Salió de un «TU-104» en el aeropuerto de Moscú. Era Ivan Kokoschka, un hombre con dos intereses en la vida: un trabajo de investigación para su nueva novela y una reunión con Sonya, la esbelta bailarina del Bolshoi. Pero…, no era realmente Ivan…; era Tom Slade, un apreciado agente de la AXE, el cuerpo del servicio super-secreto de EE.UU.… Y no era realmente Tom Slade, sino Nick Cárter, el primer hombre de la AXE, al cual los del círculo interior daban el nombre de «Killmaster»… Y no era sólo a Sonya a quien «Killmaster» tenía que engañar. Estaba también la camarada Ludmilla, la espía de ojos violáceos, que odiaba a todos los americanos.
Sobre estos agentes brama la lucha de los super-agentes: Hawk, misterioso jefe de la AXE, y Smirnov, quijotesco decano del Servicio de Inteligencia ruso.
Su misión: averiguar quién está entregando secretamente información clasificada a los chinos rojos.
Su fin: evitar el estallido de la Tercera Guerra Mundial.
Ésta es la tan esperada novela «rusa» de Nick Cárter, el primer agente de espionaje de Norteamérica.
Nick Carter
El espía No. 13
ePub r1.0
elagarde 24.06.14
Título original: The 13th spy
Nick Carter, 1965
Traducción: Leoncio Sureda
Diseño de cubierta: Antonio Bernal
Editor digital: elagarde
ePub base r1.1
1 - Un enigma de la U.R.S.S.
TODO LO QUE SABÍA era que sus manos estaban asiendo débilmente un volante que se rehusaba a girar y que el pedal del freno no funcionaba bien. De algún modo, sin embargo, no parecía importarle. Había algo terrible en ello, pero no era nada qué tuviera que ver con él. Algún otro lo estaba imaginando. Aparecían luces al frente y se desviaban a un lado con chirriantes sonidos que, pensaba vagamente, las luces por lo regular no hacen. Y había voces, además; gritos que se apagaban a su espalda para ser arrastrados con el estruendo de su propio coche en ese aturdido viaje de pesadilla.
Los neumáticos rechinaban mientras el vehículo, de construcción rusa, avanzaba torpemente a lo largo de la ancha avenida llamada Spasskaya Ulitsa y hacia una calle todavía más ancha que estaba atestada de tráfico aun en aquella hora. La mayor parte de la población de Moscú se retira temprano, y hacía mucho que el crepúsculo se había asentado sobre el cabo del caluroso día de verano. Pero siempre hay movimiento en las cercanías de la Plaza Roja. Y a veces hay muerte.
El coche cogió velocidad y dobló una esquina bajo el agudo chirriar de sus ruedas. Un grupo de peatones en el cruce se dispersó como una bandada de palomas. Pero el hombre que iba al volante no parecía hacer caso. Su grueso y musculoso cuerpo se reclinaba indolentemente y sus flácidos dedos sólo hacían él más escaso esfuerzo para guiar. Los fríos ojos pardos y el vigoroso rostro reflejaban indiferencia; toda su postura era perezosa y Suelta, como si el hombre estuviera conduciendo a lo largo de una senda campestre en un domingo tranquilo.
Pero los ojos no veían nada… sólo neblina y sombras y luces fantásticamente girantes. Y la mente detrás de los ojos se preguntaba por qué parecía tan extraño, como si el mundo estuviera cubierto con una capa de aceite o se hubiera, de algún modo, hundido bajo un rielante mar; y trataba oscuramente de explicarse esta estimulante pero ligeramente repugnante sensación de velocidad; pero el problema era demasiado difícil y la fatigada mente desistía. El macizo cuerpo permanecía quietó. Sólo los dedos accionaban con desidia el volante y los ojos parpadeaban frente a las acechantes luces.
No oía las sirenas y seguía adelante plácidamente. Ignorante de que el coche era una destructiva arma en sus manos. Y se preguntaba, vagamente, adónde podía estar yendo.
