muy flojo. Hasta puede ser…».
  
  «Ahórratelo, Carter», —se dijo a sí mismo—. «Una rápida mirada al interior de ese coche, y a casa de Sonya».
  
  Dejó la acera y vagó a lo largo del estrecho camino entre el aparcado «Pobeda» y un cercano sedán que sabía pertenecía a un funcionario del Gobierno.
  
  La cartera de diplomático se hallaba en el asiento delantero del «Pobeda» entre el pasajero y el conductor, y estaba cerrada.
  
  Pero había una menuda luz roja luciendo cerca del, asidero.
  
  El corazón le dio un vuelco.
  
  «¡El aparato estaba registrando!».
  
  Esta noche, pues, podía tratar de hacer dos cosas después de dejar a Sonya: encontrar un modo de penetrar en el edificio de la Oficina de Información sin que recibiese un balazo en la cabeza, y explorar el local de la «Compañía Mercantil y Artículos para Regalos Orientales».
  
  Salió a la calle dejando el estrecho paso entre los dos aparcados coches y se echó atrás con presteza. Un «ZIL» que había doblado la esquina un segundo o dos antes, estaba viniendo hacia él a una endiablada velocidad, peligrosamente cerca de los extremos posteriores de los coches aparcados. Paró exactamente enfrente de Nick con un chirrido de neumáticos, abriéndose las dos portezuelas del lado de él, al mismo tiempo. Nick se volvió rápidamente, intuyendo por el ruido a su espalda que era ya demasiado tarde, y vio la abierta portezuela del «Pobeda» aparecer como una barrera detrás suyo. En sí mismo no habría sido gran cosa, pero el hombre apoyado en ella estaba apuntando a Nick con una pistola automática muy práctica y eficientemente silenciosa. Nick lanzó una rápida mirada hacia el «ZIL» y vio a dos hombres avanzar hacia él con pistolas levantadas de un modo amenazador; y comprendió que estaba atrapado… cogido igual que un chapucero aficionado en una callejuela bloqueada con coches y erizada de pistolas en los dos extremos.
  
  Sólo había una salida, y ésta estaba arriba. Flexionando las piernas saltó con toda la elástica fuerza proporcionada por los ejercicios de adiestramiento físico del yoga. Sus manos y pies se deslizaron ágilmente a través del resbaladizo techo del coche del hombre del Gobierno, y vio espacio libre y una vía de escape al otro lado del vehículo. Por un alborozado momento creyó que había salido airoso, y enseguida sintió que unas manos agarraban su chaqueta. Se soltó con un ímpetu que le arrancó la chaqueta por los hombros y le hizo salir volando del techo para aterrizar pesadamente a cuatro patas al otro lado del coche. Saltó otra vez y sintió que algo duro rebotaba en su cabeza y otra cosa estaba agarrando sus piernas.
  
  Nick se soltó perneando fieramente y sintió con satisfacción que su pie daba contra una superficie dúctil. Hubo un apagado aullido de dolor, que Nick dejó tras de sí con un par de zancadas que lo llevaron a la acera… y lo echaron a toda velocidad en los brazos del hombre del «Pobeda». Nick se abalanzó aviesamente, descargando un golpe contra el cuello del sujeto, y estaba corriendo antes de que el cuerpo se hubiese encogido en la acera.
  
  Creía estar a salvo. Pero alguno del otro grupo debía haber sido un excelente atajador de rugby en un tiempo, porque el cuerpo de compacta masa de músculos que se lanzó a las rodillas de Nick desde atrás, conocía ciertamente su oficio. Nick cayó en la calzada de hormigón con un golpe que sacudió todos los huesos de su cuerpo e hizo que sintiera vivas punzadas de dolor en la cabeza, como si se la atravesasen con puntiagudos clavos. Se movió vacilante y coceó como un animal acorralado. Algo semejante al silbido de un látigo cortó el aire y dio contra su doliente cabeza con furiosa y horrible precisión.
  
  Unas extrañas luces aparecieron en su cerebro y lentamente se extinguieron titilando. Nick fue brevemente consciente de oscuridad, dolor, una confusión de movimiento, una leve sensación de pinchazos en el brazo; y en seguida… no fue consciente de nada.
  
  Sonya Dubinsky profirió una apagada exclamación y se desvió de la pequeña alacena que alojaba la cocina de la reducida habitación de Ivan. ¡Otra vez aquel maldito canto aguzado! Y esta vez le había hecho una fea incisión.
  
  Se chupó el sangrante dedo reflexivamente. Uno de estos días Ivan iba a tener que hacer algo sobre esa dentada pieza de metal. El objeto estaba herrumbroso, además; podía envenenársele la sangre. Valía más desinfectar la herida inmediatamente. Quizás Ivan tuviese alguna cosa en el armario que ella podría ponerse en el dedo.
  
  ¿Dónde estaba Ivan, de cualquier modo? Nunca había llegado tan tarde.
  
  Frunciendo el ceño, se deslizó hacia el anticuado lavabo y echó agua en la palangana, de la donairosa manera que hacía que todos sus movimientos parecieran ser parte de una danza.
  
  Cuando se hubo lavado el lastimado dedo abrió el pequeño armario de encima del lavabo en busca de esparadrapo o un antiséptico. No tenía ninguna verdadera esperanza de encontrar nada útil entre las escasas pertenencias de Ivan.
  
  Su atenta mirada vagó por los estantes. Jabón, hojas de afeitar, agua de colonia… ¡Ah! Una pequeña botella oscura con una etiqueta de farmacia, y un nombre que reconoció.
  
  Bien. Al fin y al cabo, Ivan no era tan completamente descuidado de sí mismo pues.
  
  Echó mano a la botella. El tapón estaba infernalmente apretado. Sonya musitó airadamente. Estaba muy bien ser vigoroso, pero era ridículo tapar una botella tan apretadamente de modo que otra persona no pudiera abrirla. Sería igual dejarlo… ¡Vaya! ¡Por fin! Ello le enseñaba que nunca debe desistirse con demasiada facilidad.
  
  Quitó el tapón con el juntado aplicador, y lo miró con un poco de extrañeza.
  
  Era raro. Ordinariamente la botella llevaba aparejada una pequeña varilla de vidrio para aplicar el antiséptico. Pero este aplicador terminaba en una pelotilla de algodón o algún otro material blando, como si fuese destinado para limpiar teclas de máquina de escribir… o dar un baño a algo.
  
  Por lo pronto, habían alterado el modelo, y por supuesto éste no era muy fino para aplicarse a pequeñas heridas.
  
  Hasta el color de la tintura parecía ser más subido que de ordinario. Y apenas había olor. Probablemente era loción para el pelo.
  
  Frunció el ceño… Para probar, aplicó un poquito al dedo. Escocía, pero sólo ligeramente, y parecía ser mucho más oscuro de lo que recordaba desde los días de cortes y rasguños de su niñez. ¿De veras? También habían alterado eso, pues.
  
  Un repentino impulso le hizo meter el pintado dedo en la palangana. Ninguna señal del oscuro color apareció en el agua teñida de sangre. Se lo restregó con una toalla, vigorosamente, de tal manera que él dedo le dolió. Pero el color permaneció inalterable.
  
  Se miró en el espejo del armario. Lenta y cuidadosamente, pasó el aplicador por una arqueada y primorosa ceja, ya oscura en su color natural. Se hizo más intensa, mientras Sonya miraba con atención, tomando el color negro y semejante al carbón del… ¡pelo de Ivan!
  
  «Tintura. Sólo para retoque, seguramente, debido a la pequeña cantidad, pero con todo… tintura».
  
  Se miró de nuevo al espejo, consciente de una ligera desazón en el pecho.
  
  «¿Ivan, tan descuidado en su aspecto personal, retocándose el pelo? Eso no parecía propio de él. Era una vanidad que no había esperado de Ivan».
  
  En cierto modo le dolía.
  
  Pensativamente, repuso la botella en el estante. Era extraño, cuán decepcionada se sentía por una cosa tan insignificante. Habría jurado que Ivan era un hombre cabalmente recto, no vanidoso en modo alguno, y absolutamente sin engaño.
  
  Pero en esta pequeña cosa, la había decepcionado.
  
  Se sentó en la combada cama de Ivan y reflexionó acerca de ello. Y mientras lo hacía recordó, casi sin querer, la sorprendente magnificencia de su compañero con su soberbio donaire y sus vigorosos músculos, y empezó a preguntarse por qué este hombre era un bregante escritor más bien que un remunerado atleta o un jefe entre los hombres. Y enseguida empezó a pensar, sin quererlo, en ciertos matices de su habla y su traza que diferían del Ivan que ella conociera antes… No era justo pensar de este modo. Era caprichoso, pueril, ridículo.
  
  Sin embargo no podía menos de pensarlo.
  
  Una fría rociada del océano Ártico le mordió la cara y goteó picantemente por su desnudo cuerpo. Tragó agua, se sofocó y se estremeció, gritó pidiendo ayuda para protegerse de la tempestad o librarse de la pesadilla. Oyó una débil risa procedente de alguna parte cerca de él y enseguida las bravías aguas lo cubrieron otra vez. Trató de escapar de ellas, pero su cuerpo estaba enhiesto, con los brazos y piernas abiertos, contra algo que se le clavaba en la espalda, y sus miembros estaban atados inexorablemente a invisibles postes.
  
  —¡Otra vez, hermano Georgi! Una vez más, y creo que él estará con nosotros —era una voz afable; sin embargo había una hebra de hielo en ella, tan fría como el agua.
  
  La ola le golpeó la cara y derramó su fría espuma por sus hombros y hacia abajo del pecho y las piernas. Nick tembló fuertemente y boqueó para tomar aire. La fría rociada puso sus lacios párpados en movimiento, y miró a ciegas a una escena que no era nada parecido a la tempestad del océano de su horrible sueño.
  
  En cierto modo era peor, como observó cuando se aclaró su visión; y él estaba sujeto allí, temblando y atisbando aturdidamente a sus atormentadores.
  
  Había tres. Uno de ellos tenía un cubo de agua en las manos y una gozosa expresión en el rostro. El segundo estaba golpeando ligeramente, casi de un modo casual, un balón de boxeo a un metro de distancia. El tercero le miraba con una sonrisa que le recordaba a Nick la expresión del lobo del cuento de la Caperucita Roja.
  
  —Saludos, amigo —dijo el lobo—. ¿Usted no se sentirá molesto si le llamo hermano Ivan? —la sonrisa del rostro de mongol se ensanchó horriblemente—. Permita que nos presentemos a nosotros mismos antes de que sigamos adelante. Aquí el hermano Georgi —el hombre del cubo movió la cabeza con sacudidas en una parodia de bienvenida—. A mi Izquierda, el hermano Igor.
  
  El balón saltó muy cerca del cuerpo de Nick y produjo un sonido vibrante igual que una gran liga de goma.
  
  —Yo soy el hermano Sergei Ahora que usted se ha repuesto suficientemente para hablarnos, creo que podemos prescindir de la ducha.
  
  Hizo una seña con la mano al hermano Georgi, que estaba preparado con el cubo. Georgi lo depositó en el suelo y cogió una vara que le recordaba a Nick desagradablemente un aguijón para el ganado.
  
  —Por supuesto —continuó el hermano Sergei, con una triunfante sonrisa—, podemos precisar de un pequeño estímulo suplementario. El hermano Georgi y el hermano Igor lo proporcionarán según se requiera.
  
  Nick gruñó y soltó una frase poco lisonjera en el dialecto de Leningrado. Si él era el hermano Ivan, ¿por qué no estaban los otros hermanos atados de la penosa manera en que lo estaba él?
  
  Se permitió temblequear y farfullar de un modo irrefrenable mientras trataba de adivinar dónde demonios podía estar. Veía el pavimento de hormigón y el charco de agua fría a sus pies; había el balón de boxeo y un objeto que se parecía a un potro de madera de un gimnasio; había la cosa a la cual estaba atado, y era una maldita continua pared de barras paralelas, igual que en el gimnasio de Charlie del número 46 del West, allá en su vecindad de… ah, sí, Leningrado; y había esteras en desorden sobre el pavimento y ninguna ventana en absoluto. Una puerta… no, dos puertas… Y tres hombres colocados frente a él, que parecían ser eslavos, o quizás eran mongoles, quizás uzbekes… acaso hasta chinos.
  
  La sonrisa del hermano Sergei lució en su rostro. Sus manos tantearon los pantalones de Ivan Kokoschka y sacaron una cartulina del cinto.
  
  La tarjeta de la MVD.
  
  La fría ducha del recuerdo que inundó a Nick fue más eficaz que el agua helada. De repente se acordó del conductor del taxi, el regreso a la Plaza Chekhov, y la trampa entre el «Pobeda» y el «ZIL».
  
  —¿Puedo preguntarle, amigo mío —estaba diciendo dulcemente el hermano Sergei—, dónde consiguió usted esta tarjeta?
  
  —¡La recibí de mis superiores, por supuesto, necio! —espetó ásperamente Nick—. ¡Y usted recibirá algo de ellos también, si no me suelta inmediatamente! ¿Quién se cree…?
  
  ¡Bum! Un objeto duro golpeó el estómago de Nick, dejándole jadeante y sin habla.
  
  —Magnífico, hermano Igor —dijo aprobadoramente el hombre que se llamaba a sí mismo Sergei—. Muy oportuno e impecable, y un empellón muy eficaz
  
  Sonrió a Nick.
  
  —Conocemos los métodos de la MVD, y temo que sus procedimientos son lamentablemente diferentes —movió la cabeza tristemente—. Es tan obstinada, esa gente. Tienen muy poca imaginación. Ha sido fácil sobrepasarles en ingenio en más de una ocasión. Con usted… llevó un poco más de tiempo.
  
  El ancho rostro continuó sonriendo. El entorpecido cerebro de Nick aprisionó un pensamiento y se atormentó dándole vueltas.
  
  «Estos hombres, que parecían ser rusos, hablaban como los rusos, y quizás eran chinos… podían muy bien ser de la MVD. Hasta en este extraño escenario. Pero… no, por el modo que estaba hablando el llamado Sergei. A menos que fuese un ardid muy tortuoso. Y si no eran de la MVD, entonces eran los hombres que él había estado buscando».
  
  «Enhorabuena, Carter», —se dijo a sí mismo irónicamente—. «Ya los hallaste».
  
  Dejó que sus ojos se cerrasen y se arrimó deliberadamente a las barras paralelas, sintiendo las cortantes cuerdecillas penetrar en sus muñecas y tobillos.
  
  «Todo lo que podía hacer ahora era aguantar, averiguar quiénes eran estos hombres, y esforzarse en pensar de algún modo…».
  
  —Hermano Georgi —dijo la suave voz un poco tristemente—. Temo que estamos aburriendo a nuestro huésped. Un pequeño excitante, si me hace el favor.
  
  Algo parecido a la picada de una gigantesca raya atravesó el pecho de Nick. Era un dolor increíble, y aulló involuntariamente ante la repentina y fuerte sacudida de electricidad. Abrió los ojos y blasfemó furiosamente en fluente ruso. El hermano Georgi sonrió afectadamente y agitó la varilla con mofa bajo las narices de Nick. Era ciertamente un aguijón para ganado, tan sumamente cargado de electricidad que aplicado en demasía podía fácilmente matar a un hombre.
  
  —Muy bien, Georgi —susurró Sergei—. Pero no demasiado de una vez. El interrogatorio acaba sólo de empezar. Bueno, hermano Ivan… Kokoschka. Posiblemente usted cree que le debemos una pequeña explicación. Le hemos traído aquí, porque se hizo evidente que usted nos estaba vigilando, y comprendimos que podíamos hacérselo más fácil mostrándole el camino. Ahora que usted está aquí podemos cambiar ideas. ¡Diga! —La voz se endureció, tomando la frialdad del hielo—. ¿Quién es usted? ¿Por qué nos ha estado vigilando?
  
  —Ustedes saben quién soy —dijo Nick—. Han visto mi tarjeta. Pero en cuanto a vigilarles, no era más que una rutinaria comprobación. Ahora, por supuesto, habrá otros detrás de ustedes…
  
  —¡Ah! ¡Georgi! —Voz y varilla eléctrica se desenfrenaron como dobles látigos—. ¡Espero mucho más de usted que eso! ¿Quién es usted para vigilamos?
  
  —No tengo nada que decirles, excepto que serán acribillados a balazos cuando esto acabe —dijo sosegadamente Nick, deseando poder encontrar algo más resonante y más fuerte que decir.
  
  Pero era difícil para él determinar cómo obraría un hombre de la MVD. Nunca había visto a uno al que estuvieran torturando.
  
  —¡Igor! —La suave voz se elevó de repente a un agudo chillido—. Que este animal vea algo de su destreza. Quizás entonces oigamos una historia diferente.
  
  Igor se adelantó de un brinco ansiosamente y puso en movimiento el balón de entrenamiento de boxeo con un hábil golpe. Lenta, lentamente, la dura y elástica pelota, moviéndose con sacudidas, se acercó más al vientre de Nick y se alejaba rebotando fastidiosamente. Luego empezó a golpearlo ligeramente. Igor sonrió de un modo burlón y golpeó el balón con los controlados puñetazos de un experto boxeador. De repente, le dio con tanto empuje que el balón hirió el tieso cuerpo de Nick como un ariete y retrocedió danzando con una lluvia de molientes golpes que le hicieron sentir ganas de vomitar sobre el pavimento y transformaron la totalidad de la fantástica sala en una niebla de arremolinada oscuridad.
  
  En ella Nick oyó la risa burlona.
  
  Su cabeza se despejó y escupió desdeñosamente.
  
  Igor comenzó de nuevo.
  
  Con toda su fuerza de voluntad, Nick puso la menté en el estado de serenidad alcanzado por los ejercicios del yoga, que le posibilitaban para soportar las torturas del fuego y el agua y los agudos tormentos del hambre y la sed prolongadas; y aun cuando sabía que estos terribles golpes podían infligir daño interno que quizá nunca fuese remediado, obligó al cuerpo a absorber cada impacto como si su carné fuera indestructible esponja y los nervios no pudiesen recibir o transmitir el dolor. Lenta y resueltamente, hizo desaparecer toda, sensación de las manos y pies atados; luego la sensación de tirantez de las extendidas piernas por su propio peso; después todo pensamiento del batiente balón sobre su desvalido cuerpo. Se doblegaba como una muñeca de trapo, y no sentía nada.
  
  El hermano Igor brincaba y hacía fintas, arrastrando los pies ligeramente y las grandes manos ocupándose en el balón como si éste fuese a veces amigo y a veces enemigo. Ora simulaba golpear, y hacía que sólo rozase ligeramente las costillas de Nick. Ora reculaba y de repente soltaba una serie de golpes como disparos de ametralladora a la ingle y al abdomen. Nick observaba abstractivamente, sintiendo poco, pero preguntándose por cuánto tiempo más podría resistir el machaqueo. El control de su mente podía cesar a medida que el cuerpo se debilitase; sabía que tarde o temprano sentiría el dolor o se sumiría en la inconsciencia.
  
  —¡Ah! ¡Descansa, Igor! ¡Georgi, despiértalo!
  
  La sacudida de la varilla penetró la conciencia de Nick y se extinguió vibrando.
  
  —¡Más duro, Igor! ¡Más duro!
  
  Nuevos golpes machacaron a Nick; La parte de su cuerpo que permanecía despierta veía y oía las cosas a través de una oscura neblina. Tres rostros se movían frente a él con ligeras sacudidas, todos singularmente semejantes, excepto por la burlona sonrisa del que no estaba manejando ni la varilla ni el batiente balón. Había desaparecido ya toda simulación.
  
  —¡Pegue, Igor! Hiérale cuidadosamente, de modo que sienta el agudísimo dolor pero que todavía no muera. ¡Dígame, dígamelo, o sufrirá un millar de torturas y pedirá la liberación de la muerte! ¡Dígame quien es usted y por qué nos seguía!
  
  Los rostros se hicieron borrosos para Nick.
  
  —¡Hable, cerdo! ¡Más duro, Igor! ¡Pegue! ¡Hablé! ¡Pegue…!
  
  Cómo en un sueño, Nick vio que una puerta se abría y un hombre se deslizaba silenciosamente dentro de la sala.
  
  «Sabía que había visto al hombre en alguna parte antes, aun cuando había ido vestido diferente… ¡Ah, sí! En la puerta de la “Tienda de Artículos para Regalos Orientales”, o como se llamase el local, aunque entonces el hombre llevaba el pardusco traje de trabajo típico de los moscovitas. Ahora vestía las ropas y el gorro de un mercader chino, de uno cuyo comercio dependiese en parte del aspecto personal. “Como el dueño de una tienda de artículos para regalos”», —pensó fatigadamente Nick—. «¿Por qué no los llevaba antes…? ¡Oh! Porque el día tocaba casi a su fin, era la hora de que las tiendas cerraran y todas las personas honestas marchasen a sus casas, al lado de sus esposas y la preparada cena».
  
  «¡Dios santo! ¡Supuesto que fuera así, éste era el comienzo de otro día y él había perdido una noche entera!».
  
  El recién llegado, según observó confusamente Nick, tenía la cartera de Ivan colgando de una larga, flaca y amarillenta mano y un fajo de papeles en la otra.
  
  El hombre de sigilosos pasos se detuvo al lado del hermano Sergei y permaneció en silencio por un momento, observando a Nick y al batiente balón con meditativa atención. Luego, con repentina impaciencia, golpeó los papeles con un huesudo dedo índice semejante a un garfio y habló rápidamente en un tono bajo durante varios minutos. El hombre que se llamaba a sí mismo Sergei escuchaba con creciente interés. Finalmente se volvió hacia Nick con una desagradable sonrisa de triunfo en el rostro.
  
  —Pare un momento, Igor —dijo suavemente. El mercader chino miraba con impaciencia—. ¡Usted, hermano Ivan… de la MVD! Mi colega desea saber si es usual que un miembro del Cuerpo de Seguridad se entregue a la ocupación de escribir malas novelas y traducir todavía peores historietas, ¡y al inglés, nada menos!
  
  —¡Ignorantes necios! —silabeó airadamente Nick. El dolor se extendía por su cuerpo de prisa, y gimió involuntariamente. Tomó aliento y se obligó a continuar—. ¿Creen ustedes que todos mis amigos y vecinos saben lo que realmente soy? Para ellos soy un escritor, y esto es todo lo que tienen que saber. Pero ustedes pronto se darán cuenta de su criminal, necedad enredándose con la MVD. Sea lo que sea lo que pase…
  
  —Y mucho le pasará, se lo aseguro —interrumpió el hermano Sergei—, a menos que usted deje de mentir y diga lo que quiero saber. Su verdadera identidad. Por qué nos ha estado vigilando. Lo que cree que ha descubierto. A quiénes está usted informando. Y exactamente de qué ha informado. ¡Vamos! Respóndame ahora o sufra más.
  
  Nick respondió con la más sucia frase rusa de que podía acordarse.
  
  El rostro del hermano Sergei se retorció, tomando una expresión de encubierto odio.
  
  —Muy bien, pues. Ya que usted ha sido suficientemente benévolo para proveemos de papeles de identificación que contienen su dirección, y la portada de una colección de historietas de una tal Sonya Dubinsky, haremos otras indagaciones. En este momento no sé, por supuesto, quién es esta Dubinsky; pero puedo garantizarle que la encontraremos, la traeremos aquí, y la trataremos de tal manera que usted y ella pedirán clemencia a gritos. ¿O quizá prefiere usted decirme inmediatamente lo que quiero saber?
  
  —Sonya es solo una cliente para traducciones. No significa nada para mí —dijo desdeñosamente Nick—. Y sus preguntas no tienen sentido, por tanto no puedo contestarles. Pero, si no estoy de vuelta en la oficina dentro de…
  
  —¡Igor! ¡Un pequeño recordatorio, si me hace el favor!
  
  El batiente balón golpeó el vientre de Nick.
  
  —El hermano Andrei se hará cargo de eso, después Igor, para que usted no se canse —dijo solícitamente Sergei.
  
  Se volvió al hombre vestido de chino y habló rápidamente en voz baja y sibilante. El mercader inclinó la cabeza y salió de la sala.
  
  Poco después regresó con otros dos hombres. Nick los reconoció. Los había visto dentro de un «Volga» o un «ZIL» o algo por el estilo hacia un día o dos… pero su cerebro empezaba a ponerse confuso y no discurría bien. Sergei habló sosegada y rápidamente. Les dio lo que parecía ser una dirección. Les ordenó que se apresurasen. Luego se volvió hacia Nick, frotándose las manos.
  
  —Bien —dijo, ominosamente alegre—. Bien. Continuemos mientras esperamos a que la dama acepte nuestra invitación. De veras, espero que sea atractiva. No es frecuente tener a una mujer… en nuestras manos.
  
  
  
  
  
  8 - ¡Corre, bailarina, corre!
  
