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Pirata

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Pirata

Ya era un gato viejo cuando empezaron a venir gentes a mis nuevos terrenos, abrieron zanjas, trajeron camiones y espantaron a las liebres que me divertía en perseguir y que a veces dejaba escapar, cuando estaba harto de la que me acababa de comer y sentía el estómago pesado. No es lo mismo un gato satisfecho, dormido y ronroneando, que un gato con hambre, que divisa una presa cuando el sol ya no está pero nos sigue alumbrando desde más allá donde se oculta, y entonces puede sorprender, liebres y ratones. Y aunque no los sorprendiéramos, también sabemos correr y sabemos acechar. Cuando llegó la gente con sus camiones y todo ese barullo se espantaron las liebres y se fueron todavía más para el cerro; yo ya estaba cansado de irme para el cerro, porque esta historia ya la había vivido en alguna de mis siete vidas anteriores, y ya no tenía ánimos para seguir huyendo de la gente.

Hay gatos que les gusta estar con las personas, pero a mí nunca me pareció bien su compañía. Nos acusan a los gatos de ser comodinos y egoístas, pero creo que los humanos nos peores; además ellos destruyen lo que hay para hacerse sus casas o sus calles, o simplemente por el gusto de sentir que dominan. Algunos nos atacan y gozan haciéndonos sufrir. Me acuerdo del Moro, aquel gato negro que lo atraparon unos muchachos, le amarraron botes a la cola, y lo hicieron correr huyendo del ruido que corría tanto como él; el pobre Moro reventó y se quedó tirado, ahí en el campo, con los ojos abiertos y los botes en silencio todavía amarrados a su cola. Yo lo fui a ver más en la noche, cuando los muchachos ya se había regresado a sus casas, y le dije al Moro que no debía haberse acercado a ellos, le recordé mis consejos que nunca quiso oír. Con sus ojos de muerto me miró, con sus ojos de muerto me agradeció, con sus ojos de muerto me dijo que yo era su amigo.

Otras veces me habían ahuyentado antes las gentes haciendo edificios altos con pasillos estrechos, pero ahora, cansado de huir al cerro y también sin ganas de convivir con humanos, me di cuenta que estaban trabajando de otra manera: no veía edificios, nada más 14 hacían calles, levantaron una casa grande ahí por donde entraban los camiones, y marcaban de blanco unas líneas, pero no hacían más construcciones. Luego vi que hicieron un hoyo muy extenso, sacaban la tierra y se la llevaban en camiones, y terminaron por poner un piso duro en el fondo de ese hoyo. Fue la época mejor para nosotros, porque se habían quedado algunos amigos conmigo, y los ratones que vivían donde estaban haciendo el hoyo no sabían para dónde irse, corrían nada más, perdidos en medio de las piedras, y era muy fácil caerles por sorpresa. Nos divertíamos persiguiendo ratones, y nada más los matábamos, porque estábamos satisfechos y no teníamos hambre. Después de todo, también a nosotros nos gusta destruir, como a los humanos, pero nosotros lo hacemos con nuestras propias garras, no traemos máquinas grandotas que hacen todo el trabajo por nosotros, tenemos que arriesgar las uñas aunque sea para que el ratón se mueva muy rápido y acabemos raspando una piedra. Luego empezaron a hacer una barda, y poquito a poco nos dimos cuenta que esa barda iba a servir para darle la vuelta a las calles que estaban haciendo; entonces nuestra diversión se convirtió en ir hacia fuera por los agujeros que todavía no se tapaban, buscar liebres que habían huido para el cerro, y regresar en todavía muy oscuro, ya amaneciendo, a las casitas que nos íbamos haciendo en medio de los materiales que estaban acumulados aquí y allá.

La barda se fue haciendo más larga y cuando nos dimos ya estaba cerrada y demasiado alta para brincarla; si queríamos salir tenía que ser por donde pasaban los camiones, pero siempre había gente ahí que no nos gustaba encontrar, porque se divertían aventándonos piedras. Pero luego vimos que lo que quedaba adentro de la barda era todavía muy grande, que había ratones en abundancia, y que las algunas liebres habían hecho hoyos que pasaban debajo de la barda, así que a veces aparecían en nuestros terrenos y volvíamos a divertirnos persiguiéndolas y cazándolas. No nos pareció tan mal quedarnos a vivir ahí.