La muralla de brillante luz apareció como una sorpresa. Luego la densa extensión de resplandor se desmenuzó en figuras mientras el vehículo se acercaba más; figuras de muros con torres y donairosas cúpulas que brillaban mágicamente con el fulgor de los reflectores que siempre la enmarcaban después del Ocaso.
¿Siempre…?
El hombre situado ante el volante empezó a sentir cierta agitación en su ánimo: Ello bastó para que se diera cuenta, al fin, de que estaba conduciendo a una bárbara velocidad por las calles de más tráfico de Moscú. De que su pie parecía estar soldado al acelerador y ejercía una presión que él no podía controlar.
Y que su mente era inhábil para transmitir al cuerpo las señales que pararan la mortal velocidad.
Su aturdido ánimo se enfureció.
«¡Oh, Dios mío! ¡Frena! ¡Frena!» —trató de ordenarse a sí mismo.
Pero no podía ordenarse nada. Su pie derecho permanecía afianzado contra el pedal como una prolongación del pedal mismo. Creyó gemir. No hubo ningún sonido salido de su garganta. Sólo un grito de terror procedente de alguna parte por delante de él, y entonces la neblina ante sus ojos se alzó y disipó lo suficiente para que viera la agrupación de gente en la Plaza Roja. En ese solo y terrible instante percibió que él estaba a punto de estallar y rajarse igual que una granada madura y el sonido que emitió finalmente, fue el lamento de un alma en pena.
Había una mujer con una criatura en los brazos; un niño que tenía a su hermanita de la mano; un joven y un anciano; una mujer con un chal, y un policía con la boca abierta de par en par en una exclamación. Se hicieron a un lado, ¡pero tan lentamente!, y sus caras se destacaban grandotas como los globos de Macy en el día de acción de gracias. ¡Y él iba a matarlos en un escaso segundo más de horrendo tiempo…! Forzó el volante, todavía, gimiendo, dándose órdenes a sí mismo, maldiciéndose y obligando a sus manos, sus odiadas y enemigas manos; compeliéndolas a hacer girar el volante y dar vuelta al coche con un brusco desvío que lo hizo saltar. Y el coche se alejó de aquellas personas, dejándolas vivas y a salvo. El conductor observó eso antes de que percibiera que el coche subía a la acera y se metía entre las altas columnas que sostenían la arcada de los grandes almacenes. Hasta oyó un vivo sollozo antes de que se quebrase el cristal de la ventanilla y el tremendo choque del coche dando contra una pared interior; y el sollozo y el golpazo fueron los únicos ruidos que oyó antes de que muriese, su musculoso pero desobediente cuerpo empalado sobre el eje del volante y su fino y ensangrentado rostro mirando ciegamente por encima de un anilló de roto cristal.
Quedó empotrado dentro de una sala de exposición de los Almacenes GUM, frente a las torres de cuento de hadas del Kremlin. El chafado coche «Volga» aparecía rodeado de las tristes y horribles figuras de quebrantados y desnudos cuerpos. Un brazo yacía sobre la cubierta del motor, separado del torso, a varios metros de distancia de las piernas; y los dedos penetraban por el parabrisas como si quisieran acariciar el mutilado rostro detrás de la quebrada rueda del volante.
El joven policía se estremeció. Ninguna de las figuras humanas tenía vida en sí, y sólo una de ellas la había tenido alguna vez; pero por alguna ignorada razón los destrozados maniquíes eran más horrendos en su muerte que el hombre cuyo maltratado cuerpo estaba al fin volviéndose flácido.