  
  OTRA VEZ HABÍA un nuevo hombre en la sala. Se había quitado la chaqueta y estaba arrollándose las mangas de la camisa diestra y deliberadamente para exponer los protuberantes músculos del luchador profesional. Nick le observaba lánguidamente, sintiendo que el machacante dolor enervaba su voluntad y se extendía a todos los músculos de su cuerpo. Importaba muy poco quién iba a golpearle ahora. Lo que precisaba era que su cerebro se pusiera en funcionamiento de nuevo para discurrir alguna hábil cosa que decir o hacer, que le sacara de allí.
  
  El nuevo hombre, observó Nick, estaba haciendo un gran quehacer de la acción de ajustar el balón a diferente altura. El hermano Sergei inclinaba la cabeza prudentemente y contribuía con sugerencias.
  
  «Discutiendo técnicas», —pensó amargamente Nick.
  
  Estaba sufriendo horriblemente, y la tensión de su peso contra las cuerdecillas de las muñecas y tobillos era entumecedora y dolorosa por tumos.
  
  «Lo que necesitaba más que toda otra cosa», —pensó de repente—, «era que alguien como la formidable Valentina Sichikova entrase atacando, sus grandes brazos agitándose, sus grandes hombros golpeando, su vozarrón haciendo resonar gritos de guerra, para dispersar a esta banda de asesinos igual que un puñado de bolos. Pero eso sería un milagro, y Nick estaba lejos de los milagros en aquel momento. ¡Dios! ¡Qué enredo había hecho de esto!».
  
  —¡Ahora, Andrei! —profirió vivamente la voz del hermano Sergei.
  
  El hombre ataviado de chino miraba inexorablemente.
  
  El levantado balón golpeó la sien de Nick, retrocedió volando frente a un preparado puño, y lanzado de nuevo, batió el rostro de Nick con el estruendo de una descarga de balas de cañón.
  
  «No podría resistir mucho más, lo sabía. Ya se estaba emborrachando de golpes. Pronto quedaría inconsciente, una sacudida eléctrica de la varilla le devolvería la lucidez, y pasaría por toda la terrible prueba de nuevo. No había salida. Ni esperanza alguna de soltarse. De alguna manera, podían hacerle hablar de lo poco que sabía».
  
  «Sólo podía rezar para que no encontrasen a Sonya».
  
  Sonya despertó con un sobresalto cuando la luz del sol matinal, filtrada por la única ventana, caía sobre su rostro. Por un momento se sintió perpleja, no sabiendo dónde estaba, hasta que cayó en la cuenta de que aquélla era la habitación de Ivan.
  
  Musitó enojadamente para sí y se levantó de la cama. Había esperado mucho más de lo que merecía, a aquel vanidoso y engañador Ivan que se retocaba el pelo y la dejaba plantada después de hacerle prometer que le aguardaría para cuando él volviera a casa. De algún modo se había quedado dormida sobre este colchón horriblemente incómodo, y él todavía no había vuelto.
  
  Era extraño. Apartó de sus ojos el cabello y miró a la puerta, como si esperara que Ivan la abriese y entrase de un brinco con su usual exuberancia. No era propio de él obrar de esta manera. Por otra parte, ¿qué era propio de él? ¿Su teñido pelo?
  
  Abajo en la calle, un «Pobeda» negro se deslizó hacia la orilla de la acera y paró frente al número 22 de la Pereulok Tolstoy. Salieron dos hombres. Nick los habría reconocido si los hubiera visto, o si hubiese podido ver.
  
  Gimió otra vez y flaqueó. Su cabeza cayó hacia delante y su magullado cuerpo colgaba flojamente de las barras paralelas, todo el peso de plomo suspendido de sus hinchadas manos. Los pies estaban aún tan firmemente atados como siempre, pero tan de repente se doblegó el cuerpo que las rodillas cedieron bajo la presión.
  
  —¡Georgi! ¡Georgi! ¡El aguijón!
  
  La carga eléctrica sacudió a Nick. Pero todavía colgaba como un muerto de la horca.
  
  —¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Manténgala más esta vez! ¡Hágale sentirla!
  
  La corriente debiera haber galvanizado el cuerpo de Nick. Pero no tuvo ningún efecto visible.
  
  —¡Andrei, necio! Le ha dado con demasiada intensidad… ¡Lo quería vivo! ¡Usted, Igor traiga a Chiang-Soo inmediatamente!
  
  Sonya se echó agua en la cara y se secó con la toalla, restregando vigorosamente.
  
  «¡Maldito Ivan! ¡Maldito, maldito! Ningún otro hombre la había tratado nunca antes de este modo, y ningún hombre volvería a hacerlo jamás, mucho menos ese… ¡ese Ivan!».
  
  Hubo pasos en la escalera pero Sonya no los oyó. O, quizá sí, pero no eran los de él; por tanto no atrajeron su atención.
  
  Sonya pasó aprisa el peine por su cabello y cerró el bolso con la vigorosa determinación de una mujer enfurecida casi hasta lo indecible. Se encaminó aprisa a la puerta con paso largo y enérgico, de fuerte pisada, y la abrió de repente. ¡Se iría a casa, y en casa se quedaría, y que se lo llevara el diablo si Ivan aparecía por allí y trataba de meterse en la ducha!
  
  —¿Qué quieren ustedes? —dijo furiosamente.
  
  Había dos hombres en el rellano, a la puerta de la habitación de Ivan, y uno de ellos todavía tenía la mano levantada, como si fuese a llamar. No le gustó su aspecto.
  
  «Sin duda, amigos secretos de Ivan. ¡Cerdos, todos!».
  
  El más grueso de los dos hombres, de anchos hombros, tocó su sombrero superficialmente.
  
  —Ah… ¿usted es la amiga de Kokoschka?
  
  —¡No! —soltó, y cerró la puerta de golpe tras ella—. Su ama de llaves, eso es lo que soy, y nada más. ¡Pero si quieren esperarle ahí, pueden hacerlo libremente!
  
  Sonya pasó más allá de ellos con decisión y estaba ya en la escalera, cuando el hombre menos grueso la alcanzó. Asiéndola del brazo la hizo girar para enfrentarla a él.
  
  —¿Quién es usted? —le espetó en la cara.
  
  Sonya le miró con insolencia a su vez, con sus oscuros ojos ardiendo como ascuas.
  
  —¡Eso no es cosa que deba importarle! —respondió alterada. Pero si usted es uno de sus amigos de la MVD, en tal caso más vale que me enseñe su tarjeta de identidad. ¡Estoy harta de Ivan y de sus disimulos!
  
  —¿La MVD? —el hombre pareció quedar extrañamente desconcertado, y soltó el brazo de la muchacha—. ¡Oh… oh… no! ¿Son ésos los amigos de Kokoschka?
  
  —¡Bah! ¡Usted es un estúpido! —profirió vivamente Sonya—. ¡Igual que él!
  
  Se separó del hombre con violencia y bajó la escalera corriendo.
  
  Él la alcanzó en el cuarto piso y dejó caer una mano sobre el hombro de la muchacha. Sonya podía oír al hombre más grueso bajando la escalera con estrépito detrás del otro.
  
  —Quiere verle a usted —dijo el hombre de menor talla—. Quiere que usted venga con nosotros. Es algo de la mayor importancia…
  
  —¡Yo no quiero verle! —contestó Sonya, en un arranque de ira—. ¡Quíteme las manos de encima!
  
  —Usted no comprende —adujo el hombre grueso, arrimándose a Sonya de un modo que a ella no le gustó en absoluto—. Ha surgido algo…
  
  —¡No me interesa! —Sonya se separó con empuje.
  
  —Sin embargo, usted va a venir con nosotros —dijo el hombre grueso, en un tono que de repente envió un escalofrío de miedo a lo largo del espinazo de la muchacha. Su mano asió la de Sonya y la estrujó con un doloroso apretón.
  
  —¡No! —gritó Sonya—. ¡Suélteme…!
  
  —¡Camarada! —una puerta se abrió de repente y un hombre muy corpulento, un operario de los talleres de fabricación del acero, apareció en el rellano—. Trabajo por las noches, ¿quieren dejar de meter ruido?
  
  Su voz resonó a través del rellano y otra puerta se abrió de repente. Leí camarada Vera Plotznikova estaba erguida allí en camisa de dormir, su boca muy abierta, pronta a gritar.
  
  —¡Ruido, ruido! —vociferó—. ¿Qué está pasando en esta casa?
  
  Sonya se soltó con un repentino y violento movimiento.
  
  —¡Estos hombres me están atacando! ¡Camarada…! ¡Ayúdeme! —gritó.
  
  —Con que la están atacando, ¿eh? —el vecino se adelantó con gesto decidido.
  
  —¡La están atacando! —chilló la camarada Plotznikova—. ¡Socorro! ¡Socorro!
  
  Sonya huyó, medio sollozando… Detrás de ella, igual que ruidos de una perseguidora pesadilla, oyó unos estruendosos pasos y los desaforados gritos del camarada operario de los talleres del acero, de la Plotznikova, del viejo Golovin, de todos…, y continuó corriendo hasta que no pudo más. Se detuvo. Y entonces se preguntó de qué había estado huyendo.
  
  Nick oyó el apagado sonido de las palabras y sintió el húmedo y frío suelo bajo su cuerpo. La helada agua mordía de nuevo su cuerpo, y esta vez agradecía su mordedura. Pero todavía estaba tan inmóvil como un muerto o un moribundo. Una mano le tomó el pulso.
  
  —Malo —dijo la voz, en chino—. Muy malo. Esto no es buena señal —unos dedos tiraron del párpado derecho de Nick y lo hicieron levantar bruscamente—. No es buena señal. La piel, igualmente…
  
  —La aguja, pues, Chiang-Soo —dijo urgentemente otra vez—. ¿Cómo podíamos saber que estaba tan cerca de morir, si no gritó ni siquiera habló? Usted debe salvarlo, debe hacerlo, ¡aunque sólo sea por un día!
  
  —Probaré —dijo la primera voz, sin animación ni interés—. Pero no prometo nada. Ha sido golpeada demasiado, con excesiva dureza.
  
  Una aguja pinchó el pegajoso brazo que estaba estirado formando abierto ángulo con el tendido y atormentado cuerpo de Nick, quien apenas sintió el pinchazo.
  
  Por un momento Sonya se preguntó si al fin y al cabo no debiera haber acompañado a aquellos hombres, por muy toscos y ásperos que fueran. Al menos de esa manera habría averiguado lo que realmente querían y acaso qué se había hecho de Ivan.
  
  Echó una ojeada atrás por encima del hombro y vio al oscuro «Pobeda» avanzar en dirección a ella de una manera que de repente encontró indeciblemente siniestra. El corazón le dio un vuelco y su paso largo y ligero se aceleró hasta que la llevó hacia un grupo de empleados de oficina que se dirigían aprisa a sus ocupaciones. El grupo alcanzó a la muchacha y mezclado con él entró en un alto edificio con una segunda salida a medio camino en torno a la manzana. Sonya fue hacia esa salida tan de prisa como podía procurando pasar desapercibida y miró a la calle. Ningún «Pobeda», ni hombres de anchos hombros que vigilaran la salida; sólo ordinarios y honrados trabajadores rusos.
  
  Sus hermosas y flexibles piernas la llevaron rápidamente a través del agolpamiento del tráfico y luego hacia el pequeño mundo bohemio cuyo corazón era el café «Neva». Era demasiado temprano para que la mayor parte de ellos estuviesen levantados, ¡pero los haría levantarse! Y averiguaría quién había visto a Ivan la última vez y quizás hasta quienes eran aquellos extraños hombres.
  
  De repente, una interrogante surgida una semana antes, reapareció y reclamó su atención:
  
  «¿Por qué el hombre de la MVD había estado haciendo indagaciones acerca de Ivan? Y ahora, ¿por qué Iván no había vuelto a casa? ¿Qué clase de hombres, eran esos dos desconocidos…? ¿Eran agentes de la MVD, amigos de Ivan o cobradores, de facturas?». —Ninguna de esas cosas, determinó firmemente—. «Además, tenían un vago aire de… extranjeros».
  
  Su ira de la madrugada se había disipado bajo el asalto de algo muy cercano al miedo: Era desconcertante que Iván no hubiese aparecido; era alarmante haber sido agarrada por esos hombres. Pero haber sido premeditadamente seguida en circunstancias que eran ya aturdidoras, bastaba para enervar a una joven menos templada. Sin embargo los nervios, de Sonya, aunque tirantes, estaban hechos de material fuerte.
  
  Por dos horas enteras visitó las pequeñas galerías, tiendas de vasijas de barro, y cafés que sabía eran los sitios favoritos de Ivan. De vez en cuando llamaba a una puerta e interrogaba. Desde el café «Neva» telefoneó a su casa, por si acaso estuviese allí; no hubo contestación, Llamó a otros números.
  
  —Boris, ¿ha visto usted por casualidad a Ivan…?
  
  —No, desde anteanoche, Sonya. ¿Por qué…?
  
  —Galina, ¿puede decirme cuándo vio a Ivan, por última vez…?
  
  —Casi hace una semana. ¿Por qué? —Oyó una risa—. ¿La ha plantado…?
  
  —Feodor, estoy inquieta por Ivan. ¿Lo ha visto usted últimamente…?
  
  —Por un momento ayer, Sonya, atravesando la Plaza Chekhov. Pero no le hablé. Sí, por supuesto, parecía estar bien.
  
  —Sasha…
  
  —Vanya…
  
  —¿Nikolai…?
  
  Ninguno de sus amigos lo había visto desde hacía casi veinticuatro horas.
  
  Ahora la desazón se convirtió en congoja.
  
  Regresó despacio a su apartamento, pensando cancelar su clase de ballet y esperar en casa, por si acaso Ivan procurase llegar hasta ella Pero el instinto empezaba a trabajar en su interior, y se detuvo en la esquina de su propia calle, echando una, extensa y cauta mirada a lo largo de la manzana. El coche negro no estaba allí. Pero habla un hombre que se apoyaba en el edificio de enfrente, el rostro medio oculto bajo un sombrero de ala gacha. ¡De modo que habían averiguado dónde residía!
  
  Se desvió prestamente y volvió de prisa al café «Neva». Después de unos minutos de honda reflexión y una taza de fuerte café, buscó en el bolso tentando hasta que encontró el pedacito de papel que buscaba.
  
  Esta vez usó el teléfono particular del dueño. Sus dedos temblaban ligeramente mientras marcaba el número especial que le había dado el hombre de boca de ranura de la MVD.
  
  Nick abrió los ojos cautelosamente, maldiciéndose por haber cedido al sueño y sin embargo agradeciendo el reposo. El cuerpo le dolía abominablemente, pero por lo que podía determinar estaba todavía en algo parecido al estado de funcionamiento.
  
  Podía oír el vivo golpeteo de puños pegando a un balón en alguna parte cerca de él. A unos cuantos metros de distancia, un hombre de maciza constitución estaba sentado en un taburete bajo, al parecer mirando con atención al que estaba dándole al batiente saco. Las dos puertas de la sala estaban cerradas. Ningún ruido procedente de fuera se filtraba en la sala.
  
  Comprobó que estaba parcialmente vestido y yacía sobre un colchoncillo de gimnasia con una tosca manta de viaje echada por encima de él y la cabeza reposando sobre lo que parecía ser la chaqueta de Ivan.
  
  «¡Qué cuidado más conmovedor!», —pensó irónicamente.
  
  Pero por si acaso se pusiese demasiado cómodo, habían esposado sus muñecas y ceñido una áspera cuerdecilla en torno a los tobillos. Y también le habían proporcionado la compañía de dos hombres, y quizás otros que no podía distinguir.
  
  «Al menos tenía algo de ropa encima y no estaba colgado de una pared. Y parecía que querían mantenerlo vivo para diversión y entretenimiento sádico».
  
  Se estiró bajo la manta. Todos los músculos de su cuerpo gimieron otra vez silenciosamente. Las esposas y la cuerdecilla estaban tan apretadas que era imposible librarse.
  
  «¡Habían tomado buenas precauciones, los bastardos!».
  
  La puerta de una sala Interior, o quizás era exterior, se abrió de repente. Nick captó una rápida vista de un almacén con hileras de cajas y, más allá, un indicio de luz diurna. Luego la puerta se cerró y el hombre ataviado de chino entró en la sala mirándole de través.
  
  Nick cerró los ojos aprisa y compuso un gemido.
  
  «Dentro de un minuto o dos a lo sumo», —estaba seguro—, «iban a acercarse y a aguijonearle otra vez, para comprobar si se había repuesto. Después, por supuesto, lo amarrarían de nuevo y estarla exactamente donde había empezado».
  
  Deliberadamente, desembarazó la mente de todos los pensamientos que lo asediaban respecto a cuán poco tiempo tenía para repetir su ardid y cuán inútil probablemente sería de cualquier modo, y concentró todas las fibras de su ser en el serio asunto de morir.
  
  Milagrosamente, se le dio tiempo, si bien su mente estaba demasiado activa para darse cuenta de ello. Se abrió la otra puerta de la sala y entró el hermano Sergei con precipitación. Él y el chino hablaron rápidamente en voz baja, mirando frecuentemente al abstraído Nick.
  
  Su piel perdía el color. Un sudor frío brotaba de su frente. El pulso disminuía… gradualmente, hasta que su latido fue casi imperceptible.
  
  No era una proeza que intentase con frecuencia, porque no era especialmente apto y no podía mantener ese estado por mucho tiempo. Pero había aprendido bastante con sus largos años de práctica del yoga para que por lo menos pudiera vencer al tiempo y conservar su energía, supuesto que hubiera algo para lo cual conservarla.
  
  Se concentró con una intensidad que no dejaba espacio para otra consideración, excepto la deliberada retardación de las funciones corporales.
  
  Cuando los dos hombres se acercaron a Nick y se inclinaron para escuchar los latidos del corazón, no quedaba mucho para percibir. Sin embargo, la vida no se había extinguido. La respiración era débil, pero él respiraba. La piel era pastosa, pero aún no tenía la plasticidad de la muerte.
  
  —Ah, hay ligera mejoría —declaró el chino—. Es posible que dentro de unas horas pueda hablar. O ser de utilidad en alguna forma. Le administraré otra dosis, y esperaremos…
  
  De nuevo, la punzante sensación en la parte superior del brazo.
  
  —Bien. Creo que podemos esperar un retomo al estado consciente antes de mañana. En tal caso creo que Chou le inducirá a hablar, o a actuar de alguna otra manera. Mientras tanto, es insustancial hacer nada excepto dejarlo donde está. Esta tarde, quizá, pueda forzársele a comer.
  
  El bajo susurro giraba en torno, a la cabeza de Nick y finalmente decayó, para dejar oír sólo el tenue golpeteo de unos pasos.
  
  Más tarde —no tenía idea del tiempo transcurrido y no sabía si fue mucho después— abrió los ojos y echó una cautelosa mirada alrededor.
  
  No había más que un hombre en la sala, y estaba sentado en el taburete bajo leyendo un periódico. Sergei, el chino, el sujeto que le daba al balón; todos se habían ido. Sólo quedaba un hombre…, y las dos puertas cerradas.
  
  Nick se puso a prueba otra vez. Sea lo que fuere lo que le estuvieron inyectando, ciertamente era eficaz. Se sentía renovado y fuerte, como si hubiese dormido mucho y saludablemente, y sólo quedaba un sordo dolor del castigo que había recibido.
  
  Se movió y gimió. El hombre del taburete le miró de reojo y volvió a poner la atención en el periódico. Nick daba lastimosos quejidos y se volvía incómodamente de un lado a otro en la provisional cama.
  
  —Agua, agua… —gimió débilmente.
  
  El hombre echó el periódico a un lado, levantándose lentamente del taburete, y fue hacia Nick.
  
  —Usted… usted… escúcheme —susurró roncamente Nick—. He de decirle… algo… —su voz descendió a un agonizante siseo—. Pero tiene que darme agua primero…
  
  —Hable primero, el agua después —dijo implacablemente el hombre.
  
  —Bien, escuche —musitó urgentemente Nick—. Ustedes… se equivocaron. Yo no soy el que… —su voz decayó hasta ser sólo un débil quejido de casi inconexo sonido—. Todo en los… papeles… —dijo confusamente.
  
  —¿Qué papeles? ¿Qué papeles?
  
  Nick susurró algo ininteligible.
  
  —¿Qué? —el hombre inclinó una oreja hacia los temblorosos labios de Nick—. ¿Qué hay de unos papeles?
  
  —Escritura secreta —siseó Nick de un modo irritante—. Manuscrito… cartera… última página… —sus palabras se extinguieron hasta confundirse con el sonido de un trémulo suspiro.
  
  —¿Qué manuscrito? —La cabeza del hombre se acercó más—. ¡Más alto! ¡No puedo oírle!
  
  —Es muy lamentable, compañero —dijo Nick en puro inglés, y sacó los maniatados brazos de debajo de la tosca manta con un rápido movimiento Semejante al de una guillotina.
  
  Era una guillotina que batía desde abajo con horrible e inesperada rapidez, y la hoja era la maciza cadena entre las manillas. La cabeza del hombre no cayó ni rodó; retrocedió de golpe como la tapa de una caja de resorte con un muñeco dentro. Los ojos salieron de sus cuencas y emitió un breve y apagado sonido a través de su magullada tráquea. Nick golpeó otra vez malignamente, lanzando sus manos con armadura de acero oblicuamente contra el cuello igual que un talador cortando un árbol. El hombre cayó casi airosamente hacia el colchoncillo y aterrizó con un golpe sordo.
  
  Nick echó la manta a un lado y se puso de hinojos forcejeando. Aquél era un sujeto que no iba a molestar a nadie, nunca más. Embarazosamente, rebuscó en la ropa del hombre con sus dos esposadas manos. No encontró absolutamente nada que pudiera auxiliarle; ni pistola, ni cuchillo, ni la llave de las manillas, ni siquiera una lima para las uñas.
  
  «¡Diablos! ¡El bastardo ni tan sólo se había molestado en armarse! No, un momento; la varilla todavía estaba allí, en el suelo, cerca del taburete. No era un arma muy útil para un hombre con manos y pies atados, pero era algo».
  
  Avanzó penosamente hacia el taburete dando saltos y recogió la varilla eléctrica.
  
  Ahora… ¿por qué puerta? Ninguna de ellas era demasiado atractiva. Pero la de la izquierda era aquélla a través de la cual había visto luz del día minutos antes, o acaso horas o días…
  
  Y, cosa que le sorprendió mucho, no estaba cerrada con llave.
  
  La abrió, atravesó penosamente un almacén con altas pilas de cajas, y se abrió paso a empujones entre cortinas qué emitieron un breve sonido crujiente mientras las apartaba.
  
  Estaba dentro de una tienda china de objetos para regalos, solo en el interior del local; y era de noche. Fuera, a través del escaparate, podía ver la viva luz de un farol; dentro, en la ventana de la tienda, vio un cuchillo.
  
  
  
  
  
  9 - Adiós, hermano; adiós, mundo
  
  
  ERA UN CUCHILLO de adorno; el mango con un par de serpientes en inverosímiles posiciones y la hoja en una vaina de bronce opaco adornada con dragones entallados, pero era un cuchillo.
  
  Nick se acercó aprisa al escaparate arrastrando los pies y depositó la varilla en el suelo, mientras trataba de coger lo que era su única esperanza de salvación. La hoja del cuchillo salió con dificultad. Estaba sin brillo por el desuso, pero el filo era cortante. Nick se agachó y cortó rápidamente las cuerdecillas que ataban sus desnudos tobillos. El último cabo se desprendió segundos después, y Nick movió los tobillos agradecidamente. Ahora las manillas. No se podía ir corriendo por Moscú de noche, descalzo y con las manos maniatadas.
  
  Pero no pudo encontrar nada que le soltara el cierre. Tenía que dejar de andar por ahí haciendo el payaso y salir del local.
  
  Mantuvo el cuchillo entre los dientes y continuó torciendo y forzando las manillas mientras inspeccionaba la puerta exterior y el escaparate para ver por dónde podía salir. Su corazón empezó a debilitarse casi enseguida y continuó decayendo rápidamente mientras hacía una diligente inspección. La puerta estaba provista de una complicada cerradura como nunca había visto otra semejante, y la llave había sido quitada. El escaparate era un sandwich de grueso vidrio y revoltijo de hilo metálico. ¡Dios! Esto era desesperante. Quizá la otra puerta de la sala en la que lo habían tenido sería más prometedora. Valía la pena probarlo, aun cuando estaba casi seguro que le introduciría en un pasillo conducente a otras salas y finalmente a una puerta posterior tan firmemente afianzada como ésta.
  