Después vinieron las construcciones junto a las calles, unas casas grandes que dejaban espacios entre ellas, en donde todavía había ratones y donde poco a poco fueron llegando gentes, señores con niños muy chicos, de esos que todavía no aprenden a amarrar botes en las colas de los gatos. Algunos de mis compañeros se decidieron a adoptar algún humano, y creo que les fue bien. En las noches los veía: venían gordos y satisfechos, habían comido y dormido durante el día, y nada más salían en la noche porque los gatos somos gatos, y 15 queremos ver la luna y nos gusta sentir el viento fresco, y aunque no sea por hambre, el ratón nos jala para que lo persigamos, lo acorralemos, y lo matemos. Pero ellos ya no tenían hambre, ya habían comido. Yo tenía que seguir cazando, porque los ratones eran mi comida y nunca había querido adoptar a ningún humano.

"Ándale, tú gato viejo, qué te ganas con estar aquí solo, mejor acércate a una casa y que te den leche".

Pero yo nunca quise. Prefería seguir así, porque el recuerdo del Moro se me venía a la cabeza y me ponía a pensar en que me fueran a agarrar nuevos niños con botes viejos, y que al final, con mis ojos abiertos pero sin mirar, mis amigos fueran a decir "es que no supiste elegir, nos hubieras preguntado".

Poquito a poco me fui quedando solo; mis amigos ya tenían todos casa, y las que habían sido mis amigas, cuando querían verse con algún gato, preferían a los que estaban más bien cuidados y menos cansados que yo. O a la mejor eran los años, nos es lo mismo un gato viejo que un gato tierno, también a ellas las entiendo. Además, yo había perdido un colmillo en un pleito con un gato joven recién llegado, y había consumido mi octava vida escapando de un perro que no vi una mañana que me había quedado dormido, porque había perseguido liebres toda la noche allá por el lado del terreno que mira hacia el cerro. Además, a las gatas les gusta el maullido afinado, y si yo cantaba feo de joven, ahora de viejo me daba miedo hasta a mí mismo cuando me oía gritar. El maullido puede estar horrible, pero si el gato es joven y fuerte, la gata lo olvida; pero cuando uno está viejo es lo primero en que se fijan, y nomás no quieren verlo a uno.

Al fondo de la barda había una casa tenía dos puertas, y me parecía que nada más abrían la que daba a la calle. Una noche me quedé en la puerta fondo, la que no daba a la calle; el lugar me pareció tranquilo para reponerme de mi última pelea con un gato joven. De repente se abre la puerta en donde yo me había acostado, y yo salgo despavorido, los humanos nunca me convencieron. Pero el señor que había abierto me vio y no me gritó ni me aventó nada, como que me hizo un chito-chito que yo apenas alcancé a oír en mi carrera para trepar a la barda de enfrente. Luego salieron también dos niñas, me vieron y le dijeron 16 al señor que querían un gato. Yo nunca había pensado en niñas, nada más en niños. Estas dos no parecía que le fueran a amarrar botes a la cola, pero mejor me quedé en la barda.

Ese amanecer encontré un platito con leche junto a puerta donde yo había estado. Hacía mucho que no probaba la leche, nada más bebía agua que se juntaba en charcos de lluvia o junto a las llaves que a veces goteaban; me supo como nunca, y me la terminé en una sentada. Así volvió a pasar en las noches siguientes, y fue por esos días que yo escuché que el señor me decía Pirata, porque yo nací con dos manchas negras alrededor de mis ojos, que resaltan bien sobre el resto de mi piel blanca, hasta para los ojos de los humanos, que ven mal de día y no ven nada de noche. Me acostumbré a mi plato de leche, y antes de que saliera el sol me acercaba a esa puerta, saboreaba su frescura y pensaba que quizá después de todo mis amigos tenían razón, es mejor ser gato de casa rica que esposa de gente pobre, así lo había oído a uno de los albañiles, y ahora entendía por qué: la esposa le tenía que llevar la comida al albañil al trabajo, y los señores de la casa le ponían la comida al gato.