Las sirenas canturrearon para una interrupción del tráfico. Hombres de uniforme pulularon por los arcos y se agruparon bajo la gran bóveda de vidrio que cubría los mayores almacenes de Rusia. Después que hubieron examinado el cuerpo, sus semblantes se volvieron muy serios y graves y al poco rato enviaron a buscar a otros hombres. Al principio, los hombres —éstos no iban de uniforme— tenían un aire de dureza y rostros sin expresión, pero mientras investigaban casi se animaron. Se interesaron especialmente en la carpeta que colgaba de la muñeca del hombre por la atada tira de seguridad; y en la posición y estado del cuerpo. Había algo en el coche que les interesaba, también. Uno de ellos salió de prisa para hacer una llamada telefónica y recibir instrucciones. Varias horas más tarde, mucho después de que el coche hubiera sido llevado a remolque y la quebrada ventana de los almacenes quedase entablada, estaban aún trabajando. Cuerpo, ropa, coche, carpeta y testigos, todo fue sujeto al más completo escrutinio.
A una hora avanzada de la tarde del día siguiente Dmitri Borisovich Smirnov apoyó sus regordetes codos en la grande y raída mesa escritorio y se estiró de un modo pensativo las puntas del bigote. Cuatro hombres de severo semblante le miraban. Cada uno de ellos sostenía un fajo de notas entre sus manos. El propio Smirnov tenía una ordenada pila de papeles junto a su codo derecho. Miró de soslayo a la plana de encima antes de empezar. Luego soltó el bigote momentáneamente y pinchó con un largo y grueso dedo al hombre de la izquierda.
—Ostrovsky.
Un joven de cuidado cabello oscuro y una tenue rendija por boca inclinó la cabeza ligeramente y echó un vistazo a sus notas. Leyó:
—Cuerpo identificado fuera de duda como John Henry Anderson, agente americano de la C.I.A., antes y quizá sólo aparentemente, situado en Cambodia. Se dice que desapareció hace treinta y cinco días, pero eso fue probablemente cuando dejó su anterior puesto para pasar clandestinamente a la Unión Soviética —los delgados labios se contrajeron brevemente con el más leve de los gestos desdeñosos—. Por supuesto no podemos esperar la verdad acerca de él de los americanos, los cuales insisten, no sólo en que no nos estaba espiando aquí en modo alguno, sino también en que ni siquiera era un espía. ¡Ja! ¡Me rio!
Y lo hizo. Fue un ladrido triste, que no era contagioso. Smirnov le miró con dureza.
—Continúe, camarada —dijo en una voz falta de tono.
—Pero ciertamente, camarada Smirnov —dijo Ostrovsky de prisa—, es sólo que conocemos a este Anderson por lo que es. Ha estado en nuestras listas durante… —dio un vistazo a sus notas—, durante cinco años, seis meses, y siete días. Hasta sabemos algo de sus actividades en Cambodia. Pero debido a la natural duplicidad de los americanos, no podemos, determinar cuándo y cómo llegó a este país. Insisten en que él era un hombre de negocios que desapareció…
—Sí, camarada. —Smirnov suspiró—. Usted está tratando de decirme que no sabe nada acerca de este Anderson excepto que es un conocido agente americano. ¿Y qué más ha descubierto usted, suponiendo que haya hallado algo?
El claro cutis de Ostrovsky lentamente se volvió púrpura.
—El papel. Los documentos de la carpeta. Hemos hecho un completo examen y no hay duda que los informes están, escritos en papel americano. Las hojas llevan el membrete de la Embajada norteamericana, con la dirección y las insignias mutiladas. Pero los corondeles[1] y otras peculiaridades del papel demuestran concluyentemente que fue fabricado en Estados Unidos para uso exclusivo del Gobierno americano. La máquina de escribir empleada es también americana, y el lenguaje es lo que pudiera llamarse ruso fonético. Estamos tratando de seguir la pista de la máquina entre los residentes americanos de Moscú, pero hasta ahora no hemos tenido éxito. Supusimos que pudiera ser encontrada entre los efectos de Anderson en su lugar de residencia, pero… —Ostrovsky meneó la cabeza irremediablemente.
—Pero ¿qué, camarada? El hombre no tenía un lugar de residencia, ¿no es eso?