  Con el cuchillo fuertemente asegurado entre los dientes, recogió la varilla eléctrica y trotó hacia el fondo de la pequeña tienda. Allí se detuvo. Con ojos ya acostumbrados a la oscuridad pudo ver el pequeño mostrador del servicio y su contenido. En la vitrina no había nada que pudiese usar. La caja registradora no sugería ninguna posibilidad inmediata, pero había un teléfono.
  
  Percibió movimiento en alguna parte de la casa.
  
  «¡Aprisa! ¡Llama a Sonya!».
  
  Maldiciendo sus torpes dedos, marcó el número de Sonya y oyó el distante timbre al otro lado de la línea. Continuó sonando angustiosamente, como un grito de socorro en una sala a prueba de sonidos. ¡Buen Dios! Sonya quizás estaría en su casa, esperándole, preguntándose qué se había hecho de él… y en su habitación no había teléfono.
  
  «¿La Embajada de Estados Unidos? No. Había recibido estrictas instrucciones, y no le harían caso, seguramente alegando no conocerle. De cualquier modo, llevaría demasiado tiempo ponerse en comunicación con una persona de fiar».
  
  Colgó finalmente y se devanó los sesos para recordar el único otro número que le habían dado mientras estaba en Moscú. ¡El número le esquivaba obstinadamente!
  
  Los distantes ruidos devinieron en un lento y cauto rumor, como de alguien que bajase al piso inferior sin prisa.
  
  ¡Ah! Las cifras acudían a su memoria e hizo girar el disco rápidamente, poniendo el teléfono de través entre la cabeza y el hombro y sintiéndose un poco como un manco, sólo una parte de un hombre.
  
  El teléfono sonaba distante. Los sordos golpes se acercaron y de repente se hicieron sonoros. Oyó gritos, seguidos del rumor de rápidos pasos.
  
  Un ruido más fuerte resonó en sus oídos con golpe Seco.
  
  Una tremenda voz, semejante al retumbar del trueno, traspasó de parte a parte su doliente cabeza.
  
  —¡Diga! ¿Quién es? —rugió la voz.
  
  —Camarada Valentina, te habla el agente Stepanovich —mintió rápidamente Nick en el micrófono del teléfono—. Con relación al espionaje en la oficina principal, hay una compañía china llamada…
  
  El rumor estuvo de repente encima de él, y una figura pasó de prisa por entre las crujientes cortinas y arrancó con violencia el auricular de su mano. Un pie enfundado en una bota coceó sus rodillas, y Nick salió volando. Mientras ochenta kilos de peso se posaban sobre su pecho, oyó el distante y metálico rugido de una voz que decía:
  
  —¿Qué es esto? ¡Hola! ¿Quién es?
  
  Vio la decisiva embestida mientras el segundo hombre rompía fieramente el cordón, arrancándolo de cuajó. Nick lanzó furiosos tajos al rostro que asomaba sobre él, el del hermano Andrei, y empujó la cadena de las manillas reciamente contra la espabilada nariz. Se movía a bruscos tirones y con toda la fuerza de que podía disponer en su incómoda postura. El hermano Andrei gruñó y se echó atrás, retrocediendo y chocando contra el hermano que estaba junto al teléfono. Nick se revolvió convulsivamente y pateó la saliente mandíbula de Andrei. El hermano número dos, al cual Nick no había sido formalmente presentado, saltó hacia delante por encima de su caído camarada; con las manos extendidas.
  
  Nick desprendió el cuchillo de su boca, dejándolo caer en sus manos atadas y lanzó tajos en dirección al cuello del hombre, ensartándolo como una brocheta a través de un trozo de recocida carne. La sangre goteó sobre sus manos mientras lo arrancaba. El hombre dio un ronco grito y cayó encima de Nick con piernas y brazos extendidos, todavía arañando salvajemente. Nick hirió otra vez. Mientras se ponía de pie en un brinco oyó un grito de rabia y los rápidos pasos de detrás de la cortina, y comprendió que no tenía ninguna probabilidad de salir de allí con vida. ¡Pero al menos iba a dejar este mundo luchando y llevándose por delante a algunos de esos bastardos consigo!
  
  Un airado mosquito procedente de la entrada guarnecida con cortinas pasó cerca de su mejilla, zumbando. Nick se agazapó junto al mostrador, preparado para saltar en el momento oportuno. El hombre de la pistola se metió en la sala gritando coléricamente y blandiendo la maciza arma como un detector de metal.
  
  —¡Salga de ahí, necio! —gruñó—. ¡Lo tengo copado!
  
  Nick saltó de lado y lanzó el cuchillo sobre él cuerpo que se destacaba a la luz del farol. El hombre aulló chillonamente, y una bala de la silenciosa pistola pasó por encima de la cabeza de Nick. El cuchillo cayó al suelo con estrépito y el hombre se agarró el hombro, pero la pistola disparó otra vez y su mensaje pasó rasando el rostro de Nick y penetró en la pared a su espalda.
  
  «¡Maldita sea! Ahora hasta el cuchillo había perdido y no tenía nada…».
  
  Se acordó de la varilla y saltó en su busca como un gato que huyera de una caliente estufa. La pistola le siguió y ladró otra vez, pero su acción fue retardada por el silenciador y el lesionado hombro del hombre influyó notablemente en su puntería. Nick cogió la varilla con sus maniatadas manos, dio un ágil y sesgante salto en el aire que habría hecho honor a la bailarina Dubinsky, y aterrizó a pocos pasos del pistolero, con el cuerpo ladeado hacia la alargada mano que sostenía la pistola. El hombre Vacilaba como un boxeador de edad madura que se enfrentase con un joven retozón, y esa vacilación bastó. Nick apretó el diminuto conmutador de la varilla y la blandió vigorosamente. La varilla hendió el aire y golpeó la cara del hombre; se separó de repente con violencia mientras Nick saltaba otra vez y hacía finta, avanzó de nuevo con rápido movimiento y pinchó vivamente la mano que sostenía la pistola, se alejó con un amplio vuelo y volvió para picar el cuello inexorablemente.
  
  El hombre chilló e hizo un desatinado disparo al aire; Nick brincaba de nuevo con la varilla y la blandía como una duela de barril, haciendo saltar la pistola de la mano del hombre a golpes y enviándola volando a través de la sala. Pinchó otra vez, fuerte en el cuello, y su enemigo retrocedió tambaleándose como un toro herido, rugiendo suficientemente alto como para resucitar a los muertos. Nick movió la varilla eléctrica a tirones de nuevo, tomó fuerzas, y golpeó al hombre en una sien con todo su decayente vigor.
  
  Podía oír al resto de la chusma tronando mientras soltaba la varilla y trataba de recoger la pistola. El hombre había cesado de gritar, pero estaba todavía completando su torpe caída al suelo cuando ya Nick tenía la pistola en sus maniatadas manos y la estaba apuntando a la puerta. El cierre parecía imposible de hacerlo saltar, pero era la única esperanza. Cuanto quedara dentro de la pistola no iba a cuidar de todo aquel puñado de maníacos. Arrimó la maciza arma a la cerradura y apretó el gatillo tres veces en rápida sucesión, alborozándose ante el deterioro que columbraba. Al tercer disparo el percutor resonó con golpe seco en una cámara vacía, pero una gruesa pieza de metal se desprendió de la puerta. Nick forzó el tirador. Permanecía firme. ¡Oh, Dios, oh Dios! Lo batió con ruido, de un modo febril De repente, mientras unos pasos atravesaban el pequeño almacén con vivo martilleo y las cortinas crujían airadamente, la puerta se abrió de golpe.
  
  Nick se lanzó a la calle y penetró en la fresca noche. Y corrió, sus pies batiendo el pavimento y su corazón próximo a estallar, con la exuberancia de la libertad.
  
  Hubo rápidos pasos y gritos detrás de él, pero nada podía detenerlo, porque había luces y gente enfrente… Corrió hacia ellas, y…
  
  El «Pobeda» negro pasó por su lado y paró más allá con una sacudida. Dos hombres salieron apresuradamente y avanzaron hacia él. Nick vaciló, hurtó el cuerpo, y sintió un repentino peso en las rodillas que lo hizo caer sobre la acera, donde su cabeza dio contra la fría y firme piedra. Medio aturdido, batió con los brazos y las piernas, y enseguida su cabeza estalló, desintegrándose en un millón de estrellas fugaces, mientras el mundo entero se desplomaba sobre él con estruendo.
  
  Nick temblaba. La helada agua goteaba por su desnudo cuerpo. Gimió y abrió los ojos.
  
  «Aquí estamos otra vez», —le dijo amargamente la voz de su conciencia.
  
  La sala era la misma de antes. Su vista no era del todo la que había sido y las figuras eran borrosas, pero estaban allí. Él estaba atado, de nuevo, a las barras paralelas, y el cuerpo le dolía terriblemente.
  
  La escena se deslizó lenta y suavemente hasta situarse en foco. Estaba el hermano Sergei, que parecía muy colérico; el chino de la túnica, con su aire inescrutable; y otro hermano atareado en el fondo, con las mangas enrolladas. Pero había un nuevo anfitrión. Un pulcro hombrecillo estaba delante de él con una sonrisa en los labios y un centelleo en sus oscuros ojos parecidos a abalorios.
  
  —¡Qué agradable! —decía el hombrecillo—. ¡Qué agradable verle! ¡Y qué hombre tan extraordinario es usted! ¡Qué representación!
  
  La admiración irradiaba de su suave rostro.
  
  —Al mismísimo borde de la muerte, levantándose y matando a los poderosos. —Se rio entre dientes—. Es infortunado, por supuesto, que ya no podamos llamarnos los Doce Hermanos. Algunos, gracias a usted, ya no están con nosotros. Pero no importa. Nuestras filas serán reforzadas. La pérdida vale el placer de Conocerle…
  
  Su delgado y pequeño dedo índice se adelantó y acarició el interior del codo derecho de Nick.
  
  —Durante largo tiempo —dijo la agradable voz—, he estado esperando conocer a un miembro de la AXE. Veo que Usted lleva la marca de tatuaje de esa casi legendaria organización. Me honra estar en compañía tan distinguida. Siento mucho que mis colegas no le reconociesen y por consiguiente lo trataran tan rudamente. Por otra parte, no se les puede culpar, porque el significado del símbolo de la AXE sólo lo saben, al presente, lo que yo llamaría unos «Pocos Elegidos».
  
  La delicada manecita subió para frotar suavemente el pequeño y redondo mentón.
  
  —Usted, supongo, ¿no se dignará hablar con nosotros? —preguntó.
  
  Nick cerró los ojos fatigadamente.
  
  —¡Al diablo!
  
  —No, por supuesto —el hombrecillo rio de nuevo—. Pero, no hay necesidad de que lo haga. Sabemos que la AXE le envió aquí, y usted descubrió algo que le interesó y que sin duda interesaría a sus superiores. Pero lo que fuese no es de verdadera importancia para nosotros. Sabemos mucho más sobre nosotros mismos de lo que saben ustedes —de nuevo la risita, ahora un poquito más sabrosa—. Y tengo entendido, por lo que dicen mis colegas, qué es sumamente difícil sacarle confidencias. En otras circunstancias, creo que valdría la pena probar otros procedimientos, los cuales estoy seguro tendrían buen éxito. Sensiblemente, sin embargo, ahora no es ocasión.
  
  La voz se hizo cortante como el filo de una navaja.
  
  —Tenemos otro empleo para usted. No requerirá nada de usted. Ni declaraciones, ni cooperación de ninguna clase; o cooperación espontánea, claro —el tono del hombrecillo descendió a una afabilidad que era casi almibarada—. Naturalmente, usted cierra los ojos. Pero no puede cerrar los oídos. Y quizá le divierta saber que yo no podría haber deseado un espécimen más ideal que usted. ¡Oh, sí; servirá admirablemente para el caso!
  
  Nick oyó el ruido de manecitas que se frotaban. Mientras escuchaba, comprobó su energía quietamente.
  
  «Y esta vez», —tenía que confesárselo—, «estaba casi agotada».
  
  Su cuerpo estaba inactivo de los hombros para arriba y ardiente de dolor de los hombros para abajo. El cerebro se rehusaba a pensar claramente, a concentrarse, o siquiera a hacer caso…
  
  «¿Espécimen?», —pensó con desgana—. «¿Terminaré en un tarro de salmuera o en un pote de té? Quizás en una pequeña botella. Hawk no me reconocerá. Sonya no volverá a pasar sus largos y delicados dedos por el teñido cabello de Ivan Kokoschka…».
  
  —¡Admirablemente! —repitió el hombrecillo—. Con su ayuda, nuestros amigos rusos no podrán menos de creer lo que ya tienen motivo para sospechar. ¡Un agente de la AXE! ¡Maravilloso! La mejor cosa para escarchar nuestro cuidadosamente cocido pastel.
  
  De nuevo hubo frotamiento de manos. Nick le miró de soslayo por entre las pestañas. El hombre menudo y aseado parecía estar enormemente satisfecho.
  
  —¡Qué triquiñuela! ¡Qué triquiñuela! —dijo regocijadamente el hombrecillo—. Pero hemos de asegurarnos de que usted esté en bastante buen estado cuando lo encuentren. Vivo o muerto, siempre es bueno tener el mejor aspecto posible, ¿no es verdad, amigo mío?
  
  «Vivo o muerto. ¡Cuán siniestras hacía parecer sus palabras este melodramático personaje!».
  
  «Pero ahora déjame examinar mi situación», —se dijo confusamente a sí mismo Nick. «El pisaverde lo había reconocido como a un agente de la AXE y estaba satisfecho. No iba, sin embargo, a sacar información de su apresado espécimen por medio de torturas pero iba a entregarlo, a él, a Carter, a… ¿a ellos? ¿A los rusos? ¡Disparatado! ¡Insensato! Y en buen estado, además, aun cuando posiblemente muerto».
  
  Le dio vuelta a la idea en su mente, vagamente consciente de que el pequeñajo se había alejado de él andando de puntillas y estaba ahora discutiendo con Sergei y el hombre de paso ligero y silencioso que parecía un brujo curandero, Chiang-Soo; alguien había llamado así al hombre de ropaje de seda. Gradualmente llegó la comprensión a la confusa mente de Nick, La cosa no tenía sentido para él, pero igualmente nada de nada había tenido sentido desde el principio. Anderson, el hombre de la C.I.A., había acabado muerto en los Almacenes GUM. Él, Carter, estaba destinado a ser otro Anderson.
  
  «Pero, por Dios, si esta gente tenía acceso a la clase de información que los rusos afirmaban que alguien estaba hurtando, ¿por qué habrían de arriesgarse y complicar su proyecto echando cuerpos americanos en los regazos rusos? ¡Por supuesto, algo había salido mal! Fedorenko, el espía ruso que había encontrado el microfilm chino. Se habían preparado para tal eventualidad arreglando las cosas de modo que pareciera como si los secretos hubiesen sido originalmente hurtados por los americanos. Pero en tal caso, ¿cómo podían…?».
  
  Desistió. Era demasiado, y estaba fatigado hasta lo indecible.
  
  El hombrecillo retrocedió hacia él, frotándose las manos con satisfacción.
  
  —¡Bien, bien! —dijo jubilosamente—. Ya está todo arreglado, y tan diestramente que casi siento que no pueda explicárselo para que usted aprecie todas las sutilezas. Pero uno no puede aventurarse, ¿no es cierto?
  
  Apareció una nubecilla entre sus encogidos ojos.
  
  —Pero usted está incómodo aquí, amigo mío, y veo que sufre. Debemos bajarlo enseguida y dejarle reposar. ¡Chiang-Soo! —batió sus pequeñas manos vivamente y el chino se adelantó—. La primera inyección, si me hace el favor. Luego lo soltaremos. No lo retendremos mucho, amigo mío —agregó benignamente—. Sólo el tiempo necesario para completar nuestros preparativos. Luego estará libre, ¿comprende? ¡Sí, libre!
  
  Rio copiosamente, y su reducido cuerpo bamboleó de gozo por la estupenda chanza.
  
  Chiang-Soo extendió sus largos y ataviados brazos hacia arriba. Nick captó un fugaz destello de la luciente aguja posada entre los ágiles dedos del hombre, y enseguida sintió que la incisiva y fría extensión se hundía en su brazo.
  
  —¿Qué… qué es? —musitó roncamente. Sus ojos se nublaron de repente y sus sentidos vacilaron.
  
  —No se alarme —oyó decir aún—. No es más que un sedante, un narcótico, para prepararlo para el inmediato paso de nuestro plan. Más tarde habrá otra medicación, y se le dirá lo que se exige de usted. Le proveeremos de ropa más adecuada y…
  
  Las palabras se extinguieron gradualmente, convirtiéndose en un confuso murmullo. Después hubo silencio y un bendito reposo.
  
  Era mucho más de medianoche en Moscú, y sin embargo en toda la ciudad los teléfonos sonaban incesantemente y una cantidad insólitamente grande de gente atendía a sus asuntos de un modo singularmente reservado.
  
  Llegó la mañana. Los teléfonos sonaban con menor frecuencia pero no obstante a intervalos regulares, y los hombres que habían sido despertados para un servicio extraordinario continuaban con la tarea hasta ser relevados por otros igualmente persistentes y vigilantes.
  
  La «Tienda de Objetos para Regalos Orientales» abrió para el comercio como de ordinario.
  
  Sonya Dubinsky se despertó en el lecho de su amiga Natasha, preguntándose por segunda vez dónde estaba, y de repente recordó. Se restregó los ojos para ahuyentar el sueño, y se dirigió inmediatamente al teléfono para averiguar si había habido alguna noticia acerca de los dos hombres del «Pobeda» negro y el ausente Ivan.
  
  Marcó el número privado. Una suave voz contestó la llamada.
  
  Nada todavía.
  
  Se sentó sobre el apañuscado lecho con la cabeza apoyada en sus negligentes manos.
  
  El día pasaba lentamente.
  
  En alguna parte de la ciudad estaban afeitando y vistiendo a un hombre, y hablándole en un tono bajo y apremiante. Sus venas rebosaban de sustancias no conocidas y su cerebro estaba lleno de pesadillas.
  
  Llegó la larde. Sonaban más teléfonos, se daban más avisos. Uno de ellos era tan urgente e importante que se pedía que el propio Dmitri Borisovich Smirnov se ocupase de él. Era una explosiva y sensacional noticia de la Embajada China. Habían cogido a un espía; y lo habían perdido.
  
  La noche otra vez. Nick estaba en la calle y corriendo, si bien no tenía idea del por qué lo hacía o de adonde lo estaban llevando los pies. Recordaba vagamente haber sido sacado de un coche y empujado rudamente haciéndolo avanzar y doblar una esquina hacia el centro de una ancha avenida. Ni siquiera era consciente de que se llamase Carter, o Kokoschka, o de que ya no llevaba el bigote y el traje ruso en forma de saco.
  
  Pero iba vestido. Percibía eso sin pensar en ello, y mientras corría se dio cuenta de que llevaba una pistola enfundada bajó la axila. Le sorprendió por algún motivo, aun cuando sabía que no era la primera vez en su vida que había llevado una pistola. De lo único de que era verdaderamente consciente era de la necesidad de correr… para esconderse.
  
  De repente, supo a dónde iba. Era un ciudadano americano, se hallaba en un apuro, y aquel achaparrado edificio era la Embajada de Estados Unidos. Tenía que llegar hasta él. Tenía que meterse dentro, para su seguridad. Habría rusos vigilando por allí, alguien le había provechosamente informado de eso, e iba a tener que ser más listo que ellos. Ya podía percibir oscuras figuras en varios puntos. Estarían armados, además; sabía eso. Bien, si tenía que pelearse a balazos, lo haría.
  
  Estaba muy cerca de ellos. Y muy cerca del refugio sagrado. Metió la mano bajo la chaqueta y sacó la pistola. Uno de los hombres estaba avanzando hacia él, y ese hombre iba a recibir el balazo de lleno en el…
  
  ¡Un momento! ¿Cuándo había disparado él contra los rusos? Nick vacilaba. Algo le estaba diciendo que tenía que matar. Y alguna otra cosa estaba susurrándole urgentemente que no lo hiciese. ¡Pues bien! Usaría la pistola como una señal; haría un par de rápidos disparos al aire, y era seguro que enseguida alguien saldría corriendo de la Embajada para averiguar qué estaba pasando. Acaso fuera Sam.
  
  Se asombró brevemente, y vio a un hombre destacarse de la oscuridad e ir resueltamente hacia él.
  
  —¡Alto! —oyó gritar—. Sabemos quién es usted. ¡Entréguese enseguida o…!
  
  Nick disparó rápidamente al aire. Eso debiera hacer que algo se pusiese en marcha, pensó con esperanza. Así fue. Una detonación hendió el aire por encima de su cabeza. Una bala chocó con la pared a su lado y echó trozos de cementó por su rostro. Nick blasfemó, se agachó, se escabulló, y oyó el cantante sonido de una silenciosa pistola que enviaba su mensaje más allá de sus orejas.
  
  «¡Es inútil!», —pensó desesperadamente—. «Hay demasiados. No podré llegar hasta allí».
  
  Dio media vuelta y empezó a retroceder a lo largo del camino por el que había venido.
  
  «¡Dios todopoderoso, la calle estaba llena de agentes!».
  
  Un cordón de hombres cerraba el extremo de la manzana, y la luz de los faroles brillaba en los cañones de sus pistolas. Una bala pasó por encima de su cabeza. Otra dio Contra la pared, a su lado.
  
  «¿Qué está pasando?», —pensó frenéticamente—. «¡Todo el maldito ejército está aquí para cazarme!».
  
  Se echó hacia atrás contra la pared y disparó salvajemente, primero al cordón y después en dirección a los fogonazos de las puertas de la Embajada. De repente una cortina de fuego lo envolvió. Saltaban fragmentos de la pared. Las balas pasaban volando chillaban y cantaban y hacían muescas en su carne y a pesar de ello permanecía allí disparando en la oscuridad.
  
  «¡Invencible!», —pensó alborozadamente—. «¡Las balas lloviendo sobre mí desde todos lados, pero no pueden tumbarme! ¡Bastardos!».
  
  Una bala lo alcanzó en el cuello y le hizo una seria lesión. Nick se volvió coléricamente, apretó el gatillo de su vacía pistola, y sintió que algo parecido a un yunque golpeaba su sien. Cayó de hinojos, vaciló por un momento, y enseguida se sintió como una piedra mientras otra bala daba contra su cráneo. Unas formas humanas salieron de la oscuridad y corrieron hacia la inerte masa que era el cuerpo de Nick Carter.
  
  
  
  
  
  10 - Mi turno, Smirnov
  
  
  DMITRI BORISOVICH SMIRNOV colocó cuidadosamente el tablero en el centro de la mesa y amorosamente depositó cada una de las treinta y dos talladas piezas de ajedrez en su casilla. El juego, o más bien, el ejercicio mental, le ayudaba a pensar. Y lo mismo bacía el vodka.
  
  Cuando hubo colocado cada pieza en su correspondiente lugar, alargó el brazo para alcanzar una caja y sacó la botella y las copas. Su siguiente movimiento fue alcanzar una caja cerrada con llave y después de abrirla, puso su contenido metódicamente sobre la mesa, junto al tablero de ajedrez; una pistola, un abultado sobre, un bolígrafo, una cartera que contenía notas diplomáticas americanas y rusas, y algunos papeles de identificación pertenecientes a un tal John Goldblatt, periodista americano.
  
  Miró a su huésped de reojo y alisó su frondoso bigote.
  
  «¡Bien!», —se dijo—. «El método ante todo. Es una fortuna tener colaboradores tan eficientes. Un momento más, y hablaremos. Mientras tanto…».
  
  Llenó una copa con vodka y se la echó al coleto rápidamente, mientras sentía que una ardiente sensación se extendía a lo largo de su garganta.
  
  Nick se estiró y escuchó los pequeños, y casi domésticos ruidos. Las ventanas de su nariz palpitaban de un modo inquisitivo. El olor de antiséptico había desaparecido. No había acalladas voces. Ni repentinos pinchazos, ni firmes manos que tentasen su dolorido cuerpo. Abrió los ojos con aprensión.
  
  Una blancura se deslizó a través de su visión y lentamente se situó en foco. Era un techo, salpicado de luz. Se relajó. Le dolían los músculos, pero no desagradablemente; era más bien como si se hubiera fatigado en algún desacostumbrado ejercicio y después le hubiesen dado, masaje unas manos expertas. Se tocó la cabeza. No había vendaje, pero sí un persistente dolor sordo. Su cara estaba bien rasurada. Una risita llegó a sus oídos. La escuchó y trató de situar a la persona que la emitía; no lo logró. Se incorporó y parpadeó: La cabeza le daba vueltas de un modo vertiginoso y la visión se le hacía de nuevo borrosa. Pero la pesadilla había terminado y ahora Nick sabía Quién era.
  
  —¡Bien, señor Slade! —rugió la caudalosa voz—. ¡Ya está usted con nosotros, al fin!
  