Un día apareció una caja junto a la leche, con una entrada en la orilla, como si la hubieran puesto ahí para mí. Oí a una de las niñas, creo que era la menor, diciendo que ya le había hecho su casa al Pirata; como que yo no me animaba meterme, porque si estás adentro de una cosa así, para salir tienes que usar el mismo camino que por donde entraste, y no es lo mismo que cuando estás en terreno plano y puedes salir corriendo para cualquier lado. Pero arriba de la caja habían puesto una tela; estaba más cómoda que el suelo duro y ahí me puse a dormir. Al día siguiente el señor se acercó, dejé que me cargara, y me metió a la casa. Ahí adentro estaba una de esas gatas cuidadas y odiosas que nunca me había hecho caso, yo había salido de pleito muchas veces por culpa de ella. Me gruñó, se me quiso echar encima, pero el señor me defendió y la niña chica la quiso convencer de que me dejara en paz, y que yo podía tomar leche del plato que estaba ahí adentro. La leche estaba deliciosa, fresca, la acababan de poner. Se acercó un niño más grande que nada más se me quedó mirando cuando yo bebía. Pero llegó la señora, regañó al señor, al niño y a la niña, dijo que ya tenían demasiados animales en la casa, y me echó para afuera.

Otras veces el señor me volvía a cargar, pero solamente podía estar adentro de la casa mientras no estuviera la señora, se ve que tenía mal genio y que si pudiera, también me 17 pondría botes en la cola para que corriera hasta reventar, como al Moro. Esa señora me convenció de que yo no podía tener casa. Lo había pensado de nuevo porque el señor, el niño y las niñas me trataban bien y porque la gata terminó por ignorarme sin querer pelear, pero la señora nunca me quiso. Decía que yo estaba feo, que ya estaba viejo, que maullaba peor que orquesta desafinada, y que no servía ni para agarrar ratones. A la mejor tenía razón la señora, algunas veces yo pensaba que sí era cierto lo que decía cuando me daba cuenta que la gata regresaba a la casa con un pájaro en el hocico; yo nunca pude cazar pájaros, y menos ahora que ya estoy viejo. Así que volví a ausentarme de la casa. Me iba por ahí a ver a mis amigos, hablábamos en la noche y entre todos cazábamos ratones y vivíamos bien. Nunca faltaba el gato peleonero, y como yo no me dejaba, pues muy seguido acababa herido, porque ya no me puedo defender muy bien, y era entonces cuando regresaba a la casa porque sabía que ahí estaría un plato de leche para mí precisamente.

Un día me vio aquel señor en otra casa que apenas estaban haciendo, se paró en el coche y me llamó por mi nombre, me decía que fuera con él. Pero yo siempre he sido así, y no le hice caso. Mejor me fui a esconder debajo de unas tablas, el señor se fue y ya no lo volví a ver.

No lo volví a ver porque me morí. Quise perseguir a un ratón que salió de entre los materiales, el ratón cruzó la calle y a mí me alcanzó un coche. Sentí que me golpeó en el costado, me aventó al frente, y luego las llantas me aplastaron desde la panza hasta la cola. No estuvo tan mal, mejor morirse así, rápido, que estar batallando por la comida todos los días con patas que ya no responden como cuando uno era joven. Al principio me dolió mucho ahí donde pasó la llanta, pero luego se fue adormeciendo el dolor; quería levantar la cabeza pero no podía, quería maullar y me faltaba el aire, quería ver qué había pasado y todo se me volvía borroso. Era al mediodía, el sol me daba desde mero arriba, y yo ya no tuve fuerzas ni para cerrar los ojos. Así me quedé, con los ojos abiertos que ya no servían para ver. Ya nada más quedó el silencio y como que todo se iba haciendo oscuro. No me dolía nada, nada más me acordaba de cuando era chico, de mi primer ratón, de mi primera gata, del Moro, y de la niña que me llamaba Pirata.

 Aguascalientes, 9.12.2006


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