—Eso es, camarada —la pulcra y oscura cabeza se movió reconociéndolo—. No hemos encontrado señales de él en ninguna parte, a nadie que confiese haberle visto y nada en su persona que indique dónde pudiera haber estado alojado. Es casi como si no exístiese antes de que apareciera muerto.
Las espesas cejas de Smirnov se arquearon.
—Ésa es una observación muy interesante, camarada Ostrovsky —susurró despacio—. Cabalmente su mejor aportación del día —su fija mirada se posó sobre el hombre siguiente—. Camarada Vershinin.
Un hombre de maciza constitución, con un descuidado aspecto, tosió ligeramente antes de hablar.
—Resumiré —rugió aprisa—. Los detalles completos están en el expediente. Por ahora, sabemos que el coche fue robado de su lugar de aparcamiento en Ulitsa Gorkogo durante las primeras horas de la noche anteriores al choque. Su dueño, Vassily Simonov, no está implicado en modo alguno. La investigación mecánica indica que el cilindro del vehículo había quedado sin aceite, haciendo los frenos inoperables. El acelerador está apretado muy justamente. Quizás ambas circunstancias se dieron durante el golpe. Quizá no. El examen médico del cuerpo muestra que un veneno similar, aun cuando no exactamente el mismo que nuestra propia variedad «L-4», había sido inyectado en la sangre. Como usted sabe, esto produce el efecto de paralizar virtualmente la mente y el cuerpo.
Smirnov inclinó la cabeza lentamente y examinó sus bien manicuradas uñas.
—Usted recordará —continuó Vershinin— que este veneno es ordinariamente muy difícil de descubrir a menos que se haya tenido… previa experiencia con él. También parece que este hombre, a pesar de su vigor y bienestar aparentes, estaba en un estado lindante con una alimentación insuficiente. Además, había una cantidad de señales de pinchazos de aguja en el cuerpo que no se explican por la única inyección requerida para el veneno. Supondría que el hombre era casi inconsciente de sus acciones.
—¿Y qué le sugiere esto, camarada? —preguntó Smirnov, estrechándose sus ojos bajo las espesas cejas.
Vershinin calló por un momento, escogiendo las palabras y tratando de descifrar el semblante del hombre situado detrás de la mesa escritorio.
—Que estaba intentando ir a alguna parte con sus documentos ilegales —dijo cuidadosamente—. Que quizá sólo acababa de conseguir escapar de… alguien.
—Pero no de nosotros —dijo sosegadamente Smirnov—. Sabemos eso de seguro. No había estado en manos de nuestra Policía Secreta o alguna de nuestras Agencias de Información. ¿De quiénes, pues, me pregunto?
—¡De los americanos! —soltó abruptamente Ostrovsky—. De la Embajada, o de los espías que ellos infiltraron en nuestro país. El hombre es un señuelo, una trampa que han armado para nosotros.
—Humm… Si ése es el caso, es un plan endiabladamente sutil —comentó Smirnov—. Su objeto está, por el momento, enteramente fuera de mis alcances. Komarov.
Komarov se agitó y pasó unos largos dedos por su mechón de pelo de un gris de hierro.
—Todo lo que sé es lo que hemos ya discutido Juntos. Pero en obsequio a los otros, lo volveré a decir. Supuesto que sea una trampa, es en verdad Endiabladamente sutil; porque la información que ha Vuelto a nuestras manos de ésta extraña manera, es verídica en todos los puntos. Y el hecho de haber estado fuera de nuestras manos por el tiempo que haya sido, es indeciblemente aterrador. Todos los planes de alto nivel soviéticos de alguna trascendencia que han llegado a ser discutidos en las jefaturas o en nuestras Embajadas de ultramar durante los últimos meses, han aparecido en estos informes. ¡Lo más secreto de nuestros proyectos y manejos ha sido detallado en este papel americano y paseado por Moscú, para finalizar en los Almacenes GUM! Sólo Dios sabe —perdonen ustedes, camaradas, eso no es más que una expresión—, que es imposible imaginar dónde estas hojas de papel pudieran ya haber estado y quién podría haberlas leído antes de que volvieran a nosotros. ¡Es desastroso! De algún modo lo más reservado de los planes de nuestra nación nos ha sido hurtado y después echado de nuevo en nuestros regazos como simple papel de desecho. ¡Es inconcebible!