  Nick giró las piernas hacia un lado del sofá y fijó la vista en el que hablaba.
  
  El repentino movimiento le hizo gemir involuntariamente. Un millar de demonios con horquillas estaban pinchando su cabeza, y Su vientre estaba como si…, como si hubiese sido usado como saco de entrenamiento para boxeo. Y lo había sido, podía recordarlo, mirando al rostro que le observaba desde el otro lado de la mesa. Reconoció la cara. No mucha gente podía hacerlo, pero él había observado su imagen en los legajos de papeles y publicaciones de la AXE, en la oficina principal.
  
  —Bravo, camarada Smirnov —dijo, y su voz sonó ronca y desusada—. Parece que sí estoy realmente aquí. Siempre pensé que nos veríamos en el infierno. ¿No estamos en él?
  
  Dmitri Smirnov rio.
  
  —Su opinión es muy aventurada —dijo suavemente, alisándose el bigote—. Estamos en lo que podemos llamar antesala de la Oficina de Información. El Purgatorio, diría yo. Pero antes de que continuemos con nuestra conversación, quiero decirle algo: usted ha estado en un hospital durante los últimos tres días, Un hospital muy especial y ha charlado de un modo muy significativo.
  
  —¡Tres días! —resolló Nick.
  
  Smirnov arqueó sus espesas cejas.
  
  —Su reacción es fascinante —dijo—. Parece interesarle más el elemento tiempo que lo que yo llamo Su verborrea. ¿Tiene el tiempo, pues, tanta importancia?
  
  —Siempre me gusta saber qué hora es —dijo Nick—. ¿Y la tiene el vodka que veo juntó a las piezas de ajedrez?
  
  —Sí, realmente —respondió Smirnov. Escanció licor en una segunda copa—. Para la cabeza es recomendable el vodka. A su salud, Slade. Y le doy la enhorabuena por estar entre los vivos… Y para el interrogatorio, le recomiendo una partida de ajedrez. ¿Qué le parece? ¿Acepta?
  
  Nick tomó el ardiente líquido agradecidamente.
  
  —Estoy un poco torpe por falta de práctica —dijo a modo de disculpa, y arrastró hacia la mesa una silla de respaldo recto—… Y hace mucho tiempo que no he jugado al ajedrez en un pijama prestado. ¿Puedo preguntar qué han hecho ustedes con mi ropa? No quisiera salir de aquí en calzoncillos.
  
  —Ah, bien, no tendrá que hacerlo —dijo afablemente Smirnov—. La han planchado y está lista para ponérsela. Sin embargo, la verdad, hemos encontrado varias cosas que usted llevaba, que necesariamente precisan una pequeña explicación. Eso, por ejemplo —abrió el abultado sobre y deslizó su contenido a través de la mesa—. Supongo que usted me dirá que nunca antes de ahora ha visto esos papeles y que no tiene idea del por qué fueron hallados sobre su persona.
  
  Nick los cogió y los examinó atentamente. Cada uno era una hoja de papel de la Embajada americana, con el membrete cortado. Cada una contenía un informe tan sumamente secreto que ningún ruso que estuviese cuerdo lo habría mostrado a otro hombre sin un buen motivo. Nick hojeó los mensajes cuidadosamente. Esto era exactamente lo que había sido encontrado sobre la persona de Anderson, excepto que eran informes más recientes.
  
  —Juegue —dijo graciosamente Smirnov.
  
  Nick contempló el tablero de ajedrez y cuidadosamente movió el peón de rey.
  
  —Su suposición es cierta —dijo—. Es la primera vez que los veo.
  
  Smirnov rio entre dientes.
  
  —Sin embargo fueron quitados de su ropa, después que fue recogido cerca de la Embajada americana. También encontramos esta pistola, y estas otras cosas —pasó rápidamente su vigorosa mano de largos dedos por los otros artículos de la mesa. Nick los miró de soslayo.
  
  —Sólo el bolígrafo es mío —dijo.
  
  —Sólo el bolígrafo. ¡Ah! —repitió Smirnov. Miró al tablero y cuidadosamente movió su peón de rey—. Los papeles de identificación… ¿no son suyos?
  
  —No, por supuesto —dijo Nick—. Usted me ha llamado Slade. Me pregunto cómo sabe mi nombre. Pero he de decirle que usted tiene razón.
  
  Movió su caballo de rey prontamente, atacando el peón contrario, y devolvió a Smirnov los papeles de John Goldblatt.
  
  —Usted sabe que estos papeles no son míos.
  
  —Sí, lo sé —dijo tranquilamente Smirnov—. Eso fue una pequeña equivocación, y me complace decir que ha habido una cantidad de ellas. De otro modo, usted no estaría con vida para jugar esta partida conmigo —su mano se cernió sobre las piezas del tablero y arqueó sus espesas cejas—. En verdad, estamos informados sobre este Goldblatt. Era un agente al servicio de los ingleses y los americanos. Por algún tiempo estuvo trabajando en Johannesburgo, y después, por algún motivo, se marchó de repente. Luego apareció aquí en Rusia, como un autorizado periodista. Pero, déjeme ver…
  
  Movió su caballo de dama defendiendo su peón y se reclinó en la silla, mirándolo con atención, como si esperase que retrocediera de un brinco a su primitiva posición.
  
  —Sí, Goldblatt. Sabemos por casualidad que dejó su trabajo en el periódico y está ahora trabajando en una agencia de publicidad de Londres. Da lecciones de fotografía como ocupación secundaria y entiendo que está alcanzando cierta distinción con sus exposiciones. Un joven de mucho talento, ese Goldblatt. Un poco más joven que usted, y con una magnífica barba, lo cual, temo, usted jamás logrará. Es también, sensiblemente, un poquito más delgado, pelado como un monje, diría. ¿Le admira que sepamos todo esto? Bueno… tenemos nuestros espías, ¿sabe?
  
  —Comprendo —susurró Nick y movió el alfil de rey, amenazando el caballo de Smirnov—. Un poquito más de vodka, por favor. Muchas gracias. ¿Y qué descubrieron ustedes en cuanto a la pistola? ¿Era de Goldblatt, también?
  
  —No. —Smirnov meneó la cabeza—. Si bien era un espía, Goldblatt nunca llevaba encima algo más mortífero que una cámara. Espero que usted aprecie cuán afortunado es, por el hecho de que sepamos estas cosas. No, la pistola pudo haber sido recogida en cualquier parte, quitada a algún abandonado americano en Vietnam o en algún lugar semejante. Y luego… cedida a usted. Junto con el primoroso traje americano. A menos que el traje y la pistola sean suyos. A pesar de lo que sé, quizá formen parte de usted, igual que el tatuaje de la AXE que lleva en el codo derecho.
  
  —Eso es razonable —convino Nick—. A pesar de lo que usted sabe, quizá lo sean. Su turno, creo.
  
  Smirnov fijó la vista en Nick, al otro lado del tablero. Sus ojos brillaban con algo que estaba muy cerca de la admiración.
  
  —Usted es frío, Slade, considerando las circunstancias.
  
  —Es porque no tengo ni idea de cuáles son las circunstancias —aclaró Nick sinceramente—. Probablemente la verdad de todo es que estoy muerto y soñando. Poco antes de que muriese sentí terribles dolores a causa de un balazo en la cabeza. Por supuesto, me alegro de mi resurrección. Pero debo confesar que estoy sorprendido y complacido por la acogida. Y por el hecho de que ni siquiera haya una venda dónde debiera haberla. ¿Podría usted, explicarme esto? Ayudaría a establecer la base para una fecunda discusión
  
  Echó un confortante tragó de vodka y miró seriamente a Smirnov.
  
  —Es todavía su turno —añadió.
  
  —No hay prisa, señor Slade. —Smirnov rio a carcajadas—. En un juego de habilidad, las jugadas se hacen con cuidado. Sin embargo, quizá podamos adelantar más si le explico cómo fue que usted vino a parar aquí.
  
  Movió su peón de torre dama amenazando el alfil y se reclinó.
  
  —Recibí un aviso —continuó—, de la Embajada China. Y encontré que era una comunicación muy singular. Como resultado de ello, hable al embajador chino y a un pulcro y algo desagradable hombrecillo llamado Chou Tso-Lin. ¿Lo conoce usted?
  
  —No estoy seguro —dijo Nick, examinando la última jugada de Smirnov—. La descripción parece familiar, pero el nombre no me suena —un pequeño fogonazo de reminiscencia fulguró en su mente—. Un momento… ¡sí! Es el jefe de los Doce Hermanos.
  
  —Usted se empeña en hablar de ellos, ¿no? —Smirnov arqueó sus frondosas cejas—. Eso fue todo lo que oímos mientras usted estaba delirando. Infortunadamente, no existe tal grupo. Sin embargo, volveremos a eso. No, Chou es el oficial de seguridad de la Embajada, bajo cuyo distintivo entró en este país hace un año. Y no hay duda en absoluto de que desempeña alguna especie de función dentro del Cuerpo de Seguridad, aun cuando yo diría que ellos no han sido tan completamente francos y abiertos para conmigo como podría desear.
  
  Su tono era áspero y una maliciosa sonrisa torció un esconce de su boca.
  
  —Estos dos caballeros me hicieron un relato muy alarmante. Parece ser que desde unos meses atrás la Embajada había estado recibiendo misteriosas comunicaciones por correo, consistentes en información rusa del máximo secreto. (No dijeron cómo Sabían que era del máximo secreto), escrita a máquina en ruso fonético, en papel americano de superior calidad. De hecho, encabezamientos de la Embajada de Estados Unidos, con el membrete quitado. La Inmediata reacción de nuestros aliados chinos fue por supuesto devolvernos el material con amplias satisfacciones y ofrecimientos de cooperación. No obstante, fueron dándose cuenta de que la información era realmente de gran importancia para ellos y que debía de haber algo muy siniestro detrás de la entrega.
  
  Hizo una pausa y tomó un sorbo de vodka.
  
  —Fueron muy perspicaces —observó Nick—, no mencionando cuánto mayor provecho podían sacar del material manteniendo secreta su entrega —reculó su amenazado alfil—. ¿De dónde creían que estaba viniendo el material, de cualquier modo? ¿Creían que lo estaba trayendo la cigüeña?
  
  —Quizás, al principio, Al menos no podían haber estado más sorprendidos de lo que dicen que estaban. —Smirnov sé alisó el bigote y miró al tablero—. Pero a medida que pasaban los meses y ellos continuaban recibiendo los informes, el remitente se hacía más osado y pedía la devolución de los papeles a una dirección, después de que los lectores chinos hubiesen reproducido los mensajes en microfilms. También pedía un intercambio de información, y haciéndolo así se identificaba como un americano que estaba ansioso de poseerla para su propio provecho, o para el de su país.
  
  —Es ridículo-dijo Nick.
  
  —Sí —convino Smirnov—. Posiblemente otra equivocación. Pero errar es humano, al fin y al cabo. Bien, nuestros camaradas chinos, ansiosos de descubrir a este subversivo ser que les estaba enviando toda esa fea información sobre los proyectos y planes soviéticos, vieron entonces la oportunidad para averiguar quién era su misterioso corresponsal. De modo que cooperaron con el hombre; devolvieron el material; después de reproducirlo, y empezaron a hacer lo posible para fijar una entrevista entre uno de sus hombres y el espía americano.
  
  —¿Cuándo cree usted que empezó esta tentativa? —preguntó Nick—. ¿Acaso fue después que su agente Fedorenko viese cierto material en los archivos chinos?
  
  Smirnov le miró de soslayo, con aire de aprobación.
  
  —Creo que su cabeza está mejorando, camarada Slade. Tome un poco más de vodka. Produce un saludable efecto. Sí, sería aproximadamente en ese tiempo. Porque poco después tuvieron un contacto personal con un tal señor Anderson de la C.I.A. —Sus largos dedos movieron su otro caballo lenta pero decisivamente—. Después de la entrevista inicial, en cuya ocasión devolvieron al hombre el último material recibido y le expusieron ciertos planes secretos para cogerlo en su propia… trampa de duplicidad, perdieron su rastro por completo. Poco después oyeron decir que había resultado muerto en un accidente automovilístico.
  
  —¿Un accidente? Usted sabe que eso no es cierto —dijo claramente Nick.
  
  —¿Lo sé yo? Tal vez. No obstante, pronto empezaron otra vez a recibir las útiles comunicaciones por correo. Y de nuevo formaron planes para conocer al nuevo hombre que les estaba enviando la información. Esta vez estaban resueltos a llevar todo el asunto a buen término. Déjeme citarle lo que el embajador chino dijo como explicación. —Smirnov sonrió ligeramente y formó una cúpula con las puntas de sus dedos. Su gruesa voz tomó un agudo y alto tono, y sus ojos se estrecharon levemente—. El embajador dijo:
  
  Entonces ya se había hecho evidente para nosotros que esto era un premeditado paso por parte del Gobierno americano. Usted observará, Smirnov, que virtualmente toda la información enviada concierne a manejos rusos que son de particular interés para nosotros, y lamento decir que encontramos parte de ella extremadamente aflictiva. ¡Ah, así es!
  
  
  
  Smirnov frunció los labios ligeramente y levantó la voz otro poquito.
  
  Pero estamos dispuestos a pasarlo por alto, porque apreciamos que la transferencia de esta información no es más que un paso americano malignamente hábil para causar roces entre nuestros países. Era nuestra intención informarles de esto, hace tiempo pero queríamos tener pruebas suficientes. En esta ocasión estábamos seguros de que podríamos atrapar al informante, pero infortunadamente logró zafarse. A nosotros nos es imposible gestionar una búsqueda del hombre, pero si ustedes actúan prontamente con todos sus recursos, pueden todavía hallarlo. Es posible que intente buscar refugio en la Embajada americana. Pero debo advertirles que levantó el vuelo cuando intentamos prenderlo, y sin duda hará cualquier cosa para impedir su captura. Va armado, y es peligroso.
  
  
  
  —¡Embustes! —dijo rudamente Nick.
  
  —Oh, enteramente —dijo Smirnov en su voz normal—. Pero el peso de la evidencia queda. Juega usted, ¿no?
  
  —Así es. Y hay, como usted mismo ha señalado, muchas pruebas en mi favor. Parece que los errores de esos hombres, y son muchos, tienden a desacreditar su historia sin ningún esfuerzo por mi parte. —Nick movió su peón de dama a la cuarta casilla, con una repentina y audaz jugada que hizo que las cejas de Smirnov se arqueasen hacia el techo—. Debieran haberme matado mientras tenían la ocasión.
  
  —Eso debieran haber hecho. Ellos creen que lo hicieron. —Smirnov sonrió ampliamente—. Naturalmente, no tenían la intención de que usted cayese vivo en nuestras manos y ahora usted puede servimos. Por supuesto, si usted no tiene éxito en la empresa, puede ser que no lo necesitemos al fin y al cabo… Pero veremos. De cualquier modo, ellos creen ciertamente que usted murió. Después de recibir el mensaje y, podría decir, sus instrucciones, apostamos a nuestros hombres en puntos estratégicos de la ciudad, con una especial concentración en las cercanías de la Embajada americana. Fueron suficientemente sutiles, para llamar nuestra atención hacia esa posibilidad.
  
  Smirnov rellenó su copa y la de Nick. Parecía estar gozando.
  
  —Nos dieron una descripción notablemente exacta de usted e insistieron en que era terriblemente peligroso. Tomé las debidas precauciones. Con mayor efectividad, supongo, de lo que nuestros amigos consideraron. Por tanto, cuando usted llegó, le estábamos Esperando. Mí lugarteniente Leonidov me informó que usted disparó al aire. ¡Al aire, recuerde! ¡Difícilmente la acción de un hombre realmente desesperado y sanguinario! —su bigote se contrajo—. Ésa fue la señal para cercarle y disparar. Sé que usted, finalmente, trabó una magnífica batalla. Pero, por supuesto, le excedían en número de tal manera, que no tenía escape. Leonidov y uno o dos hombres refirieron también haber oído disparos hechos con silenciador. Mis hombres no los usan. Eso es interesante, ¿no?
  
  Sus ojos escudriñaron de repente los de Nick.
  
  —Fascinante —convino Nick—. Pero torpe otra vez. No por su parte, sin embargo. Supongo que sus hombres dispararon sobre mí; rápidamente, antes de que pudiesen alcanzarme los otros disparos.
  
  —Exactamente —asintió Smirnov, pero había un destello de gozo en sus vivos ojos mientras observaba a Nick, el cual se tocaba la sien de un modo pensativo—. Oh, puede mirarse luego en el espejo, si quiere, pero puedo asegurarle que no encontrará otra lesión que una magulladura. Y me complace decir que su propia puntería fue… bastante mala. Le hirieron varias veces en el cuerpo, y enseguida dos veces es la cabeza. Mis hombres usaron armas de tipo especial que empleamos sólo en circunstancias muy excepcionales, tales como cuando queremos dar la impresión de matar a un hombre sin, de hecho, dañarle en absoluto. O apenas muy poco. Las balas están hechas de un material plástico cóncavo, resistente al calor, las cuales, cuando chocan contra una parte vulnerable del cuerpo, son suficientemente potentes como para derribar a un hombre y dejarle sin sentido, pero no para lesionarle a un grado considerable. Después, por supuesto, cesó el tiroteo; lo llevamos a un hospital, lo registramos, examinamos su reciente corte de pelo y sus pertenencias con considerable atención, le hicimos un reconocimiento médico, y comprobamos que usted había sido drogado y estaba bajo una fuerte sugestión hipnótica.
  
  »Ha estado usted diciendo disparates por varios días. Hace unas horas, los médicos me han hecho saber que habían logrado neutralizar los efectos de su anterior tratamiento y que cuando recobrase el sentido sería realmente consciente y podría conversar conmigo. Y, siendo excelentes médicos, tenían plena razón. Oh, sí… Otra cosa, ahora —se detuvo por un momento y fijó la atención en el tablero—. Hemos expedido una nota notificando haberlo matado, fatalmente, mientras trataba de escapar.
  
  Tomó el peón rey contrario con su caballo.
  
  Nick emitió un pequeño silbido.
  
  —Muy habilidoso-dijo respetuosamente.
  
  —Oh, hago lo posible —dijo modestamente Smirnov.
  
  —¿Por qué? —preguntó Nick—. ¿Por qué se tomaron la molestia de simular matarme? Yo podía haber sido exactamente lo que ellos decían. Y ciertamente estuve oponiendo resistencia. Ustedes habrían estado en su perfecto derecho matándome, abiertamente.
  
  Smirnov rio entre dientes.
  
  —Le he dicho que lo queríamos vivo. A propósito, no creo que usted haya tenido mucho tiempo últimamente para trabajar en su libro… camarada Ivan Kokoschka.
  
  Nick le miró de hito en hito. Lentamente, adelantó su peón de dama, amenazando el caballo de dama de su oponente.
  
  —Todavía hay mucho que hacer —reconoció finalmente—. Pero ¿responde eso a su pregunta?
  
  —Sí —dijo afablemente Smirnov—. Como usted sabe, mis ayudantes y yo hicimos algunos arreglos para que los americanos enviasen un hombre aquí para ocuparse de cierto pequeño problema en el cual todos nos interesamos especialmente. Las condiciones de su visita aquí, impuestas por mis colegas de una menos… comprensiva sección del Gobierno, eran que el hombre había de ser vigilado todo el tiempo. Por supuesto me avine a sus condiciones, y su compañero Harris fue vigilado implacablemente. Pero yo estaba seguro de que Hawk no sería tan ingenuo o poco práctico como para pensar que su hombre pudiese conseguir algo en estas condiciones. Por lo cual, razoné y llegué a la conclusión de que Hawk enviaría otro hombre para trabajar encubiertamente. Yo estaba, naturalmente, muy ansioso por localizarle. Supuse…, y la camarada Sichikova estuvo de acuerdo conmigo, que el segundo agente de la AXE aparecería secretamente en Moscú, en una forma relacionada con la presencia del técnico Thomas Slade.
  
  Sonrió suavemente, y cuidadosamente movió su caballo de rey, amenazando el alfil blanco enemigo.
  
  —Nos costó horrores hallarlo a usted, si me perdona la expresión, occidental. Mis hombres pasaron muchos días y perdieron un tiempo precioso interrogando a los recién llegados a la ciudad y a sus diversos Conocidos. Pero había algo anormal con respecto al elemento tiempo en cada coyuntura.
  
  Hizo pausa y sorbió su vodka.
  
  —Y entonces —continuó—, un joven escritor apellidado Kokoschka desapareció en misteriosas circunstancias, y una angustiada señorita llamada Sonya Dubinsky llamó a un número muy particular que le había dado un hombre de la MVD —sonrió de repente ante la expresión de Nick—. ¡Oh, tenemos nuestros métodos! Tarde o temprano, siempre llama alguien. La camarada Dubinsky tenía un doble motivo, creo. Dio voluntariamente su información, en parte por amor a la patria; pero sospecho que obró por otra clase de amor también. Y entonces, a la noche siguiente, la camarada Sichikova recibió una incompleta llamada telefónica de alguien que dio un nombre falso, pero en una voz que ella reconoció.
  
  —Pues es una mujer portentosa —dijo entusiásticamente Nick, e hizo una cautelosa jugada con su alfil amenazado, reculándolo.
  
  —Y una agente extremadamente eficaz —convino Smirnov, haciendo enfáticamente una seña afirmativa con la cabeza—. Yo diría que en el espacio de unos pocos minutos después de su llamada, ella había movilizado a toda nuestra organización y trazado un plan de acción para mí. Desde entonces estuvimos vigilando, entre otros locales, todas las casas comerciales chinas, centros de misiones comerciales, tiendas, lavanderías, oficinas del cuerpo diplomático, restaurantes y muchas más. El resultado fue que advertimos un considerable y muy interesante movimiento de idas y venidas en esa pequeña tienda de objetos para regalos y en el edificio en el cual está alojada. Hasta le vimos salir a usted de allí, pareciendo estar un poco aturdido. Y lo seguimos, pues ya habíamos sido informados de que usted había «escapado» y quizá se estuviese dirigiendo a su Embajada. Sospechando que ellos tenían la intención de matarlo para que usted no pudiese contar su parte de la historia, convenimos… matarlo nosotros mismos. No estábamos muy satisfechos con respecto a la tarea de Anderson —tomó el alfil con su caballo.
  
  —Me alegro de saberlo —dijo Nick—. Nosotros tampoco lo estábamos. Pero, en lo tocante a la «Tienda de Objetos para Regalos Orientales»… ¿Ustedes la han registrado, por supuesto?
  
  —Sí, claro —dijo suavemente Smirnov—. Y muy discretamente. Todo lo que encontramos fue una primorosa pequeña tienda de objetos para regalos con primorosos pequeños artículos para regalos. Arriba, unas cuantas oficinas comerciales casi desamuebladas ocupadas por cuatro hombres dedicados a la actividad de compra y venta, y un pequeño y desusado gimnasio que hace muchos años fue empleado como sala de práctica por un club deportivo llamado «Los Doce Hermanos». Hace muchos años. No existe ya ese club, camarada Slade. Parece ser que usted estaba desvariando. E igualmente que usted no pudo haber descubierto nada de valor para nosotros. El negocio de la tienda es completamente legal No hay señales de ninguno de los aparatos que habíamos esperado encontrar.
  
  —No, claro —dijo acremente Nick—. Estarían bien escondidos.
  
  —Probablemente —dijo Smirnov en voz suave—. Pero, como he dicho, el peso de la evidencia descansa sobre usted. Quiero saber una cosa, y nada más. ¿Cómo es que todas nuestras conversaciones están siendo oídas de algún modo?
  
  Su grueso puño golpeo de repente la superficie de la mesa. Las piezas de ajedrez se zarandearon, pero permanecieron en su lugar.
  
  —Si usted me hubiese traído una solución, podíamos haber hecho la paz con Estados Unidos, al menos en este asunto. ¡Pero todavía no tengo una solución, y he de tenerla! ¡Todas estas semanas, y todavía nada! Y usted, por supuesto, no tiene la solución, ¿me equivoco?
  
  Nick se comió el osado caballo juiciosamente.
  
  —Sí —dijo—. Tengo una solución. Y es ofrecerle un empate, Smirnov.
  
  
  
  
  
  11 - ¿Dijo usted que era una sala de seguridad?
  
  
  SMIRNOV MIRÓ CON FIJEZA. Primero a Nick, y enseguida al tablero, en el que se veía claramente inferior.
  
  —Bien —dijo finalmente—. Estamos mano a mano, pues. Nosotros lo tenemos a usted, y usted tiene la solución. ¿Cuál es?
  
  —No tan de prisa, Smirnov. —Nick sonrió—. Ustedes me tienen a mí, ciertamente. Pero ¿van a cooperar conmigo, o van a continuar jugando al gato y al ratón, o al ajedrez, como supongo que usted prefiere llamarlo?
  
  Smirnov rio, y estiró el bigote.
  
  —Aceptando el empate no puedo hacer otra cosa que cooperar, amigo mío. Es decir, suponiendo que usted realmente haya descubierto algo de valor. Pero usted vino aquí para ayudamos, al fin y al cabo. ¿Por qué debiéramos ser hostiles?
  
  —No hay ningún motivo en absoluto —dijo Nick, ásperamente—. Deseo de veras que las cosas sean un poco diferentes de aquí en adelante. Me gusta el vodka y no tengo inconveniente en jugar al ajedrez, pero ciertamente prefiero continuar con mi tarea en vez de acechar por ahí encubierto, con todas las vías de investigación completamente cerradas para mí. Por tanto, de aquí en adelante espero tener libertad para ir y venir como me plazca. Y luego quiero que presenten un informe completo a mi Gobierno cuando estén convencidos de que tenemos la solución del problema. Y también, cuando llegue la ocasión para atrapar a esta gente, pienso participar en la prueba final. Bien… ¿qué dice usted, camarada?
  
  El jefe de la Policía secreta rusa miró fijamente y de un modo pensativo al hombre que sabía era uno de los mejores espías de EE.UU., si bien no conocía, (y probablemente nunca lo conocería), el nombre y categoría verdaderos del hombre. Se encogió de hombros.
  
  —Un poco más de vodka, señor Slade. ¡Por nuestra cooperación! —levantaron las copas en alto, y bebieron.
  
  Nick se puso de pie.
  
  —¿Dónde está su sala de seguridad, Smirnov? —dijo—. El sitio donde se cree estar seguro y en el cual acostumbra a tener las más secretas conversaciones.
  
  Smirnov se levantó lentamente.
  
  —Allí no —dijo—. No puede ser allí. ¡La hemos usado con menos frecuencia últimamente, por supuesto, y sólo para conversaciones de un carácter más o menos trivial, por si acaso! Pero la hemos examinado a fondo. ¡No es posible que haya aparatos ocultos allí! De cualquier modo, hemos completado un sistema de señales que enciende una luz roja si entra en funcionamiento algún aparato emisor,
  
  Arrugó las cejas con ligera perplejidad.
  
  —No hay hilos, sabemos eso. Y todo lo que no esté provisto de conexión con una fuente de energía tiene que tener una batería para la fuerza. No hay ninguna batería, por muy pequeña qué fuera y muy hábilmente escondida que estuviera. ¡Cualquier posible fuente de energía sería detectada por nuestro sistema!
  
  —Obviamente, no es tan perfecto como usted cree —dijo secamente Nick—. Pero, antes que pasemos a esta sala, quiero que entienda bien algunas cosas. Primera: ninguno de sus ayudantes o guardianes debe entrar con nosotros. No, no me propongo sobrepasarle; simplemente quiero absoluto aislamiento. Segunda: toda comunicación entre nosotros, dentro de esa sala, tiene que ser por escrito; no hablaremos en absoluto. No quiero que sepan lo que hacemos, ni darles a conocer que los hemos descubierto.
  
  El ruso sonrió ásperamente. Sacó dos pequeñas libretas del cajón de un escritorio y entregó una a Nick junto con su bolígrafo.
  
  —Todavía escribe —añadió—. Lo hemos probado.
  
  Nick sonrió de repente.
  
  —Oh, ¿de veras? —susurró, y lo metió en un bolsillo de su pijama—. ¿No le parecerá extraño a la gente si vago por los pasillos en pijama?
  
  —La gente de aquí no juzga a menos que yo les diga que lo hagan —dijo escuetamente Smirnov, y mostró la salida de su despacho provisional.
  
  Nick se abstuvo de hacer ningún otro comentario y siguió a Smirnov a lo largo de un pasillo y luego a una escalera. Smirnov abrió una maciza puerta con una llave, la cerró tras de Nick, y abrió otra, también con llave. Al otro lado había una antecámara custodiada por dos hombres, y más allá otra puerta vigilada por un gigantesco hombre, en uniforme. Smirnov le hizo una seña con la cabeza. El hombre abrió la puerta con tres diferentes llaves y retrocedió para que Smirnov introdujese la cuarta llave.
  
  Al otro lado de la puerta, que se cerró tras ellos con un fuerte sonido metálico, apareció un largo y bien alumbrado pasillo con una serie de rendijas en las paredes por las cuales severos ojos les atisbaban mientras ellos pasaban. Era un largo túnel, con el rancio olor de una tumba subterránea, y Nick ocultó Su curiosidad mientras pudo.
  
  —Largo paseo, camarada —dijo al fin—. No creía que el edificio fuese tan grande.
  
  Smirnov le miró divertido.
  
  —No lo es —dijo agudamente—. Ésta es la entrada que siempre usamos, de un edificio a dos manzanas de la Jefatura. Preferimos mantener nuestros pasos secretos. En cuanto a mi despacho, por si acaso usted se está admirando, es sólo temporal. Por unos días me mudé, hasta que esa sala estuviese enteramente desguarnecida y completamente a prueba de ruidos. Fue reconstruida hasta en sus mismas paredes y los cimientos.
  
  —Muy juicioso —dijo Nick con aprobación—. Lástima que no se pueda hacer eso en todas las salas privadas de todos los edificios del Gobierno y de todas las Embajadas del mundo.
  
  Smirnov gruñó y siguió adelante, andando a grandes zancadas.
  
  Al final del túnel pasaron por la misma complicada rutina de puertas y guardianes. Finalmente, Smirnov se detuvo frente a una puerta fuertemente custodiada y dijo a los tres armados guardianes:
  
  —Hemos de estar solos. No ha de entrar nadie hasta que yo lo ordene.
  
  Los hombres se cuadraron, y miraron a Nick con semblantes sin expresión. Smirnov llamó a la puerta. Un atisbadero se abrió silenciosamente y un ojo les observó. Smirnov puso el dedo índice sobre sus labios y emitió un pequeño sonido.
  
  La puerta se abrió de pronto y sin ruido, y el guardián, con el arma automática pronta y los severos ojos vigilantes, los dejó entrar sin un susurro que hendiese el aislado silencio.
  
  —¡Afuera! —indicó Smirnov.
  
  El guardián salió rápidamente, silencioso como un fantasma, dejando a Nick y al jefe del Servicio de Información Ruso solos en la más secreta y más fuertemente custodiada sala de Moscú. Smirnov miró a Nick con arqueadas cejas y burlona expresión. Su mano derecha hizo un ademán que era mitad cortesía mitad mofa, pareciendo indicar: Sea mi huésped, pero no espere encontrar nada aquí.
  
  Los ojos de Nick recorrieron la sala mientras andaba despacio a través de la blanda alfombra y golpeaba ligeramente las paredes. Estaban enteramente aislados, de un modo al cual Nick ya estaba habituado, y todo estaba dispuesto de tal manera que nada podía estar escondido.
  
  Primero la alfombra. Muy gruesa, de pared a pared, y sujeta con clavos; no había señal de que la hubiesen tocado. El escritorio, las sillas, la mesa de conferencias, los cuadros, unos pocos jarrones, algunos ceniceros, el sofá… ¡Ajá! ¡El armario de las bebidas! Muy primoroso. Brazos de lámparas, conmutadores, gavetas, tiradores, manijas, el equipo de ventilación… Muy pequeño o muy plano, continuó recordándose a sí mismo Nick. Y, como decía Smirnov, ellos ya habían buscado. Por tanto, no iba a saltar de pronto y darle en el ojo. El jarrón de porcelana. Quizás un doble fondo.
  
  Lo cogió, lo examinó cuidadosamente, y lo repuso. Nada. Ni en ninguna de las otras pequeñas piezas decorativas o prácticas. Bien, la mesa. Plano, pensaba. Se acuclilló debajo de ella y escudriñó cada centímetro de su superficie inferior. No debía olvidar la fuente de energía, se dijo a sí mismo. Si no es ni batería ni hilo metálico, tiene que ser alguna otra cosa. Plano. Se levantó del suelo y tentó el escritorio, examinando el interior, el exterior, y cada cajón. Smirnov miraba con atención, con una cínica sonrisa arrugando las comisuras de su boca.
  
  Debajo de los asientos. Los pies de las sillas… No… Nick anduvo quietamente por la sala, tanteando y hurgando, separando alguna cosa. ¿Y el sillón de detrás del escritorio…? Pequeño, pensaba.
  
  Era un tipo de sillón funcional con tapicería, provisto de barra giratoria para graduarlo a la altura conveniente y silenciosos y deslizantes rodillos, que le hicieron a Nick pensar en una de las invenciones acopladas en el despacho de Hawk no hacía mucho. El inventor les había mostrado una rueda de castor que acumulaba la energía generada por su propio movimiento, por medio de un ingenioso muelle similar al de un reloj, y liberaba la energía a medida que el muelle se desarrollaba, produciendo de este modo fuerza suficiente para emitir a más de sesenta metros de distancia. Por supuesto, los coches aparcaban más lejos, pero posiblemente el aparato había sido perfeccionado. Examinó las ruedas del sillón. Nada. Nada más que ruedas.
  
  Smirnov escribió de prisa algo en su libreta y pasó el comunicado a Nick. Decía:
  
  Creo que usted dijo que tenía la solución.
  
  
  
  Nick miró el mensaje y escribió algo en su propia libreta. Le pasó a Smirnov la hoja. Las gruesas cejas del ruso reaccionaron automáticamente. El mensaje de Nick decía:
  
  Averigüe si fue restaurado algo de ésta sala en los últimos meses o el año pasado.
  
  
  
  Smirnov hizo una seña afirmativa, abrió el atisbadero para dar un mudo aviso al guardián, y salió de la sala. Nick continuó buscando, examinando los aparatos eléctricos: bombillas, brazos de lámparas, portalámparas, cordones, enchufes, clavijas de conexión, aberturas, conmutadores, todo; luego pasó a las placas y los cuadros de las paredes, escudriñando los marcos y separándolos de los muros de modo que pudiera ver detrás de ellos.
  
  La puerta se abrió suavemente y entró Smirnov con dos facturas, una por la reparación del sofá y la otra por restaurar en dorado, un marco.
  
  El sofá no podía ser. La propia gente de Smirnov lo habría inspeccionado. Probablemente, el cuadro.
  
  Nick se acercó al único cuadro de la sala que Ostentaba un marco dorado. Era un cuadro al óleo, muy bello, un pasaje invernal, iluminado desde arriba por una opaca luz que había ya examinado. Tentó él marco. Mirando Con el rabillo del ojo, notó que Smirnov le estaba observando con fruncidos labios y un aire casi de menosprecio.
  
  El cuadro, juzgó Nick, era realmente muy bello. La técnica era de espátula y la pintura estaba dada con osada mano, Con oscuras manchas para los árboles Invernales, y firmes y gruesas líneas simulando la profundidad de una hendedura en la montaña o la escabrosidad de un pico. Era extremadamente bien hecho; sin embargo…
  
  Nick retrocedió y lo examinó otra vez desde tres metros de distancia. ¡Imposible!, parecía decir su encogimiento de hombros.
  
  Pero había algo extrañamente irregular en el cuadro. La pintura de la montaña parecía ser un poco más reciente que sus contornos, como si parte del cuadro hubiese sido sutilmente retocado.
  
  «Quizá», —pensó Nick—, «ello tenía algo que ver con la iluminación. ¡Ah, sí… el marco dorado!».
  
  Captó el brillo de ascua del globo eléctrico que lanzaba una luz dorada sobre las hendeduras y las nevadas cimas, prestando al cuadro un fulgor de puesta de sol, que no era inherente a la técnica del artista sino que procedía, más bien, de la nueva brillantez del dorado. Sí… el dorado era muy brillante. Y la pintura de la montaña era ciertamente más reciente que el valle y los árboles salpicados de nieve.
  
  Se acercó, mirando todo el cuadro y su marco, como si lo estuviese viendo con distintos y recién abiertos ojos. Ahora estaba seguro de lo que buscaba. Se inclinó hacia delante, escudriñando montaña y hendedura en busca de las señales de indicadores. ¡Ah! Ahí estaban. Una serie de diminutos alfilerazos irregularmente distribuidos que conducían hacia la ladera cargada de nieve e iluminada por un dorado brillo.
  
  «¡Espléndido!», —pensó, casi con envidia—. «¡Qué técnica! ¡Qué magnífico trabajo!».
  
  Retrocedió con una tenue sonrisa de satisfacción e hizo señas a Smirnov.
  
  «¡Es esto!», profirió silenciosamente.
  
  La mandíbula de Smirnov descendió y sus espesas cejas se juntaron como una ringlera de amenazantes nubes. Incrédulo casi hasta la ira, se adelantó precipitadamente y miró azorado a la pintada montaña. Nick señaló el curso de los alfilerazos con un firme dedo índice. Smirnov retrocedió, anonadado.
  
  Unos minutos después volvieron sobre sus pasos, a lo largo de los pasillos subterráneos y por las fuertemente custodiadas puertas, hacia la provisional sala. Nick cerró la puerta tras ellos y miró al ceñudo rostro de Smirnov.
  
  —Es el cuadro, —sonrió afablemente y añadió—. Lo desarmaremos, cuando se acabe esto. Y podemos descubrir otras cosas mientras continuamos. Pero al menos sabemos qué buscar. ¿Quién lo restauró?
  
  Smirnov llenó una copa de vodka y se la bebió como si fuese una indispensable medicina.
  
  —J. J. Gargarin y Compañía —dijo bruscamente—. Pequeños empresarios, pero hemos tenido absoluta confianza en ellos y les hemos encargado trabajos durante muchos años. Enviaré a buscar al agente. ¿Qué es realmente? ¿Cómo puede funcionar?
  
  —Bien —dijo Nick, echándose un trago de la rápidamente menguada provisión de vodka—, es un procedimiento extraordinario y todavía no puedo llegar al detalle. El hombre que lo hizo es un consumado artista. Usted sabe, por supuesto, que es posible hacer funcionar muchas diferentes clases de aparatos empleando superficies reflectoras de la luz solar. Superficies espejeadas o metálicas que captan los rayos de luz y los transforman en energía. Las radios y otros aparatos pueden ser manejados de ese modo.
  
  Se abatió en el sofá, sintiéndose cansado y un poco aturdido, pero bastante satisfecho de sí mismo.
  
  —De hecho —continuó—, vi un detallado procedimiento para calentar una casa en California, no hace mucho. El local tenía grandes superficies reflectoras que acumulaban la energía del sol y la liberaban, según se necesitara, para producir calor. El cuadro…
  
  —No tiene grandes superficies reflectoras —gruñó Smirnov—. No es una casa.
  
  —Sin embargo, es un perfecto ejemplo del partido que puede sacarse de los rayos de luz —prosiguió Nick—. Siendo relativamente pequeños, y por supuesto el artilugio en sí tiene que ser pequeño, implica la minimización de sus partes, así como el uso de tinta metálica. Sin rasgarlo no puedo decir exactamente lo que han hecho, pero creo que el brillo dorado capta la luz usual de la sala y la de la bombilla de encima del cuadro, y la alimenta por medio de varios equipos de micro-circuitos qué están conectados con alambres…
  
  —¡Alambres eléctricos! ¡Sabemos que no hay absolutamente ninguno!
  
  —No esa clase de alambres —dijo fatigadamente Nick—. Cálmese, ¿quiere? Una especial clase de alambres que son literalmente atraídos hacia un aparato semejante a una pluma, que contiene tinta metálica y la cual produce un circuito estampado. Todo esto está debajo de la montaña, la cual debieron haber reconstruido cuando retocaron el marco. Empleando la técnica de la espátula, pudieron no sólo igualar el estilo del artista original, sino poner pintura en suficiente cantidad para ocultar el equipo debajo de ella. La razón por la cual su detector no reaccionó es que la producción total de fuerza de esta unidad es tan baja que es casi imperceptible. Al menos, obviamente lo fue para su aparato detector. Muy pocos de tales mecanismos están hechos para captar una señal tan pequeña. Y ordinariamente, por supuesto, tal señal sería casi inútil, porque sólo puede emitirse a la distancia de unos cien metros más o menos… que es toda la que los hombres provistos de carteras de diplomático necesitaban.
  
  —Pero… —empezó Smirnov. Se calló y después de un momento dijo—: Oh, creo que empiezo a comprender. ¿Es quizá por ello que usted se metió en el lío?
  
  Nick afirmó con la cabeza.
  
  —En cada instante del día un automóvil está esperando en el terreno de aparcamiento frente a la Plaza Chekhov para captar la señal. Hay una escuadra de coches, en realidad, que se turnan y eso fue lo que me hizo sospechar. Cuantas veces pasé por allí, había invariablemente un coche esperando, y las personas que estaban dentro de él nunca salían. Cada cuarenta minutos el coche se alejaba para ser remplazado por otro, y cada coche al marcharse iba a un lugar donde pudiesen cargar los aparatos de nuevo. A la «Compañía Comercial y Tienda de Objetos para Regalos Orientales», de hecho, dirigida por un grupo de caballeros chinos que hacen todos los esfuerzos posibles para parecer rusos cuando están fuera dando sus vueltas. Los reconocería otra vez, en cualquier parte. También recuerdo algunos de los números de matrícula…
  
  »Y podría señalar que aun cuando ese antiguo club deportivo llamado «Los Doce Hermanos» ya no existe, ése es el único lugar del mundo donde yo pude haber tenido noticia de ellos. Y no estuvieron justamente obsequiándome con una pequeña charla amistosa sobre la historia de un antiguo club cuando mencionaron el nombre. Estaban allí en persona. Y quizás aún estén, aunque tal vez ahora sean los Ocho o nueve Hermanos solamente.
  
  Smirnov hizo una serie de ligeras y casi imperceptibles señas afirmativas.
  
  —Creo que sería bueno que usted me diese toda la relación de nuevo —dijo—, hasta el último detalle.
  
  Escuchó extasiado mientras Nick hablaba.
  
  Finalizado el relato, Nick añadió:
  
  —Ahora bien, esto es lo que haremos ahora. Continuaremos vigilando ese edificio. Buscaremos a esos hombres. Pero se ha de hacer tan discretamente que crean que no sospechamos. Al fin y al cabo, se supone que he tenido una muerte inmediata, por tanto no han de preocuparse demasiado. ¡Y ustedes hablarán! En cualquier estancia en la que ustedes piensen que pueda haber mecanismos emisores, han de tener una cautelosa y susurrada conversación; tan cautelosa que crean que están procurando desesperadamente no ser oídos, pero dejándoles, sin embargo, oírlo todo. Deberán dar la impresión de que están convencidos de la culpa de los americanos en este asunto y que no tienen para con sus aliados chinos más que una confianza y un afecto de verdaderos amigos. Hagan todo lo que puedan para llevarlos quietamente hacia un falso sentimiento de seguridad, y quizá los atrapemos todavía. Una cosa más. ¿Qué me dice usted de J. J. Gargarin, el retocador del cuadro?
  
  —Lo comprobaré enseguida. Muy discretamente, por supuesto. —Smirnov sonrió austeramente y se puso en comunicación con Stepanovich por el teléfono interior de la oficina.
  
  —Llamará para dar la respuesta —dijo Smirnov un momento después—. Mientras tanto, usted podría decirme los resultados de su inspección en la Embajada americana, cuando estaba todavía actuando en su condición oficial. ¿No encontró, por alguna casualidad, mecanismos similares allí?
  
  Nick sonrió débilmente, como si recordase un vago y lejano sueño.
  
  —Oh, eso —dijo, y sacó el bolígrafo del bolsillo de su pijama—. Por un capricho del destino y el hecho de que es de tipo americano, fue lo único que me dejaron los Doce Hermanos. No, mecanismos similares. Bien, no demasiado iguales, aun cuando la función es la misma —desenroscó el bolígrafo, sacó el tubo, y golpeó ligeramente el hueco cañón con el dedo índice—. Un pequeño imán —explicó a Smirnov, el cual le estaba observando con clara curiosidad.
  
  Un diminuto tubo transistor con reborde metálico cayó en la expectante palma de la mano de Nick.
  
  —Lo guardé. Es un pequeño recuerdo del tosco mecanismo que encontré en el despacho del embajador —sonrió atractivamente a Smirnov—. Ya he visto estas cosas antes. Y fue en la Exposición de Maquinaria e Industrias Rusas del Parque Sokolniki, en 1963. Permítame que le devuelva algo de su propiedad —lo echó diestramente en la bien manicurada mano de Smirnov.
  
  Smirnov fijó la vista en el diminuto objeto. Frunció las cejas airadamente. Levantó la cabeza de mala gana y examinó el sonriente rostro de Nick.
  
  —Qué descuidados fuimos —dijo.
  
  —Así lo creo —susurró Nick—. Pero ustedes tenían mucho a que atender antes que yo llegase.
  
  Los gruesos hombros de Smirnov se levantaron con una silenciosa risa.
  
  —Valentina Sichikova tenía razón —rugió—. ¡A mí también me agrada usted, señor Slade!
  
  El perentorio sonido de un zumbador eléctrico interrumpió los comienzos de una risotada. Smirnov giró y apretó un botón.
  
  —Diga —escuchó por algún tiempo, y su expresión se endureció. Finalmente desconectó y se volvió hacia Nick.
  
  —El propio Gargarin hizo el trabajo —dijo secamente—. Lo hacía durante la noche, porque sabía que queríamos que el cuadro nos fuese devuelto sin demora. Lo hallaron muerto de un ataque al corazón en el taller por la mañana. El trabajo había sido terminado. Es por esa circunstancia que no se nos había informado de esto antes.
  
  —Un ataque al corazón —dijo pensativamente Nick—. Hay muchas maneras de parar un corazón.
  
  Y aprovecharse de la oportunidad.
  
  —Sí —la voz de Smirnov era sosegada y lejana—. Bien, ése es otro punto que tendremos que fijar. Pero usted debe estar fatigado y tener hambre, camarada. Por tanto, mientras pongo todo en movimiento, ¿qué le gustaría hacer?
  
  —Quisiera tomar una ducha, comer, ver a Sonya, y llamar a la camarada Valentina —dijo Nick—, en ese orden. Después de eso estaré listo para actuar.
  
  Esta vez, Dmitri Smirnov dejó que su risotada se desencadenase. En cierto modo, era muy semejante a la de Valentina.
  
  —¡Por supuesto! ¡Usted debe de estar muriéndose de hambre! —rugió alegremente—. ¡En cuanto a las damas, ambas han percibido su verdadera personalidad, y ésa es una razón por la cual estamos tan seguros de usted! Debo decirle, sin embargo, que Usted tiene mucho que explicar a la hermosa Sonya, a la cual no parecen gustarle los espías, o los hombres que cambian su aspecto de un modo tan raro como usted lo hace. Dicho sea de paso, la hemos trasladado al «Hotel Moska» para su seguridad, inmediatamente dispondré una habitación para usted, también. La muchacha puede ser peliaguda, se lo advierto, Slade. Pero estoy seguro que usted sabrá convencerla.
  
  —Me mentiste —susurró Sonya—. Vivías una mentira. ¿Cómo pudiste enamorarme, mientras me estabas mintiendo?
  
  —Ésa es la mejor manera —musitó suavemente Nick, poniendo las delicadas mejillas de la muchacha en sus ahuecadas manos e inclinándose anhelosamente hacia ella—. Pero creo que podemos mejorarla. En verdad, no era enteramente yo mismo, entonces. Pero ahora lo soy. Smirnov me da su beneplácito. ¿Por qué no debieras hacerlo tú?
  
  —¡Pues vete con Smirnov! —silabeó airadamente Sonya, empujándolo por los hombros—. Creía que eras un escritor. Pero resulta que eres un espía yanqui. ¡Márchate!
  
  —Bueno —dijo tristemente Nick—. Si lo tomas de ese modo, me iré. Me retiraré a mi habitación. Pero un beso primero. Eso es todo lo que pido. Pruébalo, sólo por una vez, sin el bigote. Es mejor, Sonya, querida, es realmente mucho mejor…
  
  Sus labios buscaron los de Sonya y los oprimieron suave pero inexorablemente. La muchacha forcejeó. Sus brazos se agitaron. Su cuerpo se retorció violentamente. Y entonces sus delicadas manos ciñeron la nuca del hombre y se pegó a él…
  
  
  
  
  
  12 - Conozca a los hermanos, camarada
  
  
  —¡CAMARADA TOM! —La tremenda voz de Valentina Sichikova hizo retemblar el auricular del teléfono de la habitación de Nick—. ¿Cómo le va?
  
  —¡Camarada Valya! —respondió alegremente Nick, en chillante tono—. ¡Bien, gracias! ¿Hay noticias?
  
  —Quizá —rugió cautamente Valentina Sichikova—. ¿Podrá usted reunirse conmigo dentro de una hora en el sitio de que hablamos?
  