—Cálmese, camarada —dijo reprobadoramente Smirnov—. Debe reprimir su tendencia a ser dramático.
Komarov se apaciguó con una susurrada disculpa. Smirnov le sonrió benignamente.
—Naturalmente, usted está trastornado. Copiosa y esencial información nos ha sido arrebatada de nuestros mismísimos labios. Pero en todo desastre hay una oportunidad. Medite: ¿cómo podemos servimos de esto? Podemos encontrar una ocasión favorable en esto todavía. ¡Vamos, Stepanovich! ¿Cuáles son sus conclusiones?
Él más joven de los subordinados de Smirnov meneó la cabeza como si estuviera completamente desconcertado.
—Es ciertamente imposible, y no veo qué conexión podría haber. Pero he revisado una y otra vez la transcripción de lo que el camarada Alexei Fedorenko dijo antes de que muriese. Usted recordará que después de muchos meses de trabajo en Pekín se las arregló para tener acceso a ciertos microfilmes de los archivos de la Oficina de Información china. El lenguaje usado en ellos era lo que Fedorenko llamaba… «ruso fonético». No pudo procurarse ninguno de estos filmes, y fue únicamente por esfuerzos casi sobrehumanos que escapó para revelamos algo. Una cosa que llevaba consigo era su memoria. Y su memoria era buena.
Los ojos de Smirnov chispeaban de interés. El hombre tiró suavemente de su bigote y ordenó en su mente las piezas del rompecabezas. Stepanovich hizo una pausa para tomar aliento y le obsequió con la nueva pieza que el otro estaba esperando.
—Repitió un texto —dijo Stepanovich—. Repitió lo que había descifrado antes de que oyera los pasos del guardián. ¡Y el texto que citó es igual, palabra por palabra, a los párrafos dos y tres del «Documento G» encontrado en la carpeta del americano! ¡Lo que Fedorenko había visto era una exacta copia fotografiada!
Smirnov sonrió.
—¿No es interesante —dijo familiarmente—, que los americanos y los chinos tengan acceso exactamente a la misma información? ¿No sugiere ello que tenemos un traidor entre nosotros, que vende a ambos países sus secretos robados? O, más bien, ¿indica que los chinos o los americanos nos están espiando muy eficazmente y —digamos— negociando hábilmente los unos con los otros?
—¡Imposible! —gruñó Komarov—. ¡Ambos, imposible! ¡Puedo imaginar alguna especie de demente traidor! ¡Pero que alguno que esté tan alto en los círculos internos que tenga acceso a lo más secreto de nuestros proyectos nos vendiera a los chinos y los americanos, y los chinos cooperen en alguna cosa, y mucho menos en un plan semejante, es totalmente inconcebible!
—¿De veras? —dijo en un susurro Smirnov—. Si usted lo cree así, he de pedirle que se discipline y encauce de nuevo sus pensamientos de modo que pueda concebirlo. Porque ésa es la suposición sobre la cual vamos a trabajar. Recuerde estas dos cosas. Primera: de repente estamos encarados con un problema extremadamente serio, el cual vamos a tener que resolver. Y no creo que los métodos convencionales nos lleven a ninguna parte. Segunda: es nuestro deber hacer mucho más que salvar una situación difícil. Hemos de buscar todos los posibles medios para sacar partido de ella del modo que podamos, aun cuando sólo sea para un transitorio provecho. Estamos trabajando, al fin y al cabo, para superar en habilidad a nuestros adversarios, quienesquiera que sean y dondequiera que estén —esta vez su sonrisa fue tan genial que un cocodrilo la habría envidiado.