  —Gustosamente —respondió Nick. Por varios días había estado encerrado en su habitación del hotel… bien, en la habitación de Sonya, obedeciendo instrucciones de mantenerse fuera de circulación. A pesar de las compensaciones, tenía ansias de otras formas de acción—. Empiezo a sentirme como un ratón en una jaula.
  
  En su oído resonó la estruendosa risa de Valentina.
  
  —¡Pero usted es un ratón muy afortunado, camarada! ¿O no le ha sido abierta la jaula de la puerta contigua?
  
  —¡Qué vergüenza, Valentina! —le reprobó Nick, sonriendo—. Eso es un secreto entre los ratones.
  
  —¡Ho, ho, ho! ¡De modo que la galantería todavía no ha muerto! Pero hablaremos luego, camarada. De aquí a una hora. Vendrá solo, por supuesto.
  
  —Por supuesto.
  
  —Y póngase en marcha pronto, por favor, porque temo que no podrá coger un taxi. El tráfico es denso a esta hora.
  
  Nick colgó, frunciendo el ceño. «El tráfico es denso a esta hora» era una frase en clave que habían acordado antes. Obviamente había sido imposible urdir frases en clave para toda posible contingencia, por tanto habían elegido una que sencillamente significaba: Tenga cuidado, puede haber complicaciones.
  
  Bien, lo tendría. Se quitó la bata de baño que fue su vestido durante los largos y ociosos días, y se puso el traje de corte ruso proporcionado por Smirnov, quien infortunadamente se había mostrado contrario a proveerle de una pistola, ni de cualquier clase de arma. Escribió de prisa una nota a Sonya y la deslizó debajo de la puerta contigua.
  
  Dos minutos después salió del anticuado ascensor y atravesó el vestíbulo del «Hotel Moska». Estaba seguro de que nada intentarían allí. Había demasiada gente alrededor, y la huida le sería imposible a un asesino. ¿O intentarían secuestrarlo…? No… lo querían muerto, porque sabían que podía identificarles.
  
  Nada podía haber más apacible que el sosegado vestíbulo del «Moska». Nadie podía haber sido más discreto que el hombre que le estuvo observando desde detrás de la última edición de Pravda, y unos momentos después echaba un vistazo al reloj de pulsera y se levantaba para seguirle.
  
  Nick lo observó casualmente. El camarada Alexei Stepanovich estaba atento al eficaz cumplimiento de su cometido. Smirnov, ¿o era Valentina?, no dejaba mucho al azar.
  
  Salió a la acera andando despacio, sintiéndose indefenso y vulnerable y alegrándose de que uno de los hombres de confianza de Smirnov estuviera tan Cerca de él. El día era hermoso, y sorbió el aire con delectación, como un preso liberado. Se alegraba tanto de respirar aire puro de nuevo, que su reacción fue un poquito lenta cuando el hombre apareció en frente de él y dijo:
  
  —Ah, le he estado esperando, camarada. Venga conmigo.
  
  Nick se detuvo y le miró. ¡Qué extraño! Stepanovich estaba delante de él. ¡Cuán de prisa habla ido el hombre! ¡No por Dios, era demasiado extraño! Giró sobre sus tacones rápidamente y miró a su espalda. ¡Otro Stepanovich estaba avanzando hacia él con una torva expresión en el rostro!
  
  Debe de ser alguna especie de alucinación, pensó fugazmente Nick. Doble vista, algo por el estilo.
  
  Pero no lo era. Los dos Stepanovich avanzaban sobre él, y el uno sobre el otro; en la mano de uno había el fulgor del acero, y en la del otro, una corta y tiesa varilla negra que terminaba en algo de mal aspecto, semejante a una nariz chata. Por un segundo los dobles se miraron el uno al otro. Y enseguida ambos, o así le pareció a Nick, volvieron el rostro hacia él con las manos levantadas de un modo amenazante.
  
  Nick se abalanzó reflexivamente. Agarró el brazo que empuñaba la varilla y lo retorció fieramente, y mientras oía el aullido de dolor echó a puntapiés al hombre que sostenía el arma de fuego. Uno de ellos, lo sabía, era el verdadero Stepanovich; pero ¿cuál? ¿Cuál es Stepanovich?, susurró para sí desatinadamente, y extendió dos vigorosos brazos con un movimiento semejante al de una serpiente, demasiado rápido para que ninguno de los hombres lo evadiese.
  
  —Lo siento, caballeros —dijo Nick, y juntó las cabezas de golpe—, ¡pero no sé quién es quién!
  
  Los dos hombres se bambolearon en la acera y cayeron el uno contra el otro como amigos que se volviesen a encontrar después de mucho tiempo o como fatigados y viejos boxeadores al final de un duro asalto, y Nicholas J. Huntington Carter, alias Tom Slade, alias Dios sabía qué otro nombre, se volvió y corrió como una liebre perseguida por los sabuesos. Gritos de ultraje y de alarma le siguieron calle abajo y se atenuaron al fusionarse con el rumor gruñón del tráfico de las doce en punto de Moscú:
  
  Nick sonrió mientras bajaba como una flecha por una calle lateral, metiéndose en un portal, echando una rápida mirada a su espalda. No había nadie que le siguiese de cerca. Estaba seguro que a la hora presente un grupo de Curiosos moscovitas se habría congregado alrededor de los dos Stepanovich. Era muy improbable que uno u otro de ellos, aturdidos como estaban, escapasen. Y uno al menos iba a tener una muy interesante historia que contar.
  
  Tomó un camino indirecto para ir al café «Neva» variando el paso y deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que nadie le seguía.
  
  La camarada Valentina llegó al «Neva» con unos minutos de retraso. Nick había ya pedido el café.
  
  —¡Saludos, camarada! —el estampido de la voz de Valentina fue poco clamoroso, pero su apretón de manos era tan triturador como siempre.
  
  Nick sonrió afectuosamente en los claros ojos de la campesina, y apretó la grande y algo callosa mano.
  
  —Es excelente verla —dijo, y verdaderamente lo pensaba.
  
  Valentina pasó lentamente la mano por el hombro de Nick y se sentó con excesiva dignidad.
  
  —Primero café —dijo, y se sirvió.
  
  Por una vez su voz era tan queda que apenas podía ser oída en la mesa vecina.
  
  Nick se asombró de que Valentina pudiera reducir su enorme voz a un murmullo de sala de café tan normal, y lo comentó.
  
  Valentina Sichikova rio entre dientes, produciendo un ruido semejante a un estruendo recogido en un jarrón.
  
  —Soy bastante inteligente para no revelar nuestros secretos a gritos a toda la gente de Moscú —habló sosegadamente—. Y ciertamente traigo noticias. Pero, ante todo, ¿tiene inconveniente en decirme si ha tenido algo que ver con la tarea ne kulturny del «Hotel Moska»? Porque el camarada Stepanovich no debía dejar que usted se le escapase de vista. Y veo que lo hizo.
  
  —No es culpa suya —dijo Nick, y le informó sobre los dos Stepanovich y cómo los había dejado—. Realmente no sabía cuál era el verdadero, y no parecía práctico estar allí discutiéndolo.
  
  Valentina inclinó la cabeza lentamente.
  
  —Pensé que debía de haber sido de ese modo. Sólo Que creía que Stepanovich habría sido más perspicaz. Ambos fueron enviados en custodia, por diferentes motivos. Uno todavía está inconsciente. El otro, con maquillaje en el rostro, ha muerto. Cianuro. Administrado por él mismo.
  
  —Oh —dijo Nick—. Infortunado caso. Espero que el verdadero Stepanovich esté bien.
  
  —Oh, sí, se repondrá —la repentina sonrisa maliciosa de Valentina la hizo parecer una endiablada gigantona—. Quisiera verle a usted probar eso con mi cabeza, amigo. Una vez, durante la pasada guerra un soldado alemán muy rudo me echó de cabeza contra una pared. ¿Y sabe usted lo que sucedió?
  
  —Supongo, que primero derribó la pared y enseguida al soldado alemán —conjeturó Nick, sus ojos brillantes de gozo.
  
  —Exactamente —una ahogada risa sacudió los hombros de Valentina—. Pero basta de jactancia. La significación del asunto de esta mañana es lo que he estado sospechando todo el tiempo; no hemos logrado convencer a nuestros amigos chinos de que usted ha muerto. La verdad, es que también han descubierto en qué lugar lo hemos tenido oculto. Son astutamente eficientes persiguiendo y vigilando. Y escabullándose, también, —miró directamente a los ojos de Nick, y no había risa en ella ahora—. Tenemos un cierto número de hombres a nuestra disposición para este caso. No pueden estar en todas partes a un mismo tiempo.
  
  Nick sintió que el corazón le daba un vuelco.
  
  —Los hemos perdido. No importa hacerlos sentirse seguros; les dimos una oportunidad para desaparecer de un soplo.
  
  —¿Desaparecer de un soplo? —Valentina le miró dudosamente—. ¡Oh, largarse, quiere decir! Con la rapidez del viento. Sí, algo parecido a eso. Mire, sabíamos que había dos principales posibilidades. O suspenderían inmediatamente las operaciones y se harían los inocentes con respecto a su tienda de objetos para regalos, o dejarían pasar un tiempo para aquietar nuestras sospechas y entonces entrar otra vez en acción. He de decir que esto es más de lo que yo esperaba. Una cosa que no pueden saber es que ha sido descubierto su artificio. Hemos sido muy cuidadosos en cuanto a eso. Sumamente cuidadosos.
  
  »Estoy convencida, lo he estado desde el mismo principio, que su principal objetivo es continuar sacando información de nosotros mientras les sea posible. La oportunidad para comprometer a Estados Unidos y hacer difíciles las relaciones entre nuestros dos países es sólo lo que yo llamaría un producto accesorio de su plan original, algo a que recurrir si las cosas iban mal. Pero no su plan principal. Es una… ¿cómo lo llaman ustedes…? Ah, sí. Tajada. Es una tajada demasiado buena para que la desechen. Y no los hemos hostigado. Al contrario. Hemos sido demasiado blandos —se detuvo, y apuró su taza de café de un desmedido pero elegante sorbo.
  
  Nick la miró fijamente, de un modo pensativo. Una mujer muy inteligente, juzgó. Su razonamiento era excelente. Pero había una extraña mezcla de expresiones en su rostro: una insinuación de justificación por el fracaso; una indicación de expectación; algo de irritación, y una pizca de triunfo.
  
  —Así, usted tenía razón y no la tenía —dijo tranquilamente Nick—. ¿Qué ha ocurrido, exactamente?
  
  Valentina le miró resueltamente a los ojos.
  
  —Han desaparecido —dijo—. Uno a uno han salido de la tienda y no han vuelto. Los hemos perdido. No queda nada de interés dentro del local. La tienda de objetos para regalos está desmantelada; hay allí un letrero que dice: «Cerrado por restauración» —sonrió torcidamente—. Igual que en nuestra propia Oficina principal, sólo que realmente no hay nadie en su local. Chou Tso-Lin ha salido del país, o así lo declaran en la Embajada. Afirman que en Pekín no les gustó la manera en que dejó que el espía americano se le escapase de las manos sólo para morir en las nuestras. No estamos muy seguros de que se haya marchado. Sabemos que otras personas que se suponía habían salido del país, luego reaparecían de manera misteriosa —dirigió a Nick la cosa más cercana a una despreciativa mirada que él hubiese visto jamás en su escabroso y ordinario rostro—. Algún día tiene que explicarme cómo lo hizo. Kokoschka estaba en la ciudad mucho antes de que usted viniese.
  
  —Sí, exactamente. —Nick sonrió brevemente, pero estaba lleno de decepción—. De modo que sólo se nos ha dejado un muerto por indicio, ¿es eso?
  
  —No, en absoluto —dijo suavemente Valentina—. Es por eso que le pedí que viniese aquí. Quiero que usted identifique a alguien por mí. Posiblemente a varias personas… ¿debo decir, a los residuos de los Doce Hermanos?
  
  —¿Qué? —Las cejas de Nick se elevaron de repente, como movidas por un resorte—. Pero usted ha dicho…
  
  —¡Calma, camarada! —Valentina sonrió extremadamente—. Han desaparecido, se han dispersado; pero mi creencia es que se han reagrupado y puesto en actividad de nuevo, reanudando las operaciones en un lugar diferente y en más pequeña escala. ¿Recuerda que usted sugirió que inspeccionásemos otros de nuestros edificios públicos y… privados, para averiguar si se había enviado algo para su reparación?
  
  Nick inclinó la cabeza ansiosamente, para asentir.
  
  —Bien —continuó Valentina—, no entraré en todos los detalles de lo que hicimos y lo que averiguamos y en dónde, pero sí le diré que ayer uno de mis agentes observó un coche aparcado delante de cierto edificio; y los dos hombres que estaban dentro de él no se apearon.
  
  —¡Ah! —Nick lanzó un suspiro de satisfacción—. ¿Y había una cartera de diplomático entre ellos en el asiento?
  
  —No. —Valentina meneó la cabeza—. Ni el coche fue remplazado por otro cuando se alejó. Pero fue seguido y otro ha vuelto esta mañana. No reconocimos a los hombres. Aparte de usted, no tenemos ninguna prueba contra ellos, y no quisiéramos ahuyentarlos actuando con demasiada precipitación, pero por lo que sabemos que hay en el interior de ese edificio, camarada Tom, estoy convencida de que hemos hallado a nuestros hombres.
  
  —¡Vámonos! —dijo urgentemente Nick—. Pero, por el amor de Dios, ¡encuéntreme alguna cosa para usar contra ellos, aparte de mis uñas!
  
  —¡Ho, ho, ho! —rugió quedamente la camarada Valentina—. ¡Pero naturalmente, camarada Tomska! Traigo una pistola para usted, dentro del coche. Yo saldré ahora. Deme unos tres minutos, y entonces diríjase cuidadosamente a la esquina, cerca de la pequeña fuente. Verá un «ZIM» negro. Gracias por el café, camarada, ¡y que pronto podamos beber vodka para celebrar el buen éxito!
  
  Valentina se levantó, envió con celeridad una desmedida sonrisa a Nick, y salió del café «Neva» zarandeándose.
  
  Nick se unió a ella unos minutos después.
  
  —Es mejor que se siente delante, camarada —dijo Valentina con su estruendosa voz—. ¡Hay más espacio junto al joven Volgin que aquí detrás conmigo!
  
  Nick se metió al lado de un joven que le ofreció una benévola sonrisa y enseguida separó el gran coche de la orilla de la acera.
  
  —Tenga, camarada. —Valentina inclinó su abultado cuerpo hacia Nick y echó dos objetos en el asiento, junto a él. Una «Luger», cargada, y cartucho con balas de repuesto—. Espero que le agradará.
  
  —¡Una «Luger»! Sí, excelente.
  
  Nick la cogió, examinándola. Era más moderna qué su querida y ausente Wilhelmina, y no tenía los contornos que él prefería, pero parecía útil y limpia. Probó su peso, y le agradó.
  
  —¿Qué le hizo elegir una «Luger»? —preguntó Curiosamente—. Es lo que yo habría elegido.
  
  —Oh, pensé que le gustaría —dijo alegremente Valentina—. En una ocasión tuvimos noticia por uno de nuestros agentes, que infortunadamente ya no está con nosotros, de cierto operario de la AXE llamado Carter que siempre llevaba encima una listada «Luger» que él llamaba Wilhelmina. Nikolai Carter, creo que dijo. Se cuenta de él que es el mejor de los hombres de Mr. Hawk, experto en mujeres, armas y disfraces. No sabiendo lo que usted prefería, pensé que quizá por afinidad, le gustaría igualmente una «Luger». ¿Usted conocerá a este Carter, por supuesto?
  
  —Oh, sí —dijo Nick, muy atareado inspeccionando la pistola—. Formidable hombre. Excelente agente. ¿A dónde ha dicho usted que íbamos ahora?
  
  Estaba tan ocupado en la pistola que no advirtió la enorme sonrisa que contrajo las mejillas de Valentina y casi anegó sus vivaces ojos.
  
  —Primero al edificio del cual le he hablado —explicó Valentina—. O más bien, más allá del coche que verá aparcado. Es un pequeño «Moskvitch» verde con una placa de matrícula de Kiev, no uno de los números de la lista que usted nos facilitó. Pero la placa puede ser falsa. Y enseguida echaremos un pequeño vistazo al lugar del cual creemos salió, hasta donde seguimos al «Volga» anoche. Es un almacén, no diferente del que nosotros mismos usamos por un tiempo, ¡ho, ho! Pero por supuesto, no el mismo. ¡Bien, vamos!
  
  Se inclinó hacia delante otra vez y dio unas palmaditas en el hombro del conductor.
  
  —Despacio, Alik, y procure no hacerse demasiado visible. Igualmente, no hay necesidad, de acercarse demasiado. Tenemos que verlos, pero ellos no tienen que vernos a nosotros.
  
  Volgin hizo una seña afirmativa.
  
  —Exactamente como antes, camarada. Tendré mucho cuidado.
  
  Torció a la izquierda, salió de la ancha avenida, y el coche se deslizó suavemente a lo largo de una calle residencial que era estrecha según las liberales normas de Moscú. Casi Imperceptiblemente, disminuyo la velocidad, como un conductor prudente dando un paseo en domingo.
  
  —¡Allí! —dijo de repente Valentina—. ¡A la derecha!
  
  Nick miró al frente, hacia el pequeño «Moskvitch» verde.
  
  —Ése es uno de los suyos —dijo—. Tiene una abolladura en el parachoques; lo seguí por quince minutos aproximadamente hace una semana. Puede ir un poquito más aprisa ahora, Alik. Me fijaré en sus rostros cuando pasemos.
  
  Volgin hizo una seña afirmativa y aceleró la marcha.
  
  —¡Bueno! —dijo Valentina—. Al menos sabemos… ¡cuidado, Alik… el camión!
  
  Volgin blasfemó y se desvió hacia el «Moskvitch» frenando apresuradamente. Un camión cisterna había entrado en la calle por una bocacalle próxima y se estaba acercando con demasiada rapidez, impidiendo la maniobra por el centro de la calzada, casi directamente sobre ellos. En el último momento se desvió a su propia derecha y pasó junto a ellos, siguiendo su camino. Había pasado el peligro, pero el gran «ZIM», para esquivarlo, había parado exactamente al lado del pequeño «Moskvitch». Nick se acurrucó en su asiento y lanzó una rápida ojeada a los ocupantes del otro coche, rogando a Dios que no lo estuviesen observando. Pero lo estaban haciendo, con una intensa y alarmada atención que era prueba positiva de reconocimiento. Y Nick los reconoció a su vez.
  
  —¡En marcha, Volgin! —apremió Nick, desviando la cabeza—. ¡Adelante… de prisa!
  
  El gran coche avanzó, rugiendo el motor. Y mientras lo hacía, el pequeño coche aparcado emitió tres agudos bocinazos y una bala pegó en la carrocería del «ZIM».
  
  —¡Así que son ellos! —rugió triunfalmente Valentina.
  
  —Sí. ¡Mantenga la cabeza baja! ¡Volgin, esté alerta! Pudiera: haber jaleo delante. Esa bocina fue una señal.
  
  Nick estaba bajando la ventanilla mientras hablaba. Momentos después, su «Luger» escupía plomo en los neumáticos del pequeño «Moskvitch». El exiguo coche se estremeció, pero el motor se puso en marcha. Nick disparó otra vez. Se quebraron cristales en el otro Coche, mientras marchaba tras ellos con fuerte bamboleo.
  
  —Bien, frene y de la vuelta —ordenó Nick—. Esta vez no van a escaparse.
  
  Disparó de nuevo y se agachó prudentemente, cuando desde la ventanilla del otro coche le respondió un disparo. Volgin hizo girar el volante diestramente y dio un repentino y agudo grito de alarma.
  
  —Hay una… —empezó.
  
  Y en ese instante el parabrisas se quebró, formando un diseño de telaraña que se hizo pedazos, al recibir el impacto de la granizada de balas que siguió a los primeros disparos. Nick captó una fugaz visión de la metralleta y el hombre tras ella, escupiendo fuego desde el borde de la acera frente a ellos y entonces vio a Volgin apretarse el pecho y agitarse convulsivamente.
  
  El gran coche avanzó a empellones. Volgin se reclinó en el asiento de golpe y enseguida se desplomó de través mientras una lluvia de cristales, penetraba en el coche.
  
  
  
  
  
  13 - Preludio de desastre
  
  
  NICK EMPUJÓ EL CUERPO de Volgin a un lado con una ferocidad que estaba concentrada sobre la figura asesina al otro lado del quebrado parabrisas, y agarró el volante con su única mano libre. Lo sujetó, lo hizo girar precipitadamente, y apuntó al hombre, no con la «Luger», sino con la inmensa arma que era el atronador «ZIM». Oyó un rugido de rabia a su espalda y sintió que una bala pasaba cerca de su mejilla zumbando.
  
  —Calma, Valya —tuvo tiempo para susurrar, e hizo girar el volante otra vez.
  
  Rostro y metralleta, aparecían enormes frente a él, mientras las ruedas delanteras del coche traqueteaban sobre la acera. El hombre, ¡era el hermano Sergei!, soltó el arma con un grito de terror y echó el cuerpo a un lado intentando escapar. Por un segundo corrió como un aterrorizado cangrejo. Y enseguida Nick percibió el impacto y se alegró. El hermano Sergei fue lanzado al aire… cayó… y desapareció. El voluminoso «ZIM» traqueteó espantosamente y surcó la ancha acera. Una maciza pared apareció al frente.
  
  Nick hizo girar el volante frenéticamente y apartó las flácidas piernas de Volgin a patadas para encontrar el freno. ¡Dios! Su pie hizo fuerte presión y el voluminoso coche paró con una tremenda sacudida. Nick giró rápidamente, vio el quebrantado cuerpo tendido sobre la acera con las piernas y los brazos abiertos; y vio a la camarada Valentina disparando aprisa desde una ventanilla sobre un pequeño «Moskvitch» que estaba haciendo un penoso viraje para huir, mientras de sus ventanillas surgían disparos.
  
  Nick saltó del coche y agachándose, lanzó el mortífero mensaje de la «Luger» tras los fugitivos: Aun con dos neumáticos deshinchados, estaban cogiendo velocidad.
  
  Sabía que era inútil tratar de perseguirles con el «ZIM». Una breve detención era todo lo que necesitaban.
  
  —¡Persista, camarada! —gritó a Valentina, y corrió tras el bamboleante coche en una zigzagueante carrera.
  
  Disparaba mientras corría, procurando acertar en el depósito de gasolina, pero el «Moskvitch» habla aumentado la velocidad y los primeros dos tiros de Nick erraron. El tercero le salió alto, pero penetró por la ventanilla trasera.
  
  El coche se bamboleaba exageradamente, siguiendo su frenética marcha por la calzada hacia un aparcado camión. Nick disparó otra vez. El «Moskvitch» rodó de través en un repentino arranque de velocidad y embistió al camión con un ensordecedor ruido semejante a una explosión.
  
  Nick detuvo su carrera y se agachó, esperando para ver si salía alguien del destrozado coche. Por un breve instante no hubo nada, excepto el eco del golpazo y un prolongado estruendo metálico de las partes del Coche que se desunían. Luego una desgajada portezuela se abrió de pronto, débilmente, como una hoja de otoño desprendiéndose de un árbol. Hubo un goteo de líquido del camión, y una repentina y viva lengua de fuego.
  
  Nick se dio cuenta entonces de que era el camión cisterna el que había recibido el impacto. Mientras lo estaba pensando, el mundo a su alrededor estalló en una nueva y horrible explosión, y las voraces llamas se extendieron en inmenso abanico envolviendo al camión y al menudo coche. Nick observó la hecatombe, fascinado y horrorizado. El conductor del camión salió corriendo de una cercana casa, echando maldiciones en ruso; y puertas y ventanas se abrieron de repente a lo largo de la estrecha calle, en tanto la gente gritaba, llamándose unos a otros. Pero nadie Salió del «Moskvitch» verde oscuro, que era un infierno.
  
  Nick se volvió y retrocedió hacia el «ZIM».
  
  El enorme cuerpo de Valentina estaba ocupando la mayor parte del asiento delantero. La flácida masa que era ahora el cuerpo de Volgin ocupaba el resto.
  
  —¡La radio! —gruñó la camarada Valentina—. ¡No funciona! ¡Y tengo que ponerme en comunicación con la jefatura inmediatamente!
  
  —¡No! —graznó Nick—. Habrán tenido tiempo de avisar a su propia oficina. Tenemos que llegar allí antes que entren en acción de nuevo, suponiendo que este maldito cacharro funcione todavía. Apártese, ¿quiere, querida?
  
  —¿Querida? —dijo Valentina, atontada. Pero se apartó.
  
  —Y Volgin —dijo Nick—. Lo siento, pero no tenemos tiempo para ocupamos de él. O viene con nosotros, o lo dejamos aquí.
  
  Estaba probando el encendido del motor mientras hablaba; el voluminoso «ZIM» gimió de un modo enfermizo y enseguida tomó una más firme vibración
  
  —Nada de paradas en hospitales, Valya. ¿Qué dice usted?
  
  —Muy bien —dijo lentamente Valentina—. Lo dejamos aquí. Sin duda la Policía acudirá pronto y cuidarán de él. No, no… Usted no tiene que ayudarme. Mantenga el motor en marcha. Yo puedo arreglarme fácilmente.
  
  Valentina levantó al inconsciente, quizá muerto Volgin como si fuese un niño, y rápidamente lo transportó a la acera, donde lo depositó con insólita ternura.
  
  Nick embragó con suavidad, probó el freno y el acelerador, y reculó el coche a la calzada.
  
  Estuvo esperando impaciente con la portezuela abierta. Valentina acudió con sorprendente ligereza y entró pesadamente, derrumbándose en el asiento.
  
  —Larguémonos enseguida —rugió—. La gente debe pensar que somos criminales perseguidos.
  
  Nick gruñó y lanzó sobre ellos un quejumbroso fragor de engranajes. La calle parecía estar llena de gente colocada en fila, gente que vociferaba; y en el aire había un fuerte olor de petróleo quemado, que absorbía cualquier otro olor de cosa quemada.
  
  —¿Por dónde? —inquirió Nick, efectuando un rápido doble embrague y lanzando al «ZIM» fuera del área del desastre.
  
  —Siga en línea recta.
  
  —Bien.
  
  Nick condujo en silencio, atento al volante hasta entrar en otra avenida, a indicación de su acompañante, haciendo caso omiso de la luz roja de la esquina, aunque sin atropellar a ningún peatón a su rápido paso.
  
  Salió airoso, y se deslizó velozmente a lo largo de la calzada, como una ambulancia acudiendo a una llamada de urgencia. Valentina manoseaba la radio, musitando airadamente para sí.
  
  —Tres en la tienda. —Nick empezó a contar—. Y uno herido, pero probablemente repuesto. El falso Stepanovich. Ése hace el cuarto. El hermano Sergei el quinto. Dos más en el «Moskvitch». Siete. Suponiendo que Chou esté todavía aquí, quedan cinco hermanos, a menos que hayan logrado refuerzos.
  
  —Humm… —gruñó irritada Valentina, desistiendo con la radio—. No puedo imaginar de dónde podrían recibirlos tan prestamente. De cualquier modo, tengo a un experto de servicio en el almacén, vigilando de cerca. Ayudará. También él tiene contacto con la Jefatura por radio, y puede enviar un mensaje. Hablaremos rápidamente con él y luego entraremos. No pueden negarme la entrada.
  
  —Seguro —dijo Nick—. Se alegrarán tanto de vernos que es posible que no quieran soltarnos. Hágame un favor, Valya; cargue mi pistola de nuevo.
  
  Nick le entregó la «Luger» y el cartucho de repuesto, y observó los hábiles y eficientes movimientos de la camarada, con el rabillo del ojo.
  
  —¡Es usted una paradoja! —exclamó—. Arte culinario, historia, y experta en armas, todo en uno.
  
  Valentina rio entre dientes, de una manera extremada, y le devolvió la pistola.
  
  —¡En un enorme bulto! —rugió alegremente—. Ahora debe torcer a la derecha y doblar hacia Gogol hasta que crucemos el paso a nivel Luego doble de nuevo y verá una pequeña avenida. No es el camino más directo, pero es tranquilo.
  
  Nick le lanzó una penetrante y curiosa mirada.
  
  ¡Qué rusa tan extraña era Valentina, considerando su calidad de primera funcionaria del Servicio Secreto! Sintió impulsos de preguntarle por qué, en vista del roto parabrisas, ningún ciudadano corriente sé había molestado en levantar un clamor y gritar tras ellos. Pero juzgó que sería quizás una pregunta imprudente, y en vez de ello hizo el rápido y suave viraje desembocando en la calle Gogol, en silencio.
  
  —Usted tiene una pregunta en los ojos, camarada —rugió de repente Valentina—. Usted quiere saber por qué nadie nos ha detenido. Pero piense que no todo puede cambiar enseguida. La gente tiene sus costumbres. Es cauta. Y ni siquiera en EE.UU, según tengo entendido, les gusta hacer lo que creo que ustedes llaman… enredarse.
  
  Nick le sonrió, asombrado de su facultad de percepción.
  
  —Usted es adivina, entre sus otras habilidades. Siendo así, le ruego que me informe sobre el almacén al cual nos estamos dirigiendo.
  
  En los minutos que siguieron Valentina le contó todo lo que sabía acerca del almacén y sus alrededores. No parecía demasiado prometedor. No había ventanas al nivel del suelo, y sí macizas puertas metálicas que se alzaban manejadas desde dentro; una puerta normal, que parecía llevar al despacho de un interventor; y muy pocos escondites para un hombre que quisiese vigilarlo sin ser visto. El muro posterior, afortunadamente, no estaba interrumpido por puertas o ventanas, y era por eso que hubo la posibilidad de que un hombre solo hiciese la vigilancia. Los edificios cercanos estaban casi todos vacíos, porque se completaba un nuevo grupo de almacenes a varias manzanas de distancia, y había un moderado tráfico en la calle y casi siempre un buen número de camiones de reparto y algunos coches aparcados pertenecientes a los más opulentos camaradas empleados en la nueva fábrica.
  
  —Bien, aquí nos quedamos —anunció de repente Valentina—. Bueno. El camarada Polyansky está atisbando desde este edificio que ve ahí. Hace tiempo que fue abandonado. Aquélla es la puerta trasera. Desde aquella ventana observa lo que pasa al otro lado de la calle. Tiene aparcada una camioneta de reparto, de ésas de tres ruedas, en las cuales nunca en mi vida he podido meterme. Usaré su radio para hablar a la Oficina. ¿Quiere esperar aquí?
  
  Nick negó con la cabeza.
  
  —Prefiero averiguar lo que están haciendo; tengo una secreta sospecha de que pueden haber sido alertados por sus amigos del «Moskvitch».
  
  —Bien. —Valentina salió del coche moviéndose pesadamente y cruzaron la calle juntos—. Creo que valdría más que esperase a los refuerzos, camarada, pero supongo que usted es un apasionado y tiene prisa.
  
  —Exacto —dijo alegremente Nick, y le dio afectuosamente unas palmadas en su enorme hombro—. Sería conveniente que usted se quedase con Polyansky y se mantuviera fuera del radio visual del almacén. Usted es muy visible, ¿sabe?
  
  —Y usted también, amigo mío —dijo seriamente Valentina—. Si le ven, le reconocerán.
  
  —Lo sé. Pero ése es un riesgo que tengo que correr yo, no usted. Y mire, ocurra lo que ocurra, oiga lo que oiga y vea lo que vea, no quiero que salga. Ni Polyansky tampoco, a menos que ellos intenten huir. En tal caso, Polyansky puede seguirlos en su camioneta. ¿Conforme?
  
  —¡Conforme! —tronó Valentina, dirigiéndole rápidamente una enorme sonrisa—. Pero tenga cuidado, camarada Tom.
  
  Nick ofreció un pequeño saludo y se alejó.
  
  El momento elegido no podía ser peor, pensó, mientras doblaba la esquina, más allá del escondite de Polyansky y se encaminaba al almacén. A plena luz, tenía pocas o ninguna oportunidad para disimularse. Pero tenía la sensación de que cualquier clase de dilación sería fatal para su empresa. Ellos tenían recursos y equipo electrónico; ¿por qué no radio en sus coches?
  
  Llegó a la esquina, se pegó a la pared lateral y atisbó con cautela al otro lado de la calle.
  
  El gran almacén parecía mirarle a su vez, su fachada sin expresión e inescrutable. Sí, había las dos puertas metálicas y la otra, más pequeña. Las ventanas eran altas e inaccesibles. Había un buen número de camiones y coches aparcados en la calle, ninguno de los cuales reconoció. Fuera de eso, la calle estaba desierta. Ni un peatón a la vista. Y nadie, al parecer, observando. Sin embargo, no se podía estar seguro de ello.
  
  Sintiéndose más visible que una bailarina ejecutando una lasciva danza bajo un potente foco, cruzó la calle a un paso inusitado y se adelantó hacia el único saliente del edificio que ofrecía alguna oportunidad.
  
  Era una cañería de desagüe, que bajaba desde el tejado hasta una de las altas aberturas que era más bien un respiradero que una ventana. Si aguantase el peso de su cuerpo, podría al menos otear el interior del edificio y quizá ver lo que estaba pasando dentro, a menos que la ventana diese a un oscuro almacén, lo cual era lo más seguro. Sin embargo, valía la pena intentarlo.
  
  Examinó la cañería. Estaba muy deteriorada, pero si bien la superficie del muro a los lados estaba agrietada por el paso del tiempo, ofrecía la ventaja de ocasionales asideros que le ayudarían a distribuir el peso de su cuerpo. Echó una rápida mirada a su alrededor. Todavía no había nadie a la vista. Maldiciendo la tosquedad de sus zapatos de manufactura rusa, se agarró a la cañería y se izó hacia arriba con las manos firmemente apoyadas. A medio camino, Oyó un desagradable crujir que le hizo agarrarse a las paredes de un modo febril mientras la cañería se estremecía bajo su peso. Pero aguantó. Y Nick continuó trepando, cerca ya de la abertura encristalada de la ventana. Se alegró al observar, de cerca, que la ventana era un poco mayor de lo que había parecido desde abajo.
  
  Pero no se habría alegrado de poder ver al hombre de recios hombros que saltó silenciosamente de la parte trasera de un camión aparcado y dobló la esquina de un modo igualmente significativo, para observar el tortuoso avance de Nick con no demasiada benévola atención.
  
  La ventana estaba ya al alcance de la mano de Nick. Afianzó las rodillas en la cañería y trató de asirse al estrecho antepecho con una mano. Un fragmento de revoque se desprendió bajo sus manos y cayó sobre la acera.
  
  «Malo», —pensó Nick, y se apoyó firmemente en la cañería mientras levantaba la cabeza para atisbar por encima del antepecho.
  
  Todo lo que vio fue una vaga claridad.
  
  «¡Maldita sea!», —pensó.
  
  Se alzó cautelosamente y percibió la oscilación de la cañería. Pero ahora podía ver la estancia, alumbrada por bajas luces que brillaban sobré un pequeño grupo de hombres, los cuales estaban metiendo papeles apresuradamente dentro de una maleta y llenando una caja con lo que parecían ser estuches de cinta registradora. Vio también una máquina de escribir portátil, que estaba junto a su abierto estuche: Una «Regal» portátil. ¡Ah! Vio al hermano Georgi, abriendo una abultada cartera de diplomático y llamando urgentemente a alguien fuera del alcance de la vista.
  
  «Debía de haber otra sala», —juzgó Nick—. «Georgi no estaba hablando para sí, eso era seguro, y de cualquier modo el almacén era mucho más grande que el espacio de abajo».
  
  Se alzó un poquito más.
  
  «Sí, había una puerta engastada en un tosco tabique…».
  
  La cañería osciló violentamente entre sus apretadas rodillas, y su cabeza dio contra el saliente de la ventana. Se oyó un crujido, percibió una sacudida, y sintió que sus dedos asían vanamente el antepecho de la ventana que se desmoronaba. Igual que un hombre sin paracaídas lanzado de un avión en vuelo, Nick cayó a plomo hacia la acera con las piernas volteando en el aire. Captó la visión de un sonriente y familiar rostro más abajo de él y frenéticamente trató de voltear el cuerpo a media caída, y aterrizó con estrépito en la acera de hormigón. La cañería se vino abajó ruidosamente.
  
  A través de la neblina que oscurecía su visión, percibió que un hombre se abalanzaba hacia él, empuñando algo. Aquel hombre se llevó una mano a la boca, de delgados labios enmarcada en un ancho rostro, y emitió, con un silbato, un prolongado aviso. Lo que empuñaba era una pistola directamente apuntada hacia él.
  
  —No más oportunidades, hermano Ivan —siseó ásperamente, una voz—, y la pistola se le acercó más. Esta vez…
  
  Nick levantó las dos piernas y arremetió contra el ancho rostro de burlona expresión, como si fuese, un ariete. La pistola ladró una vez, y Nick sintió que un lacerante dolor subía por su pierna y penetraba en la cadera como un ardiente clavo. Pero no estaba vencido. Se lanzó hacia delante, desdeñando la pistola, y golpeó fieramente el carnoso mentón con la palma de la mano. La cabeza del hombre reculó de un tirón y la pistola rugió de nuevo. Esta vez la bala pegó en la acera e hizo saltar pequeñas esquirlas.
  
  Nick agarró la muñeca del hombre con una repentina y furiosa arremetida, y la retorció malignamente hasta que algo se quebró con violencia y la pistola cayó sobre el pavimento repiqueteando. El hombre chilló y trató de meter sus gordos dedos en los ojos de Nick. Éste asió la mano y dio un brusco tirón. El asaltante pasó volando por encima del hombro de Carter y aterrizó de cabeza con un tremendo chasquido y una sarta de apagados sonidos salidos de su garganta. Quizá ya estaba muerto, pero quiso asegurarse. Los brazos de Nick se enrollaron en torno al flácido cuello y su rodilla oprimió la espalda con fuerza.
  
  Cuando sintió que el cuello se desnucaba, dejó caer la cabeza y se apropió de la pistola caída. Impulsivamente, recogió también el silbato del desventurado hermano y lo frotó cuidadosamente con su manga. Cuando juzgó que estaba razonablemente limpio, lo apretó entre sus labios y produjo un par de fuertes, (y esperaba que tranquilizadores), silbidos. Probablemente ello no le haría ningún bien, pero tampoco podía hacerle ningún mal. Se levantó lentamente, esperando lo peor. Lo que pudo percibir en el interior del almacén, no había sido de su agrado. Algunos de los del grupo que estaban diligentemente empaquetando cosas le eran desconocidos. Dos, o acaso tres, habían sido agregados para ocupar el lugar de los ausentes.
  
  Escuchó cuidadosamente; no oyó nada. ¿Qué harían ahora? ¿Atrincherarse y pelear a balazos? ¿Largarse rápidamente con las pruebas? Si de una cosa podía estar seguro, era de que habían sido alertados y no tenían intención de permanecer allí mucho tiempo.
  
  Y era lógico que reaccionarían de alguna forma al silbato de aviso. Era de esperar que alzasen las puertas metálicas, y procurasen largarse. Y entonces los camaradas, Slade, Sichikova y Polyansky podrían cogerlos uno a uno mientras salían dando tumbos.
  
  Aunque también era presumible que la cosa no fuera tan fácil. Quizás ellos no estaban dispuestos a salir dando brincos. Tal vez tres personas no serían suficientes para cuidar de todos ellos. Había, probablemente; Seis o siete nuevos aspirantes; posiblemente más.
  
  Dobló con cautela la esquina del edificio mientras trataba de imaginarse lo que ellos harían. Por el momento no tenían ningún motivo para sentirse acorralados; una pequeña pelea no significa una batalla. Pero por otro lado, sería necio esperar a un ataque o la captura. Tenían que marcharse, y pronto.
  
  No trascendía ningún ruido del interior del almacén, y eso en sí mismo era ominoso. Por lo que, sabía, tenían un pasaje subterráneo, semejante al túnel de Dmitri Smirnov y en aquel momento podían estar escapando, a varias manzanas de distancia.
  
  Instintivamente, giró la cabeza de un lado a otro, para ver si había señales de inusitada actividad a lo largo de la calle.
  
  Nada. Volvió a fijar su atención en el almacén. Todo estaba despejado y tranquilo. Empezó a avanzar a lo largo de la fachada del edificio, hacia la puerta de la oficina. Entonces algo atrajo su atención.
  
  La calle no estaba del todo despejada. La camarada Valentina estaba cruzando la calle con paso largo y majestuoso, resuelta como un tanque.
  
  
  
  
  
  14 - El amargo final
  
  
  HABÍA UN AIRE de enorme preocupación en la ancha Cara de la camarada Valentina.
  
  Nick: tomó aliento e imperativamente y por medio de señas le indicó que retrocediese.
  
  Valentina le vio a su vez. Y aunque la distancia era casi de media manzana, Nick pudo observar la luz de gozo y alivio en sus ojos; pero ella no hizo caso del imperativo ademán de su camarada.
  
  Nick fue prontamente hacia Valentina, andando a lo largo de la fachada del edificio, reuniéndose con ella más allá de la puerta de la oficina.
  
  —¡Le pedí que no se mostrase, Valya! —susurró urgentemente Nick—. Habrá jaleo. ¡Regrese… por favor!
  
  —¡Cállese, camarada! —dijo agudamente Valentina—. Oí el ruido, y me inquieté por usted. Su pierna Sangra. Pero atenderemos eso después, ¿no? Ellos nos estarán esperando. Por tanto sólo hay una cosa que hacer, y es visitarles.
  
  Examinó la puerta.
  
  —Creo Que tendremos dificultades con las puertas, metálicas. Ésta es nuestra única entrada.
  
  Nick hizo una seña afirmativa.
  
  —Así lo creo yo, también. Pero mi intención es entrar solo —observó que la mandíbula de Valentina se endurecía, y resolvió no insistir.
  
  Era una pérdida de tiempo, de cualquier modo.
  
  —Espero —dijo en vez de ello—, que usted pueda agacharse con la misma rapidez con que dispara.
  
  Probó la puerta parecía firme como una roca, y muy fuerte.
  
  —Apártese, tendré que destrozar la cerradura. —Sacó la «Luger» mientras hablaba. Valentina hizo un gesto de contrariedad.
  
  —Conserve sus balas, camarada —rugió—. Puede necesitarlas luego.
  
  Dio una repentina carrerilla, retrocediendo hacia el borde de la acera y avanzó estruendosamente con un inmenso hombro vuelto hacia la puerta. Su enorme cuerpo embistió la gruesa madera como un vigoroso toro. La tabla tembló, vibró, y saltaron pequeñas astillas…, pero aguantó.
  
  —¡Bah! —dijo airadamente Valentina, retrocediendo de nuevo—. Debo estar un poco falta de práctica.
  
  Nick la miraba boquiabierto, demasiado asombrado para hablar, fascinado por el espectáculo, a pesar del peligro que pudiera haber detrás de la puerta. Otra vez Valentina agachó la cabeza y arremetió, como un, ariete. ¡Pam! La puerta saltó con un quebrantador estruendo, seguido casi instantáneamente de un estallido y un grito de apenado asombro. Valentina permaneció en el umbral por un fugaz momento, y enseguida avanzó impetuosamente como un guisante gigante saltando con golpe seco de una gigantesca vaina.
  
  Nick se apelotonó detrás de Valentina, reprimiendo un impetuoso deseo de reír, y miró con atención a lo que podía ver más allá de los enormes hombros de la camarada. Vio una estancia bastante espaciosa, separada del resto del almacén por un alto tabique, y había señales de haber sido recientemente usada como despacho. Había dos hombres a pocos pasos de Valentina y más o menos a ambos lados. Eran fieros púgiles a los cuales nunca había visto; hermanos sustitutos, sin duda, y de desagradable aspecto hasta en su desconcierto. Uno estaba situado a medio camino de la puerta, con una expresión de aturdida incredulidad en su tosco rostro de luchador; y el otro sostenía una pistola que apuntaba a Valentina con incertidumbre y vacilación.
  
  —¡Aparte eso de mí! —rugió airadamente Valentina, y movió una mano igual que una pala con garfios impelida por un motor de retropropulsión.
  
  La mano de la camarada Valentina sujetó fuertemente la mano armada del individuo, y dio una vuelta sin esfuerzo. La muñeca y el codo del hombre tomaron de repente incompatibles posturas y la pistola se escurrió de sus separados dedos mientras aullaba por el terrible dolor. Su rostro era una máscara de tormento y rabia. Con un esfuerzo sobrehumano, torció el cuerpo de repente y libertó la mano. Con su otra mano útil golpeó furiosamente él cuello de Valentina y su pierna se levantó para dar una maligna patada. Valentina permaneció como una enorme y elástica montaña, completamente inamovible por los golpes del hombre pero extendiendo sus brazos igual que boas constrictoras.
  
  —¡Basta! —gruñó, y agarró la pierna del hombre.
  
  Nick estaba tan fascinado por la acción de Valentina que casi le pasó desapercibido el movimiento a su espalda. Pero lo vio justamente a tiempo. Un largo y flaco brazo salió ligeramente de debajo de una tabla de la estropeada puerta y trató de coger la pistola. Nick se agachó, dio un gran salto, y lanzó todo el peso de su cuerpo sobre la puerta y el hombre. Hubo un fuerte crujido, y la mano cesó de moverse hacia la pistola. Por fortuna, Nick dejó caer la culata de la «Luger» con fuerza contra la inclinada sien del hombre.
  
  —¡Bien, camarada! —rugió Valentina, a pesar de lo atareada que estaba. Tenía a su víctima levantada en vilo y la estaba haciendo girar como un lazo. Un par de vueltas más y…
  
  Nick se agachó para esquivar el cuerpo volador, y mientras lo hacía percibió un furtivo movimiento más allá de la entornada puerta que conducía al interior del almacén. Se agachó todavía más, apretó el dedo en el gatillo, y permaneció a la expectativa.
  
  La puerta se abrió de repente. Nick no tardó ni un Segundo en fijar el blanco antes de dirigir la puntería, y enseguida hizo tres rápidos y mortíferos disparos sobre el hombre cuyo puntapié había hecho que la puerta se abriese del todo.
  
  El hermano Georgi cayó como una piedra.
  
  —¡Bien, allá va! —rugió Valentina, y soltó a su víctima.
  
  El hombre rodó por el aire y dio contra la sólida pared delantera con un impacto que pareció enviar ondas trepidantes a través de la sala. Su cuerpo se contrajo en el suelo, rodó aún con el ímpetu de la caída, y luego quedó inmóvil. Nick notó que su cabeza estaba seriamente abollada; el hombre no volvería a servirse de ella.
  
  Valentina estaba poniendo en orden sus revueltos cabellos en su grande y redonda cabeza, y enderezando las abultadas extensiones del vestido.
  
  —Muy bien hecho —dijo Nick con aprobación, pasando más allá de la abultada figura de Valentina y los caídos cuerpos, en dirección al ancho pasillo en el cual yacía el hermano Georgi.
  
  Entró en el corredor cautelosamente. Comunicaba al fondo, con otra sala al parecer mucho más grande, débilmente alumbrada y llena de pilas de cajas. No pudo ver señal de movimiento, ni percibirlo, pero los pelos de la nuca, se le estaban erizando; esa sensación le era ya familiar, por haberla experimentado muchas veces antes, y era indicio de que le aguardaba algo desagradable. Valentina, moviéndose pesadamente, se unió a él, sacando una maciza automática de alguna parte de los pliegues de su vestido. Juntos, atisbaron desde la oscuridad, hacia el final del pasillo.
  
  —Eso tiene mal aspecto —susurró Valentina—. Está, oscuro y lleno de escondrijos. Muy tranquilo, además… ¿Una trampa? ¿O, quizá los otros se han marchado?
  
  —Tal vez, pero no lo creo. Quédese aquí detrás y protéjame, ¿quiere? Voy a ver lo que hay ahí dentro. No, no, Valya. —Nick rechazó a Valentina suavemente—. Uno de nosotros debe quedarse atrás hasta que sepamos lo que nos espera. Y pienso que quizá yo sea el blanco más difícil —le sonrió y afectuosamente le dio unas palmaditas en el hombro—. Empiece a disparar en el momento en que yo eche a correr. Pero, por amor de Dios… ¡dirija la puntería por encima de mi cabeza!
  
  —No soy una aficionada, camarada —dijo secamente Valentina. Y entonces sonrió de repente—. Adelante, pues, Tomska… y buena suerte.
  
  Nick se apartó de Valentina, con la «Luger» crispándose en su mano, y avanzó de lado a lo largo de la pared. Todos sus sentidos estaban tensos ante el peligro, y cuando oyó el leve rumor en alguna parte de la estancia, delante de él, se agachó y corrió en un rápido zigzag hacia el final del pasillo. Una pistola rugió vivamente a su espalda. Una bala… dos… tres… pasaron por encima de su cabeza y dieron en las cajas apiladas en la sombra. La cuarta y la quinta procedían del frente y silbaron horriblemente cerca de sus oídos. Llegó al final del pasillo mientras las pistolas rugían de nuevo, cruzándose sus mortíferas cargas. Lanzándose de un salto, disparó rápidamente sobre los fogonazos que salían de las cajas. Una alta pila de cartones basculó ladeándose, y cayó; y el hambre que estaba agazapado se agachó rápidamente mientras la réplica de Nick rasaba la cima de la caja y se metía en otra jaula detrás de ella.
  