»Si podemos servimos de ello y ponerlos en aprietos al mismo tiempo, quizá podamos resarcimos en alguna medida —la sonrisa se disipó de repente y el afable semblante se endureció, hasta transformarse en una firme masa de granito—. Y no se engañen sobre ello, camaradas. El resarcimiento es de la mayor necesidad.
Sus severos y brillantes ojos escudriñaron al grupo. Por un momento hubo silencio. Por la mente de cada uno pasó, como en un relámpago, un vivido cuadro de las consecuencias del descuido. Era un horrible cuadro.
—Veo que ustedes aceptan mi punto de vista —dijo sosegadamente Smirnov—. Y ahora que nuestras obligaciones son mutuamente comprendidas, tengo adicional información para ustedes. Y creo que la encontrarán aún más alarmante que lo que ya han oído —uno de los cuatro suspiró pesadamente—. Pero muy revelador —agregó Smirnov—. Yo mismo he examinado cada uno de los documentos de la carpeta con escrupuloso cuidado. Y se me ha hecho evidente qué son fieles registros, palabra por palabra, de conversaciones mantenidas en las Embajadas y Misiones diplomáticas soviéticas en diversos lugares del mundo. Peor. Varias de estas conversaciones son tan detalladas y describen información tan altamente clasificada, ¡que sólo podrían haberse originado en nuestras oficinas principales de información aquí mismo en Moscú!
Su gruesa mano, con sus dedos pasmosamente delicados, cayó sobre la mesa de golpe. Todo el cuerpo de Smirnov era una concentración de explosiva energía y su rostro estaba moteado de reprimida ira.
—¡Hasta he reconocido oraciones, párrafos, enteras relaciones que yo mismo he proferido! ¿Saben ustedes lo que esto significa, camaradas? ¿Saben lo que esto significa?
—Micrófonos ocultos —respondió Stepanovich, pálido—. De algún modo, alguien ha logrado implantar aparatos para escuchar a escondidas en nuestras Misiones diplomáticas y Embajadas, ¡y hasta en la sala secreta de las oficinas principales! ¿Qué diabólico plan es éste?
Se levantó precipitadamente de su asiento.
—¡En las oficinas principales! ¡Hemos de averiguar esta circunstancia en seguida!
Smirnov le hizo señas con la mano para que se sentara de nuevo.
—Quédese un momento. Tengo órdenes para usted. ¿Comprenden ahora, camaradas, por qué he escogido la oficina de este almacén para nuestras reuniones?
Cada hombre miró alrededor suspicazmente, como si esperara que de repente se hiciese visible un micrófono en las negruzcas paredes o en los raídos equipos.
—No, estamos seguros aquí, camaradas. —Smirnov rio ásperamente—. Es imposible hasta para el más ingenioso de nuestros ocultos enemigos escuchar por medio de adecuados aparatos en todos los edificios de Moscú. Sin embargo, han sido endiabladamente hábiles. Durante muchas horas he tenido a peritos buscando detrás de cada centímetro de artesonado y en todos los accesorios de las oficinas principales, y hasta ahora no se ha encontrado nada. Bien, Stepanovich. Las órdenes para usted. Saldrá ahora y se encargará de que todos en nuestros departamentos de negocios extranjeros y… Misiones Comerciales sean informados de esto. Haga arreglos con el camarada Yevgeni para que tan pronto como sea posible salgan técnicos electrónicos para registrar la totalidad de tales oficinas. Yo mismo me aseguraré de que sean hechos los apropiados arreglos diplomáticos. Y usted, además, mientras son llevadas a cabo estas instrucciones, se mantendrá en comunicación con la Jefatura para ver qué progresos se están haciendo en la búsqueda de los micrófonos. Váyase ahora, e informe de nuevo cuando tenga algo que referir.
Stepanovich inclinó la cabeza vivamente y salió de la oscura sala.
—Pero ¿qué tiene que ver esto con el americano del coche? —prorrumpió Vershinin—. Hace sumamente extraña toda la cuestión de la carpeta atada a la muñeca, el veneno, el apretado acelerador, el escape del freno, el papel americano, el… ¡el todo! Uno empezaría a creer que teníamos como deber encontrar a este hombre, y, ¿cómo puede eso tener sentido?