  Esperó un momento, agachado, y vio el brazo del pistolero impeler el arma por el lado de la caja. Dos disparos cantaron a un tiempo, y el tiro de Nick no dio en el blanco. El otro aventó su mejilla con un ardiente y doloroso soplo, y Nick se revolvió como si le hubiesen dado un latigazo. Su mano dio con una sólida jaula para mercancías; se revolvió de nuevo y se agazapó detrás de ella agradecidamente, sintiendo el caliente escozor de la sangre en la cara.
  
  —¡Ah! —una voz gutural dio un gruñido de triunfó, y dos fuertes manos se afianzaron en torno a la muñeca de Nick y La retorcieron despiadadamente.
  
  Nick gritó involuntariamente y trató, en vano, de agarrar los dedos que sujetaban su muñeca. Una brutal torsión, y su «Luger» cayó. Blasfemó en voz baja y dio, pegando con la mano izquierda, un golpe fuerte y vivo como un cuchillo que ocasionó otro gruñido, éste no tan triunfante. Una rodilla sacudió su espalda con tal fuerza que le pareció que su espinazo iba a romperse, y los dos invisibles brazos se cerraron en torno a su cuello y apretaron.
  
  Por segunda vez en el espacio de un cuarto de hora el mundo se arremolinó locamente y Nick sintió la muerte rondar junto a su cuello. Sólo deseó llamar a Valentina a gritos, igual que un niño pequeño llama a su madre para que lo libere de una pesadilla. Pero sabía que su garganta no podía emitir más que un gutural sonido. Luego agarró de repente dos de los gruesos dedos que apretaban su gaznate y los sacudió fieramente. Las manos se mantuvieron firmes y la presión sobre su espalda creció, pero Nick tenía un dedo agarrado con cada una de sus propias manos y si no podía fracturarlos, merecía bajar de categoría y ser reducido de su dignidad de Killmaster a simple mandadero. O a un muerto mandadero. Su garganta pedía clemencia con débiles chillidos y su cabeza vibraba como si fuese un tambor africano, golpeando brutalmente, pero él se asía de esos dedos y lentamente… lentamente… los retorcía. Cuando creyó que los tenía en la posición conveniente, hizo un repentino movimiento que casi le rompió la espalda. Los dos dedos chasquearán ruidosamente como dos ramitas secas y las manos se desprendieron de su cuello al acorde de un agudo grito.
  
  Nick hizo girar sus caderas, doliéndole horriblemente por la herida, y golpeó la crispada cara del estrangulador con una proyección de mano cortante como el filo de un hacha. Retrocedió raudo, juntó las manos en la forma de una hoja de doble filo, y descargó con ellas un tremendo golpe contra el alargado cuello. Sin esperar a que el hombre cayese desplomado, recogió su «Luger» y disparó sobre el individuo.
  
  Luego hubo silencio. ¿Por qué? Debiera de haber tiroteo. ¿Qué le había ocurrido al otro hombre? Nick se volvió de nuevo, su pistola todavía caliente y humeante, y la escena que vio entonces se mantuvo viva en su mente por mucho tiempo.
  
  Fue plácida por un momento, y Nick la observó como si no tuviese parte en ella. El hombre estaba atisbando cautelosamente por el canto de la gran jaula de mercancías contigua a Nick, adelantando su pistola unos centímetros ante él y su expresión en la tenue luz, era de prevención mezclada con triunfo. Levantó la pistola.
  
  Una grande y fornida mano avanzó y golpeó la coronilla del hombre igual que un martillo empuñado por un gigante. El hombre se tambaleó. Sus ojos se movieron extrañamente, hacia el techo. Su mano se inclinó hacia abajo y la pistola escupió una vez en el pavimento. El enorme puño golpeó otra vez y produjo un ruido semejante a la resquebrajadura de una calabaza. El hombre cayó.
  
  Un descomunal cuerpo apareció a la vista y descubrió a Nick.
  
  —¿Está usted bien, camarada? —preguntó ansiosamente Valentina.
  
  —¡Dios! —dijo Nick—. ¡Muñeca, muñeca, fabulosa muñeca! Pero ¿cómo hizo usted para acercársele? ¡Y por amor de Dios, no deje que ninguno se le acerque a usted tan furtivamente!
  
  Se levantó con dificultad y miró por encima del enorme hombro de Valentina. Todo estaba tranquilo, aunque confuso. Ni un alma parecía haber ahora por allí.
  
  —Dejé que el hombre creyese que me había tumbado de un tiro —explicó calmosamente Valentina—. Ahora hemos de encontrar a los otros, ¿no?
  
  —Ciertamente —convino Nick—. Aguarde un momento, sin embargo.
  
  Sus oídos se aguzaron en el silencio. Hasta ellos llegaba débilmente rumor de movimiento, amortiguado por las paredes y la distancia. Pero era en el interior del almacén. Y parecía proceder de aquella cavernosa sala, la cual él había atisbado desde la ventana.
  
  —Todavía están aquí —susurró—. Y atareados, supongo. Bien, vamos.
  
  Nick pasó delante. Valentina caminaba detrás de él zarandeándose, admirablemente silenciosa para su increíble volumen.
  
  Un almacén introducía a otro; un tabique se unía a otro; una gran pila de cajas vacías conducía a otra pila de cajas. Era como un laberinto. Pero gradualmente, los ruidos se aproximaban, o ellos se acercaban más a los ruidos. Había una separación de rumores, ahora: de alguna parte, apagadas pero fuertes pisadas descendentes; de otra, más cerca de lo que debía de ser la fachada del edificio, una especie de amortiguado rechinamiento.
  
  Nick husmeó en la densa atmósfera. Gasolina. Debían de tener los coches cerca de allí, pensó. En silencio, él y Valentina se miraron, y siguieron a su olfato en busca del origen de las emanaciones. Pero el local estaba saturado de ellas, y era tal el laberinto de tabiques y polvorientas cajas de embalaje que ellos tendrían que pasar interminables y preciosos minutos buscando los coches, mientras que el tipo que arrastraba los pies atareadamente, detrás de otra serie de tabiques, podía concluir su quehacer y largarse calladamente, o lanzarse sobre ellos.
  
  De nuevo hicieron un tácito acuerdo. Nick siguió avanzando con cautelosos pasos hacia el interior de la lobreguez, sintiendo, más bien que oyendo, las pisadas de Valentina a su espalda. Un momento después refrenó su marcha y se arrastró hacia delante como un felino, indicando a la corpulenta mujer que aguardase detrás, en la oscuridad. Un raudal de luz se derramaba por detrás del próximo tabique, en lo que parecía ser otro ancho pasillo, y vivaces y fuertes pisadas estaban hollando un pavimento.
  
  Nick se pegó al tabique y escuchó las pisadas. Se acercaban invariablemente. Estiró el cuello con prevención y vio al hombre. Era al que había oído nombrar Chiang-Soo. En Una mano llevaba una negra caja grande y al parecer pesada, del tipo frecuentemente usado para transportar equipo fotográfico, y en la otra sostenía una pistola.
  
  Nick mantuvo un dedo en, los labios advirtiendo a Valentina y dejó que el hombre pasara. Quizá fuese mejor idea observar a dónde iba con aquella caja, que no abalanzarse sobre él al momento.
  
  Dio al hombre una ventaja de unos cuantos metros, y empleó el tiempo aprestando la «Luger». Luego fue silenciosamente tras del hombre.
  
  Chiang-Soo siguió avanzando apresuradamente y entró en otro almacén, una estancia iluminada solo por tenues chorros de luz del día, procedentes de las pequeñas y altas ventanas. Se detuvo cerca de una puerta en un distante extremo de la sala, depositó la pesada caja… y se volvió. Por un terrible segundo miró a Nick directamente a los ojos, luego soltó un alarido que habría resucitado a todos los hermanos muertos y su pistola escupió plomo rápidamente.
  
  Pero ya Nick estaba a distancia de donde el hombre lo había localizado, disparando a su vez con rapidez. Quería conservarlo vivo, de poder ser, porque había unas preguntas que deseaba hacer al hombre al cual consideraba como el médico brujo; por tanto, dirigió la puntería a los brazos y las piernas en vez de a un punto vulnerable.
  
  Chiang-Soo chilló y cayó desplomado. Nick disparó otra vez, y tuvo la enorme satisfacción de ver aparecer un agujero en el hombro de Chiang-Soo. Manaba sangre de sus antebrazos y la pierna derecha yacía torcida bajo el cuerpo. Nick atravesó la sala corriendo e hizo saltar la pistola de su crispada y ensangrentada mano con un puntapié.
  
  —¿Dónde está Chou? —inquirió Nick, consciente del acrecentado olor de gasolina y de las fuertes pisadas de Valentina que acudía a su alcance.
  
  El hombre gruñó. De alguna parte más allá de la puerta llegó un suave zumbido de maquinaría y un metálico y machacante sonido.
  
  —¡Esperándole! —gruñó Chiang-Soo.
  
  —¡Bueno! —dijo Nick, y abrió la puerta de repente—. ¡Se escapa! —miró hacia otros interminables pasillos llenos de hileras de jaulas.
  
  —¡No, no…! ¡No lo hará antes de que le mate! —rio Chiang-Soo.
  
  La portezuela de un coche se cerró de golpe y el rugido de un motor se oyó claramente.
  
  El semblante del chino perdió de repente su gesto desdeñoso y levantó la voz con un súbito y furioso grito, abalanzándose sobre las piernas de Nick.
  
  Nick lo rechazó bruscamente.
  
  —Valentina, ¿quiere vigilar a este bastardo?
  
  —¡Con gusto, camarada! —rugió Valentina, y arrastró a Chiang-Soo hacia ella tirando de su pelo—. Él y yo tendremos una agradable conversación… ¿eh?
  
  Nick dejó a Valentina y corrió por un pasillo, siguiendo desesperadamente el ruido del motor en marcha, que parecía amortiguarse. Se deslizó rápidamente por la más cercana abertura del tabique. ¡Por todos los diablos! ¡Otra maldita sala vacía! Pero en un extremo de ella había otra puerta, abierta de par en par, y mirando por ella pudo ver un rectángulo de luz solar. Corrió hacia allí. La puerta metálica estaba parcialmente levantada, derramando luz diurna en el interior de la espaciosa sala.
  
  Había coches en ella y un predominante olor de gasolina. Nick corrió de prisa hacia el automóvil más cercano, un «Pobeda» negro, de aspecto familiar, y se metió en un traicionero charco de líquido que estaba echando vaho. Observó que el suelo estaba anegado. Debajo de cada tanque de gasolina, había un extendido charco… Supo antes de que lo intentase que era una causa perdida, pero abrió precipitadamente la portezuela de entrada del «Pobeda», vio las llaves del encendido, y de prisa trató de poner el coche en movimiento. El motor gimió sediento, la única cosa que marcaba era el manómetro de combustible. La aguja fluctuó ligeramente y se fijó en el punto de VACÍO.
  
  Nick blasfemó con amargura y cruzó el resbaladizo y hediondo pavimento corriendo hacia la calle. La camioneta de tres ruedas estaba traqueteando, lejos del almacén, y a un par de manzanas de ella un «Volga» estaba girando ruidosamente, con agudos chirridos de los neumáticos, a través del paso a nivel.
  
  Nick se lanzó al otro lado de la calle y pasó velozmente por el abandonado escondrijo de Polyansky, atravesando luego otra calle y metiéndose en el «ZIM» que estaba allí esperando. El coche se puso en marcha como un auto de carreras, y Nick lo bendijo por ello, cambiando las marchas y moviendo los pedales igual que un energúmeno. Dobló la primera esquina sobre dos ruedas, justamente a tiempo para ver al zumbante vehículo de tres ruedas torcer a través de la vía férrea y desaparecer.
  
  Impelió al voluminoso «ZIM» hacia delante, forzándolo a alejarse velozmente del almacén, y rezó para que ya no hubiese allí hermanos que salieran de escondidos lugares hostigando a Valentina. Pero, según su cálculo, habían terminado con ellos excepto por Chou Tso-Lin, y de todos modos la camarada Valya podía aplastar a siete de un golpe.
  
  Frenó velozmente antes de torcer a través de la vía férrea, y en aquel momento las furias de los infiernos se desataron alrededor de sus oídos. Por un instante creyó que era él el blanco, o que los coches a los que seguía habían estallado en un montón, pero mientras disminuía la velocidad, vio enseguida que el vehículo de tres ruedas corría todavía en furiosa persecución del «Volga» y que él mismo estaba aún intacto. Una descarga de estruendosas explosiones martilleó su cabeza, retumbando y resonando en un ensordecedor coro, que crecía hasta alcanzar aún más altos y terribles fragores. Paró el coche, con fuerte patinaje de las ruedas, y miró tras él.
  
  ¡El almacén! Se estaba desplomando, lanzando su techo al aire en rotos trozos, vomitando grandes pedazos de sus entrañas; se desmoronaban paredes y volaban ladrillos; enormes trozos de madera y de metal se elevaban por la calle, y caían con un clamor apenas perceptible por causa del bullicio de las detonaciones.
  
  A Nick se le heló la sangre en las venas.
  
  «¡Dios, Dios…! ¡Valentina!».
  
  Tenía la portezuela del coche abierta antes de que se diese cuenta que no podía hacer nada para salvar a Valentina. Cerró la portezuela de golpe otra vez y puso el motor en marcha fieramente. Chou Tso-Lin debió de haber colocado la carga antes de escapar, por si acaso quedaban todavía pruebas para ser destruidas. Y existían tales pruebas. Al menos, habían existido.
  
  Impelió al voluminoso «ZIM» hacia delante, por Una abandonada calle que de repente se había animado con boquiabiertos y asustados trabajadores. El «Volga» no estaba a la vista, pero Nick pudo oír el tiroteo y vio a la pequeña camioneta a lo lejos, desviándose vivamente a mano izquierda.
  
  ¡Bien! Cogería al bastardo, todavía.
  
  Nick rechinó los dientes y apretó reciamente el acelerador. Su semblante era una máscara de odio, y dentro de él se estaba diciendo:
  
  «¡Valentina, Valentina, Valentina! ¡Lo cogeremos, lo cogeremos, se lo prometo!».
  
  Hizo girar el volante como si fuese una mortífera arma apuntada a un odiado enemigo y siguió al vehículo de tres ruedas hacia la calle lateral. Estaba alcanzando una milagrosa velocidad a pesar de ser un vehículo tan pequeño. Distinguió el voluminoso «Volga». De ambos vehículos salían fogonazos, tiros al azar de cada conductor demasiado atentos a la velocidad para una exacta puntería. Gradualmente, Nick se acercaba a ellos.
  
  ¡Ah! ¡El «Volga» había sido tocado! Desde casi dos manzanas de distancia vio quebrarse la portezuela posterior. El «Volga» pareció temblar y vacilar, y la camioneta lo seguía osadamente. Nick apretó el acelerador aún con más fuerza.
  
  Algo salió volando de una ventanilla del «Volga», un objeto de forma ovalada que botó en la calzada, ante la camioneta y ascendió para chocar con ella. Nick tomó aliento y frenó. La camioneta traqueteó una vez más y saltó por el aire con un desgarrador ruido, y enseguida cayó, hecha un roto y chafado revoltijo que esparció fragmentos de rasgado metal y carne humana en muchos metros a su alrededor. Nick se desvió violentamente, y apenas vio lo que quedaba de Polyansky. El «Volga» había recobrado velocidad y estaba corriendo como si todos los demonios del infierno fuesen tras de él.
  
  Solamente Nick iba a su alcance, y todas las fibras de su ser estaban tensas de concentrada furia. Poco a poco le ganaba terreno. Con fría calma apoyó el cañón de la «Luger» en las vítreas orlas del roto parabrisas y apretó el gatillo. El «Volga» se desvió y de repente torció a la derecha. Nick frenó bruscamente y el voluminoso «ZIM» patinó con un torpe pero eficiente chirrido. El «Volga», más pequeño, ganó preciosos metros en la maniobra y se deslizó con la velocidad de un rayo a lo largo de una calle empedrada, hacia la ancha avenida al frente. Nick enderezó el «ZIM» y lo siguió. El costado de un autobús apareció de repente frente a él. Nick frenó furiosamente otra vez, lo dejó pasar, y siguió adelante, topando casi, ya en la avenida, con una ambulancia que venía a toda velocidad hacia él.
  
  El «Volga» se había dado buena maña. De nuevo; estaba a dos manzanas de distancia, y otra vez Nick aceleró la marcha y se lanzó tras él con la rapidez; de un cohete. Una vez más, el «Volga» se desvió. Tomó por un largo y llano camino que conducía al campo y a una veintena o más de escondidas sendas cada una con una docena de ramales, en cualquiera de los cuales un coche podía desaparecer con el tiempo suficiente para que su conductor saliera, y se ocultase, emboscándose, Nick aceleró la marcha con impaciencia e hizo un disparo por el abierto parabrisas. La bala dio en la trasera del «Volga» y rebotó.
  
  Estaban en el camino del río, una hermosa extensión que rozaba un alto terraplén. A los turistas occidentales les encantaba. Nick podía ver sus ventajas también; y apretó fieramente el acelerador hasta que el «ZIM» alcanzó su máxima potencia. Estaba acercándose, ahora, inexorablemente, y podía ver a Chou Tso-Lin inclinado sobre el volante, asiéndolo con una desesperación que no le dejaba oportunidad para disparar.
  
  El camino del río torcía hacia arriba, seguía brevemente junto a una pintoresca eminencia, y enseguida descendía de súbito, pero suavemente. Las ruedas delanteras del coche de Nick estaban al nivel de la trasera del «Volga». Nick se acercaba deliberadamente, con la venganza y el odio haciendo hervir su sangre. El «Volga» se acercó más a la margen del camino, avanzando de lado. Nick lo siguió. El río estaba abajo, cabrilleando a la luz del sol. El «Volga» bajó el declive chillando. Nick se acercaba más, invariablemente. Chou Tso-Lin echó una mirada de zozobra por encima del hombro. Nick estaba suficientemente cerca para mirarle a los ojos.
  
  «¡Ahora!», —se dijo a sí mismo.
  
  Levantó la pistola y disparó premeditadamente. El volante del «Volga» giró locamente. Chou dio un chillido de horror… y Nick arremetió contra el coche. El metal chocó con el metal y los maltratados neumáticos chillaron…
  
  Sólo, quedó el «ZIM» en el camino. El «Volga» patinó, se volvió de costado, y se precipitó por el alto terraplén, cayendo en el tranquilo río. El grito de horror y el chapuzón perduraron en los oídos de Nick. Casi no valía la pena retroceder para mirar. Sin embargo, se detuvo, reculó, y miró abajo hacia las aguas del río.
  
  Había grandes burbujas, nada más.
  
  Embragó el coche y se alejó. Las sirenas ululaban en alguna parte a lo lejos, pero no significaban nada para él. Estaba pensando en un destrozado almacén y en una enorme y desproporcionada mujer con una risa que repetía ¡Ho, ho, ho, ho!, dentro de sus oídos… y en su corazón.
  
  Apenas se daba cuenta de adónde iba, hasta que se metió en una calle cubierta de feos despojos y llena de coches, autobombas y ambulancias. Rojas llamas se elevaban todavía ligeramente hacia el cielo, pero las grandes mangueras y los vociferantes hombres parecían dominarlas.
  
  Nick aparcó el «ZIM» y anduvo negligentemente a lo largo de la sucia calle, no haciendo caso de los hombres que trataban de detenerlo con gritos de advertencia.
  
  —¡Ah! ¡Camarada! —Dmitri Borisovich Smirnov se separó de un grupo de funcionarios de serio aspecto y le dio unas palmadas en el hombro—. ¿Tuvo usted éxito, amigo? ¿Alcanzó al hombre?
  
  —¡Oh, sí! —exclamó lentamente Nick, mirando a los ardientes y humeantes escombros—. Supongo que se refiere a Chou. Sí, lo alcancé. Pero está en el fondo del río. Por tanto si usted quiere interrogarlo, no está de suerte.
  
  —Ah, bien, no importa, camarada —dijo alegremente Smirnov—. Tenemos al otro. ¡Oh, y tengo muchas noticias para usted, amigo mío! La pequeña Sonya ha estado llamando muy ansiosamente. Y Sam Harris quería que usted supiese que Ludmilla acepta con mucho gusto un combinado de vodka y champaña ¿Qué le parece eso? Y Yo… voy a preguntar a su jefe, el señor Hawk si no puedo cambiar una de mis hombres quizás el propio Ostrovsky, por usted… Entiendo que esto se hace entre los jugadores de béisbol americanos, ¿no? —rio regocijadamente y dio unos golpes a Nick en un hombro.
  
  —Sí, pero no soy demasiado experto en béisbol.
  
  «¡Qué estúpido resultaba ser este hombre! Charlando Sobre Ludmilla y el béisbol, cuando había ocurrido algo tan terrible…».
  
  Se atiesó de repente.
  
  —¿Cómo sabía que yo estaba persiguiendo a Chou?
  
  Dmitri Smirnov arqueó sus espesas cejas con elocuente extrañeza.
  
  —¡Pero sólo hay un medio por el cual podía saberlo! Naturalmente…
  
  —¡Ho, ho, ho, ho!
  
  Nick giró como si lo hubiesen pinchado. No podía ver a la mujer, pero ésa era ciertamente la increíble voz de Valentina. Atisbó a través del humo, buscando su procedencia, ignorando por completo la clara y viva expresión de esperanza pintada en su rustro y el repentino, afectuoso aire de comprensión y amistad en los irónicos y gastados ojos de Dmitri Smirnov.
  
  —¡Ustedes son ridículos, camaradas! —rugió la enorme voz—. ¡Ni diez de ustedes me meterán en esa menuda ambulancia!
  
  Nick la vio entonces, a través del humo, y corrió hacia ella.
  
  La camarada Valentina estaba cerca de la portezuela de la ambulancia, desternillándose de risa. Su enorme blusa pendía en jirones y su cabeza aparecía vendada; manchas de sangre y oscuras marcas estaban esparcidas por su vestido, y su cara era una burlesca mancha redonda. Pero su persona era la vista más bella y maravillosa que él hubiese contemplado jamás.
  
  —¡No puede ser! —gritó Nick—. ¡No puede ser usted!
  
  —¡Ho, ho, ho, ho! ¿Quién más podría ser, camarada? —Valentina extendió sus macizos brazos—. Usted estaba angustiado, ¿eh? ¡Yo también! ¡Pero los dos estamos con vida!
  
  Nick asió las magulladas manos de Valentina y las apretó.
  
  —¡No es posible! ¡Yo vi saltar el edificio!
  
  —¡Pero yo no soy un edificio! —rugió estruendosamente Valentina—. ¡Soy Valentina, un tanque humano, indestructible! Chiang-Soo estaba muy asustado y me dijo dónde estaba el sótano. ¡Pero, estropearé las cosas si le cuento eso! ¡Saludos, camarada!
  
  —¡Saludos! —dijo Nick, y puso los brazos en torno al enorme y voluminoso cuerpo de la mujer—. ¿Tiene inconveniente en que yo le tenga un sincero y perdurable afecto, Valentina?
  
  FIN
  
  
  
  
  
  NICK CARTER (Seudónimo editorial). Nick Carter- (Killmaster) es:
  
  a) un seudónimo editorial,
  
  b) el nombre del personaje protagonista, y
  
  c) el título de una serie de aventuras de espionaje que fue publicada desde 1964 hasta 1990, por primera vez por Award Books, luego por Ace Books, y finalmente por Jove Books. Fueron publicadas al menos 261 novelas. El personaje es una actualización de un detective privado de pulp fiction llamado Nick Carter publicado por primera vez en 1886.
  
  
  
  Ningún autor real se acredita por los libros con el nombre de Nick Carter, que está utilizado como un seudónimo editorial. Entre los volúmenes varían la narrativa en primera persona o en tercera persona. Autores conocidos que han contribuido a la serie son: Michael Avallone, Valerie Moolman, Manning Lee Stokes y Martin Cruz Smith.
  
  Esta novela en particular: El espía No. 13, fue publicada por primera vez en mayo 1965 (Número A139F) por Award Books parte de la división Beacon signal de Universal Publishing y Distributing Corporation (Nueva York, EE.UU.), y fue escrita por Valerie Moolman.
  
  
  
  
  
  Notas
  
  
  [1] Corondel es una línea vertícal que en tipografía se coloca para ayudar a separar columnas de texto. Cuando no existía el tecnicismo, era costumbre llamar a ese espacio entre columnas «corondel ciego». Hoy día se le suele llamar simplemente «calle». En los papeles hechos a mano, se llama corondeles a las rayas verticales más claras que se dejan ver al trasluz, huella de los hilos metálicos que formaban la estructura usada para su fabricación. (ESTE ES EL CASO EN ESTA NARRACIÓN) (N. del E.D.) <<
  
  
  
  
  
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