—Haremos que tenga el sentido que nos sea conveniente. —Smirnov sonrió, con una sonrisa canina—. Primero, sin embargo, consideremos todas las posibilidades. Y creo que discurriremos mejor si tenemos algo para estimular nuestras fatigadas mentes.
Alargó el brazo y alcanzó una cuadrada caja para viaje que había sido muy usada. De ella sacó una botella y cuatro vasos de metal. Silenciosamente, los llenó. Brindaron con quietud. Bebieron. Smirnov rellenó los vasos.
—Ahora, camaradas, empecemos con el extraño asunto del misterioso cuerpo. Y no nos engañemos suponiendo que el hombre estaba intentando escapar. Fue deliberadamente puesto en ese coche. Su muerte no fue una casualidad; lo hicieron morir. Pero ¿qué sugiere eso…?
Siguieron hablando hasta que toda la luz se hubo ido, y la totalidad del vodka con ella. Cuando Stepanovich volvió, habían manipulado todas las piezas: del juego hasta que obtuvieron algo parecido a una solución.
—Nada —afirmó Stepanovich—. Han salido todos los mensajes; todas las oficinas de ultramar están sobre aviso y pronto serán registradas. Pero en la Jefatura no hay señales de un aparato en ninguna parte —se sentó con un suspiro de fatiga y tristemente miró a la vacía botella.
—Sin embargo sabemos que hay uno —le recordó Smirnov—. Muy bien, pues. Tenemos un recurso. Primero abordaremos a los americanos por conductos diplomáticos. Después probaremos la abierta acusación. Finalmente, exigiremos que quiten esta prueba de su traición.
—No puedo creer que sea su traición —dijo lisa y llanamente Komarov—. Es una cosa demasiado incómoda para haberlo hecho ellos. Todo este asunto del coche y Anderson, es lo que llamarían un obvio proyecto previamente forjado. En cuanto al microfilme de China y lo que ello tenga que ver con los americanos, esto no lo comprendo. Pero el supuesto accidente, hasta yo lo llamaría una conspiración.
—Y yo también. —Smirnov sonrió—. Yo también. Lo que es más, ellos sabrán que nosotros lo sabemos. Pero dejaremos que eso nos sea indiferente. En su propio interés, tendrán que cooperar con nosotros. No pueden permitirse no hacerlo. En sus propias palabras, camaradas, los tenemos con la cuerda al cuello. —Su sonrisa era tan benigna como lo había sido la de Stalin antes de una ejecución.
2 - El segundo Mr. Slade
EL BIEN ACONDICIONADO coche deportivo rojo rugía triunfalmente a lo largo de la calzada, de vuelta a la ciudad de Nueva York. Había muy poco tránsito en esta hora del día. En todo caso, las personas de profesión igual a la del dueño del coche no están obligadas a observar las regulares horas de ocupación como hace la mayoría de la gente. El conductor, y su pasajera, habían iniciado temprano el viaje, de propósito, de suerte que pudieran tener una larga tarde para ellos solos.
Nick quitó una mano del volante y acarició la bien formada rodilla al lado del él.
—Creo que hemos dado con ello, Robyn, querida —dijo agradablemente—. Una cabaña para dos, y un par de semanas para pasarlas en ella. ¿Podría un individuo pedir más?
La joven le devolvió la sonrisa y puso su mano, delgada e irritada por el sol, sobre la de su compañero.
—Parece demasiado bueno para ser cierto —susurró—. Apuesto tres a uno que Hawk está ahora mismo buscando alguna manera de tenerte activo. Por tanto, aprovechemos el tiempo mientras que podemos hacerlo ventajosamente. Firma el contrato para la cabaña tan pronto como puedas y no hagas caso de todos los teléfonos, timbres de llamada, telegramas y furtivos hombrezuelos con mensajes hasta que estemos fuera, en la isla, con la arena y los peces. ¿Me lo prometes?
—Nick apretó la rodilla de la joven y sonrió.
—Quizás —dijo.
Y Dios sabía que quería hacerlo. Pero era penoso para un hombre al cual sus colegas espías llamaban Killmaster, prometer algo, hasta a una de las muchachas más hermosas del mundo. La miraba mientras guiaba el volante, y esperaba que esta vez sus planes fueran más que vanas ilusiones. Durante un apacible día habían pescado lejos del ruido y haraganeado dentro de la lancha, sacando tiempo para inspeccionar la casucha que ostentaba el letrero «para alquiler», y parecía, al fin, como si pudieran convertir el sueño en realidad. Dos semanas en la isla, pescando con Robyn contemplando su rostro que parecía nata, viéndolo ponerse pecoso y pelarse y tostarse lentamente… catorce días y quizá más, si tuviese suerte, cogiendo los peces con anzuelo y friéndolos sobre un preparado fuego, haraganeando y amando y acumulando nueva energía después de los desapacibles meses de trabajo en Surabaja…
—Quizá —repitió.
Y se sentía tan seguro en el momento en que lo dijo que empezó a cantar mientras hacía girar el volante y lanzaba al resistente cochecito hacia el interior del atajo que conducía al túnel, a la carretera, y enseguida a casa. La morada de él, y la de la muchacha siempre que ella quisiera estar con Nick; y ahora tenían tiempo para compartirla, la cabaña de pesca, y cualquier otra cosa que desearan compartir.
La letra de la canción que estaba cantando Nick hizo reír a la muchacha. Su risa, y la manera en que el viento jugueteaba con su cabello y lo hacía aún más precioso, y el modo en que ella le miraba, hicieron a Nick quererla más. Poco después olvidó que ellos no eran las únicas dos personas del mundo con días y semanas de paraíso de que gozar anticipadamente. Hasta olvidó, y rara vez lo hacía, que era el agente número 3 de la AXE, y que su vida no era suya. Si alguna vez fue un hombre libre y feliz, era ahora.
Habían llegado a la calzada cuando funcionó la señal del tablero de instrumentos. Nick miró a Robyn por el rabillo del ojo y vio helarse la felicidad de la muchacha. La risa se extinguió en sus labios y la luz se oscureció en sus ojos.
Nick vacilaba. La señal del tablero de instrumentos funcionó otra vez.
—Tendré que llamar —dijo.
—Lo sé —respondió simplemente la muchacha. Pero suspiró.
Nick apretó un botón debajo del disco graduado de la radio y siguió conduciendo en silencio, hacia el teléfono público más cercano.
Le contestaron prontamente en el número que marcó, y el mensaje fue breve. Cuando regresó al coche, Robyn estaba empolvando su nariz brillante del sol y procurando parecer no tener interés por lo que podía significar la llamada.
El coche deportivo se puso en movimiento rugiendo y bajó por una calle transversal, metiéndose en la West End Avenue. Robyn miró de soslayo a Nick, Él le devolvió la mirada.
—Bien, ¿qué es? —demandó Robyn, de repente—. ¿Es algo tan secreto que ni siquiera a mí me lo puedes decir?
—Creía que no preguntarías. —Nick le sonrió—. Pero no sé lo que es. Tengo que volver al despacho y llamar a Washington, eso es todo lo que sé. No debe ser nada terriblemente importante.
—Hum… —hizo Robyn—. Me parece que he conocido algo de esto antes, aunque no recuerdo dónde o cuándo…
Y emitió un breve sonido de resignación, o de contrariedad —era difícil determinarlo— y se acercó más a Nick en el asiento.
—Eso no es verdad. Ciertamente que lo recuerdo. Era en tu apartamento. Hace unos dieciocho meses. Kruschev venía a Nueva York, y pasamos una tarde juntos por vez primera durante meses. Estuvimos proyectando toda clase de cosas maravillosas para los próximos días. ¿Te acuerdas?